Anna Hazare, un nuevo Gandhi contra la corrupción

El fantasma de Gandhi y el fantasma de la plaza Tahrir parecen haberse conjurado para que el Gobierno indio no pegue ojo. Anna Hazare, un taciturno activista gandhiano empeñado en una cruzada anticorrupción, se ha convertido en la pesadilla de otro septuagenario no menos discreto, el primer ministro Manmohan Singh.

El martes por la mañana, cuando Hazare se disponía a cumplir su promesa de iniciar una huelga de hambre en Delhi, arropado por miles de seguidores, fue enviado a la cárcel. El arresto fue contemplado en directo por decenas de canales de noticias.

 

La subsiguiente movilización ciudadana ha pillado por sorpresa a Singh y a su ministro del Interior, P. Chidambaram. Conscientes de su error -propio de un gobierno de guardia, cuyo timonel en la sombra, Sonia Gandhi, lleva dos semanas convaleciente en EE. UU.-, intentaron remediarlo. Pero el Partido del Congreso hace mucho que olvidó el manual de resistencia del que fue su líder, Mahatma Gandhi. No así Hazare, que ante el pasmo de sus carceleros, se negó a abandonar la prisión mientras no se autorizara su protesta. Y ahí sigue, 48 horas después, voluntariamente tras los barrotes, mientras se repiten por toda India manifestaciones de apoyo, generosa, ininterrumpida y entusiásticamente seguidas por las televisiones. Las ventas de gorros gandhianos se han multiplicado por 300. Y Singh está cada vez más contra las cuerdas.

El segundo asalto de la huelga de hambre de Anna Hazare tiene como objeto que India adopte - después de diez intentos fallidos en 40 años-una ley del Defensor del Pueblo con amplios poderes para combatir la corrupción. Hazare ya mostró su capacidad de convocatoria en abril, con una primera huelga que abandonó tras la promesa del Gobierno de tramitar la ley. Aunque el comité formado por cinco ministros y cinco representantes de Hazare ha ido mucho más lejos de lo imaginable hace apenas unos meses, el Gobierno no cede en determinados puntos. Por ejemplo, ni el primer ministro ni los jueces podrían ser investigados. Se entiende que sus señorías no legislen contra sí mismos, cuando una cuarta parte de los diputados están encausados por distintos delitos.

Ciertamente, la democracia india no es el Egipto de Mubarak. Ni el Túnez en el que un vendedor ambulante se quemó a lo bonzo. Pero en India no falta ni combustible ni chispas. Los humillados se cuentan por cientos de millones: son los que tienen que sobornar para no ser importunados o para obtener servicios básicos. O los que hacen colas interminables en bancos públicos donde sólo parece trabajar uno de cada cinco empleados. Hazare, que fue vendedor de flores y conductor del ejército, conoce esas frustraciones. Y su austeridad es real. A sus 74 años, vive de una pensión misérrima en un cuarto de nueve metros cuadrados anexo al templo de su pueblo. Su perseverancia logró, hace seis años, que se aprobara la ley del Derecho a la Información, vista finalmente como uno de los grandes logros de la primera legislatura de Singh. Ahora el reto es mayor.

La corrupción, antes bajo la alfombra, centra desde hace un año el debate político. El pistoletazo de salida lo dieron los multimillonarios Juegos de la Commonwealth, en los que Delhi ganó la medalla de oro al despilfarro y la apropiación indebida. El clima Hazare ha llevado a que el presidente del comité organizador dé con sus huesos en la cárcel. Puso la guinda la revelación por parte del auditor general de que la atribución fraudulenta de licencias de telefonía había provocado miles de millones de euros de pérdidas a las arcas públicas. La clase media, que se considera escasamente gratificada, jalea a Hazare.

18-VIII-11, J.J. Baños, lavanguardia