Me lo cuenta un amigo funcionario: antes compraban botellas de agua mineral de la más cara y ahora llenan jarras con agua del grifo, sobre todo cuando hay reuniones susceptibles de ser fotografiadas por los medios. Ya no hablan de marcas de agua (la última moda antes del crac) y prefieren morir de un ataque de tos antes que probar el anónimo líquido que tienen delante, salido de las prosaicas tuberías que llegan hasta esa oficina de un organismo público que debe dar ejemplo. La austeridad se ha convertido en la palabra fetiche de nuestra época. Recorten por aquí, recorten por allá. Y, sobre todo, recorten en aquello que se ve más y que se identifica con el lujo. El poder democrático necesita mostrarse austero para poder exigir sacrificios sin que el discurso parezca una broma. Hace un año, el político que iba de austero era calificado de avaro o de cutre por sus colegas; hoy, es un modelo que imitar.
Pero la austeridad es la respuesta a otra pregunta, que no tiene nada que ver con la crisis. La austeridad es una actitud deseable siempre cuando se habla del dinero del contribuyente. Y también cuando se habla de los negocios de cada hijo de vecino. A mi otro amigo, un pequeño empresario, le llamaban tonto porque no quería tirarse a la piscina para conseguir esos beneficios espectaculares que, según los enterados, estaban esperando a la vuelta de la esquina. A fecha de hoy, mi amigo mantiene su actividad y todos los empleos que de ella dependen; los mismos que ayer le menospreciaban hoy le envidian, porque ha conseguido mantenerse a flote, incluso sin firmar un solo crédito, a la manera antigua del que no gasta lo que no tiene.
El énfasis actual en la austeridad de los políticos tiene trampa, porque tapa el debate verdaderamente importante: el de la prioridad de las políticas que hay que hacer. De nada me sirve que los gobernantes dejen de beber agua embotellada si las decisiones que toman son tan absurdas como llenar el país de desalinizadoras que funcionan a medio gasy que, además, producen agua potable a un coste energético terriblemente alto. Repito: la austeridad es virtud intemporal; lo sustancial de la crisis es mejorar la calidad de la toma de decisiones, a partir de las necesidades colectivas y del esquema de prioridades que debe contener un programa de gobierno. ¿Qué es lo más necesario para que el país funcione y no pierda oportunidades? Esta es la pregunta que trata a los ciudadanos como adultos. Lo otro, el recorte de coches y comidas oficiales, sirve para calmar los ánimos, pero no pasa de mera gesticulación. Sobre todo si, como ocurre en las Españas, no responde a la tradición. Para entendernos: lo peor de ese Ministro que cada día almorzaba en el restaurante más caro (hasta que le avisaron) no es su despilfarro, sino otra cosa, menos visible: la vergonzosa improvisación en su gestión diaria.
11-VI-10, Francesc-Marc Álvaro, lavanguardia