Sería Avatar, sólo que la imparable extracción de petróleo de las arenas petrolíferas del oeste canadiense difícilmente va a tener un final feliz. Enormes excavadoras y megacamiones Caterpillar 797 de 400 toneladas, tan altos como un bloque de tres plantas, avanzan implacablemente por un paisaje lunar a ambas orillas del río Atabasca, antes tierra de caza y pesca de las comunidades indígenas. "Es mucho más terrorífico que en la película", dijo Myles Kitagawa, de la ONG Toxics Watch, tras visitar una mina.
En Fort Chipenwuan, a 400 kilómetros río abajo de las plantas de procesamiento y las maloliente balsas de residuos tóxicos cubiertas por un espesa capa de bitumen, pescadores como Robert Lajambe, de la tribu cree, sacan pequeños monstruos del lago Atabasca: "He sacado muchos lucios con sacos de pus colgados de la boca", dice. Según el médico del pueblo, John O´Connor, los casos de cáncer entre el millar de habitantes de Fort Chipenwuan se sitúan un 30% por encima de la media, con tres casos seguidos de cáncer de conducto biliar. "Es imposible saber a ciencia cierta por qué, pero debería estar sonando la alarma", reflexiona.
No suena porque el estado de Alberta, y Canadá, en general, se han contagiado de la fiebre petrolera. Gracias en parte a las arenas bituminosas, Canadá ya es el primer exportador de petróleo a EE.UU., con una producción diaria algo superior a un millón de barriles de crudo, elaborado a partir del bitumen o betún. Conforme las minas de superficie y los pozos de extracción profunda se van extendiendo por un área dos veces más grande que Catalunya, el objetivo es convertirse en el productor mundial número dos tras Arabia Saudí .
En Beaver Lake, otra comunidad cree ha presentado una demanda contra el Gobierno de Alberta tras el reparto de miles de concesiones a precio de ganga –los royalties son los más bajos del mundo– para los pozos profundos que utilizan vapor para ablandar el bitumen –una sustancia de la textura de alquitrán– y así bombearlo a la superficie. "Estamos rodeados", dice Ron Lameman, uno de los líderes de la comunidad cree en Beaver Lake. "Estamos preocupados por los acuíferos y los alces".
Fort McMurray, capital de la fiebre del oro negro-marrón, tiene su propios problemas: crecimiento demográfico explosivo y drogadicción endémica. La mano de obra de compañías como Shell, Total o las canadienses Syncrude y Suncorp reside en grandes campamentos al lado de las instalaciones petroleras en los que, según el investigador Andrew Nikforuk, el consumo de cocaína crack está tan generalizado que "existe un mercado negro de orina para pasar las pruebas de las empresas petroleras". En el Boomtown Casino, un jueves a finales de junio cientos de trabajadores gastaban sus petrodólares en máquinas tragaperras: "Tengo tres trabajos y gano entre 30 y 80 dólares la hora, pero Fort McMurray no tiene alma", explicó el nigeriano Ola Babs.
Hace más de un siglo que se saca petróleo de las arenas. Pero la fiebre se agudizó a mediados del 2000, cuando el precio del barril de crudo alcanzó los 125 dólares.
EE. UU. empezó a presionar para reducir su dependencia de Oriente Medio y Venezuela. "Hace diez años, muchos dudábamos de si esto llegaría a ser viable", dice Preston McEachern, técnico del Departamento de Medio Ambiente del Gobierno de Alberta. Ahora, se pretende invertir un billón de dólares en cinco años.
Dos nuevos oleoductos se construyen ya: uno para llevar el bitumen desde Fort McMurray al puerto de Kitimat, para su exportación a China, y otro hacia el gran vecino del sur. "Si conseguimos sacarlo todo, tendremos más reservas que los saudíes", dice McEachern.
Pero el coste medioambiental de "sacarlo todo" es difícil de imaginar. Los megacaterpillar excavan dos toneladas de tierra y bosque boreal por cada barril de petróleo producido y se precisa el equivalente energético de un barril de petróleo para extraer cuatro barriles del hidrocarburo. Por eso, el petróleo de Alberta genera dos veces más emisiones de gases invernadero que el petróleo convencional. Sólo en producción..
Aunque se recicla agua, por cada litro de crudo obtenido en Alberta se gastan tres de agua del Atabasco, necesaria para separar el bitumen de las arenas extraídas en las minas de superficie o para el vapor utilizado en los pozos subterráneos. Esto y los escapes desde las balsas de residuos, explica Robert Schneider, de la Universidad de Alberta, amenaza un sistema fluvial que desemboca en el Ártico.
El Gobierno responde que, una vez agotadas las minas, se recuperarán los bosques y humedales, pero reconoce que reconstruir ecosistemas es complejo, y aún más en las zonas de los residuos líquidos. "¡No existe río industrial que no tenga escapes!", se defiende McEachern. Pero antes de la fiebre petrolera, nadie habría calificado el Atabasca de "río industrial".
En la oficina del consejo tribal de la comunidad cree, en la orilla del lago Gregoire, se ha colgado una copia vieja de los artículos del tratado de 1899: "La reina de Gran Bretaña e Irlanda (...) y los cree, chipenwan, nutria y otros indios (...) acuerdan (...) el derecho de los indios a cazar y pescar salvo en aquellas extensiones que, de vez en cuando, pueden usarse para actividades madereras o mineras".
3-VIII-10, A. Robinson, lavanguardia