¿Turquía, problema de Europa?
Fred Halliday, profesor de Relaciones Internacionales de la London School of Economics.
LV, 16-XII-2004.
Pocas visiones hay tan hirientes como la que ofrecen países europeos que exclaman ahora ser presa de indignación moral. Estos países -que en la actualidad cabe calificar más bien de grupo de 25 miembros un tanto vacilante y dotado de escaso acierto- intentan dar vida a una entidad poseedora de unas instituciones y una política común europea; es decir, a un proyecto válido y atractivo aunque sea sólo un pálido reflejo de los primigenios objetivos, de amplias miras, que datan de los años cincuenta del siglo XX. En las últimas semanas, sin embargo, Europa ha presenciado un debate indecoroso sobre una importante cuestión estratégica y que no es otra que la apertura de negociaciones con Turquía.
El debate sobre la adhesión de Turquía a la Unión Europea entraña algunas cuestiones complejas -aunque ciertamente de clara intelección- entre las que me referiré aquí a cuatro principales.
En primer lugar, los fundamentos morales de Europa. Las voces contrarias al ingreso de Turquía en la Unión Europea no han desperdiciado ocasión de referirse a los fundamentos específicos -"cristianos" o "judeocristianos"- de Europa, como han puesto de manifiesto Merkel, Stoiber y sus amigos en la reciente conferencia de la CDU en Alemania. Este argumento parece pasar por alto tres hechos clamorosos: primero, que los orígenes culturales, políticos y lingüísticos de Europa preceden al cristianismo y corresponden a Grecia y Roma (el término democracia no figura en la Biblia), y que el cristianismo y el judaísmo en sus orígenes no son europeos en absoluto, sino -lo que es además prueba de los dos milenios de interrelación entre Oriente Medio y Europa- religiones que brotaron y florecieron en esa región; segundo, que si hablamos de las dimensiones judías de la cultura europea, los imperios musulmanes -en especial el otomano, precursor del turco- muestran un mayor historial de tolerancia hacia los judíos (aun siendo acreedores de notables críticas), mucho mayor que el de la Europa supuestamente cristiana; y, de hecho, Turquía -con una población judía permanente de unos 50.000 judíos descendientes de los expulsados por la Corona española- posee uno de los historiales más positivos de tolerancia hacia los judíos en el mundo; tercero, que no cabe decir que la moderna cultura política y económica europea sea cristiana en sentido válido o justificado alguno, sino que es (si bien sin ser hostil a la religión) laica en su tono y contenido. La CDU y Giscard d´Estaing subrayan por su parte que existen unos principios europeos esenciales e indubitables que deberían ser defendidos, y citan entre ellos la igualdad de hombres y mujeres; ahora bien, nadie que haya leído recientemente las declaraciones y manifestaciones del Vaticano sobre el papel de las mujeres en la sociedad moderna (tales como la encíclica Humanae vitae de 1968 o la carta del Vaticano a los obispos católicos del pasado 1 de agosto) y su supuesta y natural función subordinada, ni que preste mínima atención a las consecuencias mundiales catastróficas -de hecho genocidas- derivadas de la política actual del Vaticano sobre la contracepción en relación con el problema del sida, podrá creer que esta variedad moderna del cristianismo guarde relación alguna con los valores modernos esenciales de carácter humanista.
En segundo lugar, la historia. Las voces opuestas al ingreso de Turquía en la Unión Europea se preguntan con insistencia y energía si Turquía o el "islam" forman o no "parte de Europa". Lo cierto es que, en términos de la presencia cultural y religiosa, el islam ha formado parte de Europa -signifique ello lo que signifique- durante más de un milenio; durante ocho siglos en España y al menos seis siglos en los Balcanes y Rusia. Lo propio es de aplicación en el terreno de la política del poder: en los tiempos modernos, el imperio otomano era parte integrante del gran sistema y las alianzas de poder europeas, y se alió en diversos periodos con Gran Bretaña, Francia, Rusia y Alemania en el curso de diversos conflictos de los siglos XVIII, XIX y XX. Reviste aún mayor importancia el hecho de que Europa en los tiempos modernos no se ha hallado en condiciones de aislarse del proceso político turco. En realidad, y si admitimos que el año 1914 y lo representado por esa fecha derribó el viejo orden europeo y condujo a la guerra civil europea de 1914 a 1991, de la que desde hace muy poco hemos empezado a salir, el factor clave y desencadenante del estallido hay que buscarlo en Turquía. Puede argüirse que el acontecimiento más explosivo fue la revolución de los Jóvenes Turcos de 1908, que condujo a las guerras balcánicas de 1911-1913, de las que surgió el nacionalismo serbio que asesinó al archiduque Francisco Fernando en junio de 1914. Estos hechos nos recuerdan que, en los tiempos modernos, la política europea no depende de los caprichos y antojos de Bruselas, sino -de formai nextricable- a los de Oriente Medio, aspecto también ilustrado en su día por el impacto de la guerra de Argelia en Francia a finales de los años cincuenta, de la guerra de Afganistán en la Unión Soviética en los años ochenta y, por cierto, del impacto de los conflictos de Marruecos sobre España en los años veinte del siglo XX... y otra vez el 11 de marzo del 2004. A Europa -admita o no a Turquía en la Unión Europea- no se le presenta más alternativa que la de seguir vinculada mediante lazos políticos y sociales a los acontecimientos de Oriente Medio.
En tercer lugar, los requisitos. Se ha comentado abundantemente, en relación con el ingreso de Turquía en la Unión Europea, la cuestión de los requisitos que Turquía ha de cumplir para que su petición se vea coronada por el éxito. Si por ello hay que entender un sistema y garantías jurídicas, el final de la tortura, una solución razonable de tipo federal a la cuestión kurda y los derechos de la mujer, hay que decir: de acuerdo. Turquía presenta numerosos problemas al respecto, y a ello obedece sin duda el entusiasmo que la sociedad civil turca experimenta a propósito de la idea de la adhesión, pues desea fervientemente impulsar un proceso democrático en este país. Los elementos progresistas y laicos turcos plantean numerosas preguntas -que aún no pueden ser respondidas- sobre las intenciones del gobierno islamista del AKP a largo plazo.YEuropa debería respaldar esas voces justamente admitiendo a Turquía en su seno.
También se hace hincapié en otras dos cuestiones -que recientemente han adquirido mayor importancia- relacionadas con los requisitos de entrada: Chipre y el genocidio armenio. La cuestión de Chipre sigue irresuelta, pero resulta grotesco responsabilizar a Turquía de su actual estancamiento: Turquía, ciertamente, no abordó adecuadamente la cuestión chipriota después de que la isla se independizara en 1960, pero las raíces de la partición actual de la isla descansan en el conflicto de 1974, que tuve ocasión de vivir personalmente, en tanto que sin lugar a dudas la principal -pero no la única- responsabilidad es atribuible a Grecia y al nacionalismo grecochipriota. Estos últimos, con el respaldo de Atenas, organizaron un golpe ilegal que provocó la respuesta turca; este último nacionalismo griego intransigente y maniobrero ha bloqueado en los últimos tiempos la conclusión de un acuerdo razonable, propuesto por las Naciones Unidas tras largas negociaciones. El nacionalismo turco se ha negado, en su mayoría, a reconocer el genocidio armenio pero el mejor modo de proceder en este caso no es el enfrentamiento entre países, sino la colaboración con historiadores y escritores turcos dispuestos a reconocer los hechos a fin de establecer una relación compartida y documentada sobre lo sucedido. Como en el caso español, un pasado conflictivo se encara mejor mediante la investigación y el debate histórico independiente, no mediante declaraciones gubernamentales.
En el caso de Europa, convertir esta última perspectiva en un requisito del ingreso de Turquía constituye por añadidura el culmen de la hipocresía: en nuestro continente deberíamos recordar el historial de Alemania en los años cuarenta, de las matanzas italianas en Libia tras 1911, del genocidio belga en Congo alrededor de 1900, de la actuación española en las Américas y Portugal en África durante siglos. Resultaría muy apropiada una pizca de autocrítica histórica postimperial en la que deberían de hecho participar los turcos como herederos del imperio otomano...
En cuarto lugar, la cultura europea. Todos parecen querer invocar, en este debate, una versión invariable, esencial o verdadera de la cultura europea que los turcos -y los musulmanes en general- deberían abrazar sin ambages. Pero no existe ninguna cultura invariable o inmutable en este sentido: todas son suceptibles de varias lecturas; todas, incluida la musulmana, pueden contener puntos de vista amplios o estrechos; y todas -lo más importante- pueden cambiar y de hecho cambian. Merkel, Stoiber, Chirac y otros denberían recordar las palabras de uno de los mayores poetas que han existido, Goethe, en su Diván de Oriente y Occidente: "Oriente y Occidente no pueden separarse" (Ost und West kann man nicht Trennen).
No nos enfrentamos aquí a un pasado monolítico, sino a un debate actual político y social, definitorio de la cultura dominante.