Las siglas NN tienen su origen en la expresión latina nomen nescio, que significa desconozco el nombre, aunque normalmente se lee como Ningún Nombre, y sirve para etiquetar a los cadáveres sin identificar. Los cementerios, las fosas comunes y los ríos y embalses de Colombia están repletos de NN. “Son el reflejo de una fascinación por la guerra, las armas y la muerte de los bandos en conflicto reconvertidos en fábricas de pánico y perversión”, como explica un magnífico informe publicado hace un año por el Observatorio de Paz y Reconciliación del departamento de Antioquia.
No sólo se mata sin piedad, sino que además se ocultan los cadáveres para que nunca se encuentren. “Es como matar a una persona repetidamente. Una primera muerte física, una muerte definitiva cuando le arrebatan su personalidad y su nombre y una muerte permanente para sus familiares que viven en la incertidumbre sin saber si el desaparecido sigue vivo o fue asesinado”, indica el citado informe.
Río Negro es un pequeño municipio donde se encuentra el aeropuerto más importante de Medellín, la segunda ciudad de Colombia. Entre 1985 y finales de julio del 2008, se registraron 316 NN. Los nichos del cementerio forman pequeños edificios de seis plantas. Las más altas están ocupadas por los muertos sin nombre. Son los desaparecidos con suerte, porque otros van directamente al osario general aunque les persigue el estigma de la culpabilidad: “Si los desaparecieron, fue porque algo malo hicieron”.
Algunos nichos de NN han sido adoptados por ciudadanos anónimos que, quizá, buscan consuelo para sus propias pérdidas. Las lápidas están relucientes; las flores, frescas, y son custodiados por angelitos inmóviles sobre pedestales griegos. En una se puede leer: “N.N. Gracias por el favor recibido”.
Desde hace cinco años existe una ley de Justicia y Paz en Colombia aprobada por la coalición que apoya al presidente, Álvaro Uribe, y rechazada frontalmente por toda la oposición. Muchos consideran que sólo sirve para legalizar la conducta criminal de los grupos paramilitares. Los beneficios judiciales son muy elevados para quienes confiesan sus crímenes y ayudan a recuperar los restos de los desaparecidos. Con las reducciones de penas por buen comportamiento, asesinos patológicos apenas pasarán unos cuatro años recluidos aunque carguen con decenas o centenares de crímenes a sus espaldas.
La ley es muy injusta, maltrata a las víctimas e indigna a sus familiares. Pero su aprobación en el 2005 obligó a crear una fiscalía especial que ha permitido abrir la caja de Pandora de los crímenes colombianos. Cuatro mil combatientes paramilitares derechistas y más de 200 guerrilleros izquierdistas han aceptado colaborar con esa fiscalía. La mitad ya han prestado declaración, y centenares de testimonios están en proceso de verificación.
Los datos vertidos en estas confesiones son escalofriantes. En los más de 31.000 hechos delictivos confesados hay más de 43.000 víctimas, entre ellos 2.500 niños y 2.300 mujeres. Se han podido exhumar 3.140 cadáveres, encontrados en más de 2.500 fosas, de los que casi un millar han sido entregados a sus familiares y 597 ya tienen una posible identidad.
La fiscalía organiza las llamadas jornadas de atención a las víctimas municipio por municipio. Al principio, el miedo y la desconfianza endémica en las instituciones del Estado impedían el diálogo. “Llegábamos a municipios muy aislados y todo el mundo se escondía”, recuerda Luis González, jefe de la Unidad de Fiscales de Justicia y Paz. “Pero hoy hay que programar estancias más largas ante la llegada masiva de personas dispuestas a denunciar y a darnos una información valiosísima, incluidas muestras de sangre, indispensables para solucionar los miles de casos pendientes”, asegura.
Más de 70.000 víctimas han prestado su testimonio ante esta fiscalía. Un 60% jamás había hecho la denuncia. Las listas de desaparecidos ya superan los 27.000. “No me quedan dudas de que llegaremos a los 40.000 porque todavía nos falta anotar los desaparecidos de los grupos insurgentes de izquierda”, afirma el fiscal González.
Colombia va camino de superar a Guatemala, Argentina o Haití y convertirse en el segundo país del mundo después de Iraq en número de desaparecidos. A diferencia de lo que ocurre en otros países como Guatemala o Iraq, las fosas colombianas apenas contienen, de media, uno o dos cuerpos y están diseminadas a lo largo de todo el territorio nacional, lo que convierte su búsqueda en una empresa titánica. La fosa más grande encontrada hasta la fecha contenía 22 cuerpos.
EL REGUERO DE SANGRE. Pueblos como Granada (Antioquia) han sido utilizados como carne de cañón por todos los grupos armados del país, incluido el ejército colombiano. El reguero de sangre de dos décadas de violencia se puede formalizar en números: 400 personas asesinadas, 128 desaparecidas y 83 víctimas de minas antipersona. El censo de 19.500 habitantes en 1988, año de la llegada de los primeros jinetes mortíferos, ha quedado reducido a 9.800 en la actualidad, la misma población que en 1905, hace más de un siglo. El total de NN reportados en el municipio es de 338 casos desde enero de 1985 hasta junio del 2008.
La Asociación de Víctimas ha creado el Salón del Nunca Más, una especie de mosaico de la memoria donde se muestran los rostros y las historias truncadas de sus habitantes asesinados, desaparecidos o heridos, con el objetivo de que “todos nos miremos en un espejo como acto de reconciliación y de contrición colectivo”.
Un bello escrito titulado La voz de las víctimas homenajea a los ausentes y a sus familiares: “Unos ven el país detrás de un televisor, pero allí no están las víctimas. Son de carne y hueso, respiran y sufren solas, arrinconadas en el drama de las lágrimas. Detrás de sus voces hay un sitio donde viven los ausentes”.
La vergüenza de los falsos positivos
Hasta el 12 de enero del 2008, Fair Leonardo Porras Bernal, hijo de Luz Marina Bernal Parra (en la imagen), era un joven pacífico, con un coeficiente intelectual similar al de un niño de nueve años y querido por el vecindario de Soacha, una ciudad colindante con Bogotá. Ese día, su cadáver fue presentado con la identidad de un jefe guerrillero muy sanguinario, a centenares de kilómetros de su casa y enterrado en una fosa común.
Ocho meses después, se supo que los once cuerpos de guerrilleros dados de baja por el ejército pertenecían a jóvenes de Soacha de extracción muy humilde. Entre ellos estaba Fair Leonardo, que había recibido nueve disparos por la espalda, uno en la nuca. Los responsables de los crímenes le habían colocado una pistola en la mano que tenía inutilizada. Los militares fueron recompensados económicamente por estos crímenes.
Fue entonces cuando se comenzó a hablar de “falsos positivos”. El presidente Álvaro Uribe defendió primero a los militares y dijo que las víctimas “algo habrían hecho”. Al acumularse las pruebas, comentó que eran obra de unas cuantas “manzanas podridas” en el interior del ejército. Pero Philip Alston, relator de las Naciones Unidas, que investigó en Colombia esos casos, fue muy contundente cuando escribió que 1.800 crímenes “fueron llevados a cabo de una manera más o menos sistemática por una cantidad significativa de elementos del ejército” y que eran equiparables a los crímenes de Estado.
Hoy se acumulan más de 2.000 casos en la fiscalía. Los fiscales y los responsables de los institutos de medicina legal aseguran que estos crímenes se dispararon a partir del 2002, cuando Uribe ganó las elecciones. “El presidente podría ser enjuiciado por las pruebas que se han ido acumulando en las continuas investigaciones”, asegura un alto representante de la fiscalía. Añade que igual que Juan Manuel Santos, el candidato más firme para ganar las elecciones presidenciales y que fue ministro de Defensa durante los últimos años.
9-V-10, Gervasio Sánchez, magazine