Álvaro Uribe ante su segundo mandato

Álvaro Uribe ante su segundo mandato

Pese al triunfalismo que exhibe el presidente colombiano, Albaro Uribe, al comienzo de su nuevo mandato conviene recordar que la situación ni es tan positiva como pretenden hacernos creer sus partidarios, algunos incluso desde el exterior, ni la supuesta seguridad que ha logrado el uribismo tampoco parece haber dados los suficientes réditos en materia social. El presidente tampoco ha logrado la paz con las sempiternas guerrillas locales, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), sino que el proceso de paz se halla en punto muerto y no parece que al día de hoy, en vista de las últimas acciones armadas, estemos ante el comienzo de un nuevo escenario político. Las espadas siguen bien en alto y las FARC y los paramilitares continúan matando.

En lo económico, pese al tenue crecimiento de Colombia, el desempleo ha bajado, desde el 16% hasta el 12% y la inflación ha mostrado una tendencia decreciente en los últimos años, pero sigue siendo muy alta para un país con indicadores de pobreza por encima del 50% de la población y que golpea siempre a los más desfavorecidos. El Producto Interior Bruto (PIB), según datos de las organizaciones sindicales, ha mostrado una tímida tendencia al alza en los últimos años, pero siempre por debajo del alto desarrollo que tuvo Colombia a mediados de la década de los 90. Es decir, que el conjunto da para un aprobado raspado y no muestra ni el vigor ni la capacidad que tienen otras economías de su entorno, como los casos de Argentina, Chile y Uruguay. E incluso Brasil.

No obstante, todos estos elementos, a priori relativamente positivos como cuadro macroeconómico, no han redundado en un mejor reparto de la riqueza y en la generación de mayores recursos para resolver los graves problemas sociales que tiene Colombia. Según datos oficiales, el 49,2% de los colombianos son pobres, más de veintidós millones, y el 30% de dicho colectivo son indigentes. En el campo, además, la situación empeoró y la pobreza se elevó hasta casi el 70% de la población. Millones de colombianos no tienen asistencia social ni sanitaria y la población infantil y anciana son los dos colectivos que más sufren esta ausencia del Estado en casi todo el país.

Otras fuentes, como la Comisión Económica para América Latina, elevan la población pobre de Colombia hasta los veinticuatro millones y la de indigentes, es decir, en la miseria, hasta los nueve, aunque el Gobierno se niega a aceptar estas cifras y prefiere las suyas maquilladas previamente. La Controlaría General de la República llega a elevar la cifra de indigentes hasta los once millones y el Banco Mundial consideraba que el número de ciudadanos en condiciones “muy difíciles” llegaba al 75%, mientras que el 0,2% de la población posee el 50% de las tierras productivas.

En lo que respecta a la situación de los Derechos Humanos, el presidente Uribe, que se ha esforzado en su último mandato por integrar a los paramilitares en la vida civil colombiana, tampoco debería lanzar las campanas al vuelo y presentar como “exitosa” su gestión. La denominada política de “seguridad democrática” ha provocado en los últimos años numerosas detenciones arbitrarias, un sinfín de denuncias por asesinatos y torturas y una situación de cierta indefensión por parte de los ciudadanos, que ya ha sido denunciada por Human Rights Watch y por algunos eurodiputados que así se lo hicieron saber al mandatario colombiano cuando visitó esta institución. También los sindicatos colombianos han denunciado cientos de asesinatos en los últimos años, encarcelamientos ilegales y amenazas a cuadros y dirigentes sindicales en el ejercicio de sus funciones.

Uribe ha buscado en los últimos años tan sólo una solución militar al problema de la violencia política, olvidando que muchas veces la lucha armada tiene implicaciones y raíces sociales. Ha derrochado inmensos recursos del Estado en el ejército y nadie sabe a ciencia cierta, debido a las numerosas instituciones encargadas de la “lucha antiterrorista” y a los gastos encubiertos, cuánto gasta realmente en materia de seguridad y defensa el país, sin incluir aquí a la generosa ayuda recibida de los Estados Unidos en el último mandato.

Ahora, sin embargo, con una sólida mayoría absoluta conseguida porque la sociedad colombiana prefirió la actual seguridad al crecimiento económico y al desarrollo social, Uribe tiene la posibilidad de abrir un gran diálogo nacional, de enfrentarse a los problemas sociales y estructurales que tiene la economía colombiana y de modernizar una obsoleta y vetusta administración. ¿Será capaz de hacerlo? ¿Tiene voluntad de hacerlo? En sus primeros discursos ya ha dicho que la pobreza está en el centro de su programa y parece dispuesto a buscar una estrategia política que permita poner fin a la violencia en Colombia, primer problema del país y principal escollo para su crecimiento económico. Está por ver.

Los últimos años del uribismo han revelado que el presidente, como el general de García Marquez, vive en su laberinto, presa de una inercia del pasado que no le permite abrazar fórmulas renovadoras e innovadoras y rehén de una oligarquía que no percibe al país como un proyecto nacional e integrador, sino como una gran “finca” de la cual pueden extraer sus pingues beneficios sin contar con la mayoría social excluida. Uribe tendrá que decidir si pasa a la historia como un reformista, en un país tan necesitado de cambios y grandes transformaciones a todos los niveles, o como un presidente más en la larga lista de mandatarios fracasados en la historia de Colombia. El tiempo nos dará la respuesta.

VIII-06.