Nunca en la historia de la humanidad se habían secuestrado, comprado y esclavizado sexualmente a tantas mujeres como ahora. La trata de seres humanos está documentada en 175 naciones y, cada año, 1,39 millones de personas -la mayoría, mujeres y niñas- pasan a engrosar la nómina de esclavos sexuales. Las cifras crecen y crecen y, según la periodista Lydia Cacho (México, 1963), que acaba de publicar Esclavas del poder (Debate), "muy pronto se superará el número de esclavos vendidos en la época de la esclavitud africana que se extendió del siglo XVI al XIX".
El libro de Cacho recoge la investigación que durante cinco años ha llevado a esta corajuda mujer a recorrer medio mundo (Turquía, Israel, Japón, Camboya, Birmania, Argentina, México, Senegal, Uzbekistán, España...) rastreando los flujos del tráfico de mujeres, y entrevistando a víctimas, clientes, proxenetas, militares, políticos, mafiosos, banqueros, policías, sicarios, familiares... disfrazándose si era menester -a la manera de su admirado Günter Wallraff-, por ejemplo, de novicia para pasear sin peligro por un barrio mafioso de México, o de turista para visitar un prostíbulo de jóvenes en Tokio. El resultado de su trabajo no ofrece lugar a dudas: pese a las versiones oficiales que minimizan la cuestión y a la tendencia occidental de mirar hacia otro lado, este negocio vive -protegido por múltiples poderes- su momento de máximo esplendor.
"Las mismas fuerzas que tendrían que haber erradicado la esclavitud -afirma Cacho, refiriéndose a la economía de mercado y al mundo global- la han potenciado a una escala sin precedentes". Además, se ha impuesto, en el terreno de las ideas, "una cultura de normalización de estas prácticas, vistas como un mal menor".
Cacho -que fue torturada y encarcelada en México en el 2005 por sus denuncias sobre pornografía infantil- demuestra en su libro cómo los grupos criminales actúan en connivencia con el poder político y económico. Una imagen puede simbolizarlo: en la ciudad japonesa de Kobe, "varios policías vestidos de civil" protegían la entronización del nuevo padrino de la mafia. Menos espectacular, pero igualmente revelador, la periodista detalla cómo en Europa y EE. UU., a pesar de sus leyes contra el tráfico, se permite de facto. "En EE. UU. -afirma Cacho- ser cliente de prostitución está penado por la ley. Sin embargo, miles de centros nocturnos, casas de masajes y servicios de acompañantes se anuncian en los diarios más prestigiosos".
La periodista, que ha llegado a hablar con madres que le vendían a sus hijas, explica cómo "naciones profundamente religiosas, como Turquía" no solamente han legalizado la prostitución "sino que el propio gobierno maneja los burdeles" mientras, en el polo opuesto, "Suecia ha penalizado el consumo de sexo comercial". Y, en Pattaya (Tailandia) ha hablado con niñas de diez años "que tenían seis o siete clientes de yum-yum (sexo oral) todos los días del año".
En su estancia en Israel y Palestina, Cacho ha comprobado que, bajo el conflicto, late un drama oculto: la creciente desaparición de adolescentes y jóvenes, ya sea para prostituirlas o para vender sus órganos. En el 2007, un juez obligó a unas chicas violadas a casarse con sus verdugos ya que "el padre las había vendido y las niñas ya no eran honorables" pues habían perdido su virginidad. Aunque Israel reconoce sólo 2.000 casos, diversas ONG hablan de 20.000 prostitutas, la mayoría "forzadas y sometidas a una deuda con sus traficantes".
El libro detalla los mecanismos de funcionamiento de las mafias, a las que describe no como "grupos aislados" sino como una industria organizada que, además, paga impuestos con sus negocios legales o tapaderas. Cacho cuenta cómo, cuando los empresarios pierden a sus esclavas por cualquier motivo, "en 72 horas sus brókers ya tienen a las suplentes".
La autora consagra un capítulo a la guerra y muestra cómo, por ejemplo, en la de Iraq el ejército norteamericano usó en algunos casos la violación como arma intimidatoria - a la manera de los serbios en Yugoslavia-y cómo, a pesar de las declaraciones oficiales, EE. UU. auspició la creación de nuevos circuitos prostibularios en el país invadido.
Asimismo, analiza con detalle los modos en que los hombres se convierten en proxenetas - apadrinamiento y tradición familiar, básicamente-y sobre todo cómo ejercen su labor, usando las nuevas tecnologías - las redes sociales de internet-y desarrollando unos mecanismos para domar a las chicas.
El fenómeno no es anecdótico. La explotación sexual comercial es la forma de trata de personas más extendida en el mundo (79% del total), seguida del trabajo forzado (18%), recuerda Cacho. El 3% restante lo componen la servidumbre doméstica, el matrimonio forzado y la extracción de órganos.
Los tratantes que abastecen el mercado español captan a sus chicas en Brasil, Surinam, Colombia, República Dominicana y las Antillas. Grupos de ultraderecha aportan dinero para que las prostitutas se sindicalicen y las mafias en España dirigen 4.000 burdeles que generan 18.000 millones de euros al año de ganancias.
La presencia de una menor en el local de alterne corrió como la pólvora. Se convirtió en el patético reclamo para una clientela sin escrúpulos, que pujaba por tener contacto íntimo con alguien menor de 18 años. Eso es lo que estaba pasando en el distrito barcelonés de Sants-Montjuïchasta que hace un par de semanas intervino la Guardia Urbana. Agentes especializados localizaron a una chica de 17 años. Estaba ejerciendo la prostitución en un rudimentario club de barrio. El prostíbulo se llama Pandora. El dueño del establecimiento fue detenido y actualmente se encuentra en libertad bajo fianza a la espera de juicio. El encargado del club también fue arrestado. Ahora, la adolescente, de origen dominicano, trata de reconducir su vida, va a cursos de catalán y espera entrar el año que viene en el instituto y acabar el bachillerato.
En el Pandora sólo trabajaban dos mujeres, la menor y su hermana. Ellas conformaban la única oferta sexual del club. La mayor de las dos chicas explica a este diario que respondieron a un anuncio en el que se pedían masajistas, pero al poco de llegar "nos dimos cuenta de que íbamos a tener que hacer servicios sexuales". Despojada de todo sentimiento, explica que desconocía que en España una menor no puede ejercer la prostitución. "No me parece raro que una menor estuviera haciendo servicios sexuales porque el aspecto de mi hermana es como el mío, no aparenta la edad que tiene", afirma esta joven sin que se trasluzca un ápice de conmoción al abordar el caso de la menor.
El propietario del local fue acusado de proxenetismo, corrupción de menores y delitos contra los derechos de los trabajadores. Ahora está en espera de juicio. Es un ciudadano boliviano, Wilfredo A. F., de 32 años, dentista de profesión. Mientras espera el futuro veredicto de la justicia, parece no importarle lo ocurrido a tenor de lo que explica la hermana de la adolescente. "Nos ha estado llamando continuamente para que volvamos al club. El otro día habló con mi hermana pequeña y le propuso un encuentro con nosotras. No volveremos allí, además nos debe mucho dinero". Porque según explica esta mujer y confirman fuentes del caso, Wilfredo A. F. se quedaba, al menos, con la mitad de lo que cobraban las hermanas. "Era muy exigente: nos hizo comprarnos faldas cortas y blusas sensuales", añade esta testigo de excepción de lo que ocurría en el club Pandora.
Según datos que obran en la investigación, por un servicio de la menor se cobraba una media de 200 euros, de los que 100 iban a parar al dueño del local. Las entradas y salidas solían anotarse en una agenda, donde se pone de manifiesto la intensa labor sexual que la adolescente desarrollaba. "Empezábamos a trabajar a las once de la mañana y no salíamos antes de las doce de la noche", comenta la chica, quien añade que en alguna ocasión vinieron amigos del propietario que pidieron estar con las dos. "Yo hacía más servicios que mi hermana porque a ella no le gustaba", puntualiza.
Según el relato de esta mujer, llegaron a España hace diez meses. Su madre vive aquí y, cuando las autoridades le entregaron a la adolescente tras la redada en el club, declaró no saber que sus hijas estaban practicando la prostitución.
La investigación de la Guardia Urbana se puso en marcha después de varias quejas vecinales. Los rumores de que había una menor realizando sexo de pago se había extendido. Un equipo de paisano irrumpió disimuladamente en el local y luego fue todo rodado. Al poco, les ofrecieron a las chicas. Los agentes llegaron a la conclusión de que, al menos una de las chicas, era menor de edad y procedieron a la intervención. Mientras hablaban con las mujeres, llegó el dueño del club y quedó detenido al instante.
4-VI-10, X. Ayén/E. Figueredo/N. Vázquez, lavanguardia