Lo último que enfrenta a derecha e izquierda en este delicioso país no es el modelo de sociedad, ni el educativo, ni Afganistán, ni siquiera el huelgón del 29. Lo último es la figura del liberado sindical, donde Esperanza Aguirre metió sus blancas manos y soliviantó el gallinero. Los liberados son un bocado populista de primera calidad para determinado electorado conservador. Poner en ellos la intención política le proporciona a la presidenta Aguirre un aire de valentía, muy de Margaret Thatcher, que se vuelve a llevar en las pasarelas de derechas. Y en un país de 4,6 millones de parados y frecuentes despidos, denunciar a alguien que, al decir currante, "no da palo al agua" y además es intocable, inspira instintos justicieros. En algunos. En las filas de la izquierda, es una agresión a los derechos del trabajador, de los sindicatos y de la democracia misma. Aquí nadie anda con medias tintas.
Sin embargo, la señora Aguirre, cuya audacia pasará a la historia, todavía no hizo nada del otro mundo. Ni siquiera concretó sus intenciones. Se limitó a anunciar que ajustará el número de liberados al que les corresponde por ley en el sector público regional. Pero, como en Madrid gobierna la prensa, que pone y quita ministros -sobre todo ministras-, la verdad oficial es la dicha en letra impresa: va a por los liberados, lo cual le reportará un ahorro de 70 millones de euros/ año. Una pasta. Yo sólo digo: si sólo se trata de cumplir las leyes (Libertad Sindical y Estatuto de los Trabajadores), ¿dónde está el problema? Si hay una ilegalidad, los sindicatos debieran ser los primeros en corregirla. Y si esa ilegalidad ocurrió en el sector que administra Aguirre, es ella quien tiene que responder y enmendar.
Lo que ocurre es que este escarceo ha servido para descubrir la existencia de un enigma: no se sabe cuántos liberados hay en empresas y organismos públicos. El Gobierno central lo oculta como un delito, lo cual hace sospechar lo peor. Una diputada del PP hizo cien preguntas en el Congreso, y es como si hubiera preguntado cuántas veces fornica un ministro: de eso no se habla. Así se formó la opinión pública que late bajo la polémica: cuando algo se oculta, es que algo muy gordo hay que esconder. El resto es literatura rimbombante de las dos Españas, siempre dispuestas a relucir las mejores navajas de las contiendas: derecha antiobrera, sindicatos de la mamandurria y otras delicadezas.
Estamos en España, señores. En vez de denunciar los abusos que puedan existir, se da por supuesto que todo es un abuso. En vez de corregir los excesos, se meten en la trinchera para invocar la agresión. En vez de fomentar la transparencia, se crea un sector opaco y, por tanto, indefendible. Y en vez de sentarse a hablar de forma razonable, se pelean con tono beligerante. Ni un dato; sólo la agresión. Y todo esto, a menos de dos semanas de la huelga general. ¡Viva la oportunidad!
16-IX-10, Fernando Ónega, lavanguardia