Rita Levi-Montalcini, una Nobel radical de 102 aņos

El último 22 de abril Rita Levi-Montalcini  cumplió 102 años. Cuando, dos años antes, la ilustre neurobióloga italiana llegó a centenaria, rechazó celebraciones y obsequios. Como todos los días, por la mañana se pasó por el European Brain Research Institute de Roma, fundado por ella, para seguir las investigaciones de un grupo de mujeres científicas.

A lo largo de la jornada alguien quiso conocer su visión del futuro. Respondió con absoluta naturalidad, defensora del testamento vital y la eutanasia, que iba a seguir con su ritmo de trabajo hasta el día en que ya no fuese capaz de pensar. Entonces, aseguraba, pedirá que la ayuden a tener una muerte rápida y, primordialmente, digna.

  

Hace muchos años que siento una devoción muy entrañable por Rita Levi-Montalcini. Creo que es una de las pocas criaturas de esa humanidad nuestra, cada vez más absurda, que me inspiran un auténtico sentimiento de admiración sin reservas.

Concretamente desde que hace bastantes años - en los noventa-leí su libro de memorias, El valor de la imperfección (acaba de reeditarse), donde descubrí su talla científica y, sobre todo, me maravilló el excepcional coraje de esa mujer cuya biografía es sin duda única desde que en 1909 nació en Turín, la ciudad de las colinas y el olor a hollín que asfixiaba a Pavese, en una familia judía de clase media.

El padre, ingeniero eléctrico, deseaba que su hija se preparase para ser una buena ama de casa; su madre era pintora, como lo fue Paola, la hermana gemela de Rita. Pese a ser alérgica a la levadura, trabajó en una panadería para costearse los estudios de Medicina. En 1936 se doctoró en neurocirugía. Cuando dos años más tarde Mussolini anunció en Trieste el Manifesto della Razza que prohibía toda actividad a los judíos, Rita montó su propio laboratorio en casa hasta que la entrada de los alemanes la llevó, judía y antifascista, a huir a Estados Unidos, a la Universidad de Washington, en Saint-Louis, donde permaneció treinta años, yendo y viniendo de Roma.

En 1986, a los 77 años, se le otorgó el Nobel de Fisiología y Medicina - compartido con su colaborador Stanley Cohen-por sus hallazgos sobre el factor de crecimiento de las células cerebrales (NCF), obtenidos dos decenios antes. No me van a negar que su peripecia vital y científica deslumbra.

Nunca ha cesado de investigar, de divulgar - acaba de traducirse Las pioneras. Las mujeres que cambiaron la sociedad y la ciencia desde la Antigüedad hasta nuestros días-,a la vez que mantiene su férreo compromiso ético con las opciones sociales más progresistas. En el 2001 el presidente Ciampi la nombró senadora vitalicia. Por supuesto que ha sido siempre de izquierdas, defensora de la igualdad de los sexos y de la capacidad intelectual de los hombres y las mujeres (ella y sus numerosas discípulas lo avalan).

Contraviniendo las aspiraciones de su padre, no se ha casado. No hace mucho y por enésima vez afirmaba con sorna: "Yo soy mi propio marido". Sin embargo, no se trata de una mujer solitaria ni introvertida, ni a nadie se le ha ocurrido la estupidez de referirse a una hipotética ambigüedad sexual. Eso da una idea del respeto que su figura impone. Lo curioso es que su imagen - de persona muy anciana-causa una falsa impresión de precariedad.

Pero no se olvide que estamos ante una luchadora tenaz, coriácea, aunque elegante en las formas y con sentido del humor. Si siguen creyendo que hay algo frágil en ella, lean las reflexiones que le suscita la vejez en su libro El as en la manga,también reeditado; o busquen en las fotografías sus ojos empequeñecidos bajo los párpados caídos, entre arrugas y bolsas flácidas. Son verdes, de un verde cristalino, y su mirada vivaz posee una intensidad que no refleja en modo alguno fatiga por lo que han vivido y han visto en el curso de un siglo agobiante. Por mucho menos su paisano Cesare Pavese entró en el albergo Roma de Turín, se aflojó el nudo de la corbata y engulló un tubo de barbitúricos.

Así que no consigo asociar la debilidad con Rita Levi-Montalcini. Es lógico que su cuerpo muestre la erosión del tiempo, pero su mente es hasta el momento inmune a los estragos de la senilidad. Nadie mejor que ella sabe que la fuente de la vida se oculta en el cerebro y que mientras este genere valiosos pensamientos que brotan del hemisferio izquierdo - no se cansa de repetir que el derecho está menos desarrollado y es más peligroso-,vale la pena seguir. Como ella lo hace, seguramente imperfecta pero ejemplar.

10-VIII-11, R. Saladrigas, lavanguardia