´Una de piratas´, Josep Maria Ruiz Simon

Cuenta san Agustín, en el libro cuarto de La ciudad de Dios,lo que con ingenio y verdad le respondió al célebre Alejandro Magno un pirata caído prisionero. El rey en persona le había preguntado: "¿Qué te parece tener el mar sometido al pillaje?". Y esta fue su respuesta: "Lo mismo que a ti el tener el mundo entero. Sólo que a mí, como trabajo con una ruin galera, me llaman bandido, mientras que a ti, que lo haces con toda una flota, te llaman emperador." Apuntan los eruditos que Agustín tomó esta anécdota de La República de Cicerón, que se conserva fragmentariamente. Lucio Furio Filón, uno de los protagonistas de este diálogo, habría querido ilustrar con ella la vieja opinión del Trasímaco platónico según la cual lo justo o lo que se denomina como tal suele ser lo que conviene al poderoso. O, tal vez, habría pretendido colorear lo apuntado poco antes por su amigo Publio Cornelio Escipión: que no es precisamente la justicia, a menudo contraria al interés, lo que hace ricas las ciudades y permite crecer a los imperios.

San Agustín, por su parte, subraya con la historia del pirata y el emperador la semejanza entre un reino injusto y una banda de delincuentes. Si a un reino le quitamos la justicia, apunta el obispo de Hipona, se convierte en una banda de ladrones a gran escala. Y las bandas de ladrones, que se rigen por un jefe, se comprometen en un pacto mutuo y se reparten el botín según la ley por ellos aceptada, son como reinos en pequeño. Si una de estas bandas creciera, por la suma de nuevos grupos, y con ella creciera su poder de establecer cuarteles, de tomar ciudades y de someter pueblos, podría autodenominarse abiertamente "reino", un título que no depende sino del grado de impunidad lograda.

Ni el fragmento de Cicerón, conservado gracias a una cita tardía de Marcelo Nonio, ni Agustín de Hipona explican cómo terminó la historia del emperador y el pirata. Las primeras noticias al respecto sólo se remontan al siglo XII. Se deben a Juan de Salisbury.

En un capítulo de su Policraticus dedicado a glosar la paciencia como una de las cualidades que deben adornar al príncipe cuenta que, tras oír al deslenguado pirata, al que denomina Diónides, Alejandro lo perdonó y lo acogió entre sus más estrechos colaboradores. Este desenlace, que le da la vuelta al sentido del episodio revistiendo de virtud el poder apenas desnudado, se encuentra tras el uso que hacen de la anécdota Boccaccio, en una de sus cartas, y François Villon en su Testamento. Ambos, tras equipararse a Diónides, juegan a convertir interesadamente lo que era una elocuente fábula sobre el poder político y sus orígenes en un en apariencia melifluo cuento sobre los efectos benéficos que la compasión de los poderosos puede tener en la fortuna de los desgraciados. Sobre todo en la de los escritores que, en busca de mecenas, recurren a la estrategia de dar a entender que están en el secreto.

26-X-10, Josep Maria Ruiz Simon, lavanguardia