Hay escritores que le meten el dedo en el ojo al lector, en busca de la lagrimita fácil. El esloveno Boris Pahor, a punto de cumplir 97 años, superviviente de la barbarie nazi, un titán de las letras poco dado al sentimentalismo, la autocompasión o las concesiones, lo mete en la llaga o en otro sitio. Ayer presentó en Barcelona, en el Instituto Italiano de Cultura, su obra magna, Necrópolis, traducida al castellano por Anagrama, aunque existía desde el 2004 una versión en catalán de la editorial Pagès.
Doblemente perseguido, primero por Mussolini por su pertenencia a la minoría eslovena de la italiana Trieste y luego por la maquinaria de matar hitleriana por su militancia antifascista, Pahor publicó su libro en 1966, en su lengua natal, el esloveno. Pese a su altísima calidad, a su monumental alegato contra la maldad, la obra vivió en la penumbra hasta hace poco, cuando la descubrió el mercado italiano y se ha acabado convirtiendo en un fogonazo mundial.
Y todo ello gracias a un hombre con unos hermosos ojos azules, bajito yde aspecto frágil, pero con una fuerza hercúlea. No sólo porque a su avanzada edad aún sigue cogiendo el autobús en Trieste o porque insistió en ir andando desde su hotel hasta el Instituto Italiano de Cultura. O por su valentía para viajar solo por el mundo, aunque esta vez le acompaña su hijo. Hercúleo porque ha hecho lo imposible. Él mismo dijo ayer que narrar su cautiverio en los campos de trabajo nazis, donde estuvo esclavizado, en Natzweiler-Struthof, en Alsacia, o en Dachau y Dora, en Alemania, nunca logrará revivir en el lector las humillaciones, las palizas, el frío, el hambre y la muerte omnipresentes. La deshumanización.
Pero él se acerca mucho. Quien lea sus páginas descubrirá el canibalismo y sabrá lo que es vivir como un "hombre cebra", como un ser "de fuego y ceniza". Tendrá por brazos "ramas secas", "costillas de madera cubiertas de piel de escamas" y "pupilas de vidrio". Verá "un mal que supera todas las dimensiones de la imaginación". Sabrá por qué los esqueletos andantes salían de noche disparados hacia las letrinas, devorados por la disentería, con un dedo en el ano, para evitar dejar un reguero de heces. Y temblará ante los "legisladores del miedo", los soldados, los kapos.Pahor sólo ha fallado en una cosa. "Nunca podréis penetrar en el abismo del mal con que fue castigada nuestra fe en la dignidad humana", afirma. Su obra, tardíamente reconocida, pero ya unida a la de Imre Kertész o ala de los desaparecidos Primo Levi, André Ragot o Robert Antelme, le desmiente. El lector vislumbra el precipicio gracias a un relato duro como el hierro. Como sus metáforas. El horno crematorio era "una ballena metálica", "una herrería de la muerte", "una esfinge férrea", "una garganta de metal" .
El autor es inflexible incluso consigo mismo y no se perdona que una vez, una única vez, comerciara con la desesperación e intercambiara cigarrillos por un poco de pan. Tampoco se excusa por el olvido de Zora Perello, "la Ana Frank eslovena", de cuyo silenciado sacrificio se siente corresponsable: "No ha pasado a la posteridad por el alma mezquina de nuestro pueblo". Palabras excesivas e injustas para alguien que, como intérprete o como enfermero, compartió barracones con moribundos por los que hizo cuanto pudo. "Quién sabe, quizá alguno de ellos se salvó, y tan sólo esa posibilidad valió toda una vida humana". Como recuerdo de su sacrificio le quedó una tuberculosis que lo mantuvo internado un año en un sanatorio francés tras el fin de la guerra.
Necrópolis es una experiencia desasosegante, uno de esos escasos libros que transformará al lector. El rigor por los detalles se aúna con el análisis más incisivo, con el estudio de la culpa individual de cada uno de los guardianes y de la culpa colectiva del pueblo alemán. Lo triste, sostiene su autor, es que un relato así, escrito hace más de 40 años, tenga hoy más vigencia que nunca. "No hemos aprendido nada de la experiencia del siglo XX y seguimos viendo con indiferencia cosas tan terribles como aquellas, incluso peores", asegura ante un auditorio cautivado por su lucidez y vitalidad. ¿Puede haber algo peor que las flores rojas que noche y día salían de las chimeneas de los hornos crematorios? Pahor está convencido de que sí. La indiferencia es peor. Por eso se aplica en recorrer colegios para contar la otra historia. "Sabemos mucho de batallas, de generales. ¡Pero tan poco del sufrimiento! Hasta en el horror parece haber categorías y los campos de exterminio han oscurecido los campos de trabajo, donde se buscaba lo mismo, la muerte, pero a través de la extenuación".
El escritor supo en fecha tan temprana como 1945 que tenía por delante una tarea titánica. Recuerda que aquel año se hizo en Francia una exposición con las fotos terribles que se tomaron tras la liberación de los campos y presenció como dos mujeres pasaron de largo, exclamando: "Nous avons déjà assez", que se podría traducir como "ya tenemos bastante" o "todo esto ya cansa". La indiferencia. Y sólo era 1945.
¿Qué decir hoy?, se pregunta, "cuando algunos jóvenes resucitan el saludo de ´Heil, Hitler´, cuando la lengua y la cultura de minorías como la mía siguen en peligro, cuando es más evidente que nunca que no hemos alcanzado la sabiduría y que los horrores pasados no nos han vacunado contra nada". Ahí está el mérito de Necrópolis,en su intento de "protegernos del olvido humano, de su mezquindad y de la inconstancia de su conciencia". El trabajo os hará libres, proclamaron los verdugos. Con este libro de capacidad redentora se descubre que la literatura, sí.
La literatura nos hará libres.
Las cucharas de Levi
El italiano Primo Levi (1919-1987), otro superviviente de la barbarie nazi, explica su paso por el campo de Auschwitz en un libro autobiográfico y demoledor, Si esto es un hombre (Muchnik). Una de las pertenencias más preciadas en los barracones, constante objeto de trapicheos en el mercado negro, eran las cucharas. La mayoría de los prisioneros no tenía. Y había quien las fabricaba con hojalata. Era necesario llevárselas a la boca con mucho cuidado porque su filo cortante causaba no pocas heridas. Cuando el campo fue liberado y se demolieron algunos almacenes, aparecieron "toneladas y toneladas de cucharas". El escritor descubrió entonces que si no se las habían dado no era porque no había, como llegó a pensar, sino porque al obligarles a tomarse aquella mísera sopa como perros, los verdugos daban un paso más. Así supo que el fin último del nazismo no sólo era el exterminio. También lograr deshumanizar a sus víctimas.
Las joyas de Kertész
Premio Nobel de Literatura en el 2002, el húngaro Imre Kertész, de 80 años, ha destilado su experiencia de deportado adolescente en Auschwitz y Buchenwald en varias obras. Una de las más brillantes es su novela Sin destino (Acantilado). El protagonista, György, explica que lo metieron en un tren "de trabajadores" con rumbo a Alemania, en un vagón atestado de judíos, sin agua y con un cubo para que todo el mundo hiciera sus necesidades. Tras varios días de marcha, antes de cruzar la frontera húngara, un policía se asomó por un ventanuco y les pidió que le dieran todos sus objetos de valor ("adonde os dirigís, no los necesitaréis, y al fin y al cabo todos somos húngaros"). Los deportados le pidieron a cambio un poco de agua. El policía aseguró que lo haría, pero que primero quería ver las joyas, y como al final no hubo acuerdo, explotó de rabia: "Judíos asquerosos, pretendéis hacer negocios hasta con lo más sagrado".
15-VI-10, D. Marchena, lavanguardia
Testigos del mal
La narrativa del genocidio nazi ni cesa ni debe medirse con raseros de calidad artística. Lo que cuenta es que, como pide el Nobel húngaro Imre Kertész, cautivo en Auschwitz y autor de Sin destino (1975), es que la literatura nunca trivialice la feroz e intraducible crueldad vivida por los que sobrevivieron al paroxismo del mal. En este sentido no hay tendencias ni corrientes que destacar desde que comenzó el flujo de textos escalofriantes, algunos de ellos magistrales y hoy clásicos, que nos revelaron el sufrimiento de hombres y mujeres en los abismos de abyección de los campos de exterminio. Creo que uno de los primeros en fecha tan temprana como 1947 fue La especie humana, de Robert Antelme, esposo de Marguerite Duras y miembro de la resistencia, que pasó por Buchenwald, Gandersheim y Dachau y más tarde se suicidó. Si esto es un hombre, de Primo Levi, se conoció también en 1947, y el impacto en la opinión pública europea fue rotundo quizá por la singular mezcla horror y - pese a todo-de optimismo humanista que transpiraba su testimonio. Primo Levi también se quitó la vida.
En 1963 apareció en catalán una soberbia novela, la primera que leí sobre el tema, K. L. Reich, de Joaquim Amat Piniella, sobre sus cinco años de reclusión en el infierno de Mauthausen. Leer la obra y hablar con el autor me heló la sangre. Coincidió con la publicación de El largo viaje, de Jorge Semprún, y sus vivencias de Buchenwald. Y luego el libro capital de Jean Améry, Más allá de la culpa y la expiación, el poemario de Nelly Sachs En las moradas de la muerte...La bibliografía es un incesante suma y sigue porque, como escribe Claudio Magris en el prólogo a Necrópolis,del triestino Boris Pahor - narra su regreso al cabo de los años al campo de trabajo de Natzweiler-Struthof, en Alsacia-que ahora nos llega, "el mal es fuerte, es una savia pútrida que continúa envenenando la historia". Se trata, pues, de mantener visibles las cicatrices de "aquella maldad diabólica", en palabras del novelista David Lodge tras visitar Auschwitz. El dolor y el bochorno que el tiempo no debe mitigar.
Robert Saladrigas, 15-VI-10, lavanguardia