inaugurado el Museo Nacional del Indio Americano

En los años 30 del siglo XIX, los nativos americanos fueron expulsados de sus tierras ancestrales. Ahora han regresado a Washington DC, donde un nuevo museo da muestras de su renovado optimismo y de que no olvidan su pasado.

La historia de Estados Unidos ha dado simbólicamente un vuelco. El corazón monumental de la ciudad imperial pertenece desde el martes pasado a los descendientes de pueblos traicionados a lo largo de la historia por el Gobierno de EE.UU., unos pueblos sojuzgados y prácticamente exterminados al tiempo que el país se convertía en una potencia transcontinental. Miles de personas –ataviadas con sus tradicionales galas rituales– participaron en una marcha en el Mall de Washington en dirección al Capitolio, origen de muchas de aquellas injusticias e iniquidades. Sin embargo, no se ha tratado de un acto de venganza. Estos indios americanos no han hecho más que exteriorizar –tardíamente– su propio júbilo.

Los primeros americanos cuentan, por fin, con su propio museo en Washington DC. Algunos hablan de un resurgimiento de los pueblos nativos, pero en todo caso se trata de un fenómeno relativo. Si uno atraviesa las reservas de Nuevo México, Arizona o Dakota del Sur, con sus destartalados asentamientos y ambiente de desolación, poco parecen haber cambiado las cosas. Pobreza, paro y alcoholismo siguen siendo plagas que azotan la existencia de las comunidades indias. En Washington, el Congreso puede mostrarse, llegado el caso, tan cruel e inhumano como de costumbre hacia los indios. No obstante, asoman algunos indicios de cambio positivos, y ninguno más patente en este caso que el Museo Nacional del Indio Americano (NMAI, sus siglas en inglés) que acaba de abrir sus puertas al público.

En primer lugar, ocupa un lugar preeminente de la capital. En su día, el Museo Nacional Aerospacial gozaba de las mejores perspectivas del Capitolio. Tal honor corresponde actualmente al NMAI, el más deslumbrante en el conjunto de las 18 instituciones y centros de la Smithsonian Institution desde el punto de vista arquitectónico. Y desde el punto de vista simbólico, se diferencia notablemente del resto.

Circunda el museo no sólo un cuidado césped, sino también estanques y pequeños retazos de cultivos típicamente indios, como maíz y calabacín. Aquí y allá yace esparcida una cuarentena de rocas de los abuelos, grandes cantos rodados sin tallar, extraídos de las canteras de Canadá y bendecidos por los nativos de más edad antes de haber sido enviados a Washington. El propio edificio, obra del arquitecto indio canadiense Douglas Cardinal, es extraordinario: una prominente y ondulante estructura de piedra caliza color miel como si fuera una colina achatada emergiendo bruscamente en medio de las planicies desérticas del Oeste. En su interior, un atrio en varios niveles se eleva cual catedral, bañado enteramente en luz natural.

El museo ha contado con el asesoramiento de especialistas indios en cada detalle, hasta la más leve incrustación en piedra o madera. La principal sala de actos, festoneada de paneles verticales de madera y bajo una cubierta azul oscuro en la que titilan tenues luces, recrea a propósito un claro de bosque en una noche estrellada, lugar ideal para contar relatos. Incluso el restaurante persigue una orientación temática; se sirven platos típicos indios con maíz, calabacín, tomates y surtido de carne de búfalo. Los objetos artísticos no son menos espectaculares: soberbios cestos y tinajas, máscaras y efigies, así como trabajos en tela de una exquisitez y complejidad pasmosas. No es de extrañar que el museo sea el más espléndido en su clase en el mundo. Posee 800.000 objetos que abarcan diez milenios de historia de los indios, aunque sólo unos 8.000 objetos se expondrán simultáneamente al público.

Coste: 219 millones de dólares
El Congreso dio luz verde al proyecto en 1989 al aprobar un texto legal auspiciado por dos legisladores indios, los senadores Ben Nighthorse Campbell, de Colorado, y Daniel Inouye, de Hawai. Las obras se iniciaron en 1999; después de cinco años y 219 millones de dólares de inversión, el museo abre con la expectativa de recibir unos cuatro millones de visitantes al año.

El NMAI posee piezas de referencia: el rifle de Gerónimo, el tambor de Toro Sentado y el Muro de Oro, lleno de imágenes y otros objetos trabajados en el oro que atrajo al Nuevo Mundo a tantos saqueadores europeos. El nombre del museo, indio americano, no sólo alude al oprobio de las tribus que fueron engañadas, aculturalizadas y perseguidas hasta su práctica extinción en EE.UU. en el siglo XIX, sino a los pobladores originarios del Nuevo Mundo, desde el estrecho de Bering a Tierra de Fuego.

Y es que el NMAI inicia nuevos caminos. Quiere que sus protagonistas narren la historia tal como la ven, no como la ven otros. En este caso, quienes cuentan la historia son, además de dos tribus de México y Brasil, otras cuatro estadounidenses: los semínolas de Florida, la nación Tohono O'odham de Arizona, los kiowas de Oklahoma y los cherokees de Carolina del Norte, que recorrieron el ignominioso Sendero de las Lágrimas. En 1838, los cherokees, junto a los choctaws, creeks y chickasaws, se vieron forzados a dejar sus tierras ancestrales y a trasladarse a Oklahoma en penosas condiciones y escoltados por el Ejército. Las muertes durante el camino se contaron por miles, de ahí el nombre con el que se conoce este capítulo negro de la historia, que luego sufrieron en sus carnes otras muchas tribus, por no decir todas.

No obstante, el museo alude sólo indirectamente a trágicos conflictos, como las guerras indias, las migraciones forzadas y el expolio de tierras; no hay ironía mayor que la exhibición de las medallas de la paz que el gobierno federal tenía por costumbre distribuir parcamente en los tiempos en que los representantes oficiales estadounidenses negociaban con los indios en pie de igualdad. Un collar decorado con dientes de animales incluye un disco de plata del tamaño de un platillo, obsequio del presidente Jackson en 1829. Otro collar, de garras de oso del año 1857, lleva una medalla del presidente James Buchanan. El texto correspondiente señala escuetamente: “Las medallas fueron menguando de tamaño a medida que cambiaba el equilibrio de fuerzas”.

Otra sección, llamada Nuestras vidas, muestra una galería de indios en la sociedad moderna. Tampoco en este caso se aprecia tono alguno de melancolía ni autocompasión, ni siquiera de reto o desafío.No se trata, pues, de una celebración del pasado, afirma Richard West, el director del museo, un abogado formado en Stanford y bisnieto de un jefe cheyene llamado Toro Rugiente: “Es un testamento de la vitalidad y la diversidad de estas culturas”.

Kahnawake ofrece algunos ejemplos del aspecto que debió presentar esta comunidad. Tómese, por ejemplo, el caso del juego. La reserva aloja a la Comisión del Juego de Kahnawake (KGC), creada en 1996, que regula el funcionamiento de las operaciones de juego on line en el territorio; funcionan varios sitios de juego bajo licencia de la KGC, únicos en su clase en Norteamérica. El gobierno canadiense ha tratado de clausurar la actividad, aunque siempre ha rehuido los enfrentamientos. Así que el juego y las apuestas –algunos los llaman el nuevo búfalo– son el principal sostén económico de Kahnawake... y del amplio resurgir indio.

De las 562 tribus reconocidas por el Gobierno federal de Estados Unidos, más de 200 realizan actividades de juego que generan ingresos por valor de 15.000 millones de dólares. Un dinero muy útil a la hora de pleitear para defender las tierras nativas americanas, pagar grupos de presión en el Congreso y contribuir a la creación de magníficos museos en Washington. Las tribus Mashantucket Pequot y Mohegan de Connecticut y la Oneida de Nueva York, concesionarias de tres de los casinos más rentables, aportaron 10 millones de dólares cada una.

Además –aspecto tal vez no tan llamativo– hay que hablar de la lengua mohawk, la última reserva de la cultura mohawk y de la identidad nacional. Desde 1900, el número de lenguas nativas habladas en Norteamérica ha descendido de 400 a alrededor de 175. Mohawk, una de las lenguas iroqueses, hablada actualmente principalmente por gente mayor, pareció hallarse también a punto de desaparición. Pero, poco a poco, refluye la marea. Se ofrecen cursos estivales de inmersión en lengua nativa, y como mínimo una reserva Mohawk, al norte del estado de Nueva York, posee una escuela primaria donde se enseña en su idioma.

Mejora la renta per cápita
Esta tendencia se inscribe en un movimiento más amplio de reafir-mación del legado indio. En 1900, sólo 240.000 norteamericanos, el 0,3% de la población, se identificaban como indios o parcialmente indios. Actualmente, tal proporción se ha cuadruplicado hasta alcanzar el 1,3% o, lo que es lo mismo, cuatro millones de personas, de genuinos americanos. Entre 1900 y el 2000, la renta per cápita de los indios creció en un 27%, por una vez no muy lejos de la media nacional.

Las viejas tradiciones y técnicas experimentan actualmente un redescubrimiento. Los primeros americanos desempolvan actualmente antiguas leyes y costumbres tribales que hubieron de abandonar deshonrosamente hace mucho tiempo.

En las planicies de Dakota del Sur podrán contemplarse nuevamente hasta manadas de búfalos. Ahora ya puede visitarse el más espléndido museo de Washington. Un museo que mira hacia delante, no hacia atrás. Es tentador atreverse a hablar de un nuevo renacimiento, una nueva aurora del pueblo indio. En cualquier caso, asoma inconfundiblemente un tenue resplandor en el este.

Rupert Cornwell, The Independent (LV, 26/09/2004)