´Verano, franquismo y festivales´, Jesús Ferrer Cayón

La llegada del estío en España viene acompañada desde hace cinco décadas de festivales, es decir, de un fenómeno de naturaleza socio-cultural cuya motivación, tanto primigenia como actual, pertenece al ámbito de lo político-económico. Multitud de espectáculos artístico-escénicos (agrupados bajo el formato organizativo festivalero)salpican hasta el último rincón de la geografía peninsular, la mayoría de las veces, en localidades que aún carecen de las infraestructuras culturales más elementales y donde el resto del año apenas cuentan con actividad similar alguna. Las causas de esta anomalía cultural - propia de países subdesarrollados- las encontramos una vez más en la historia, en los periféricos senderos transitados por este país en los dos últimos siglos.

Los primeros festivales nacidos como tales y dotados de una vocación internacional fueron los de Granada y Santander, ambos en el año 1952. No obstante, existieron con anterioridad eventos artístico-escénicos puntuales que pueden ser considerados como precedentes: los conciertos sinfónicos instaurados durante las fiestas del Corpus Christi del año 1883 en el Palacio de Carlos V de la Alhambra, la presentación en España de los Ballets Russes de Diaghilev en el Teatro Real de Madrid en 1916, la celebración del Concurso de Cante Jondo en 1922 en la alhambreña plaza de los Aljibes, los festivales sinfónicos iberoamericanos de la Exposición Internacional de Barcelona de 1929, la representación de Medeaprotagonizadapor Margarita Xirgu en el Teatro Romano de Mérida en 1933, la visita, ese mismo año, del grupo de Teatro Universitario La Barraca de García Lorca a la Universidad Internacional de Verano de Santander (posterior Universidad Internacional Menéndez Pelayo), y los conciertos estivales que desde 1939 organizó el maestro Fernández Arbós en el Gran Casino de San Sebastián. Hubo también festivales ocasionales como los celebrados en Barcelona en 1913, 1917 y 1920, dedicados a Wagner, la música francesa y la iberoamericana, respectivamente; los que tuvieron lugar en Madrid en 1930 y 1931; el dedicado a Chopin en Palma de Mallorca en 1931; el dedicado a la música contemporánea en Barcelona en 1936, entre otros.

Ahora bien, los festivales, tal y como los conocemos en la actualidad (un conjunto de manifestaciones artísticas celebradas a lo largo de un período de tiempo amplio - nunca muy prolongado- y dotadas de un carácter excepcional, bien por el número y la calidad de los participantes, bien por el tipo de obras que componen el programa), son un fenómeno moderno/ contemporáneo cuyos orígenes se remontan a la antigüedad clásica del mundo grecolatino, con la tragedia griega y las primeras olimpíadas. Festival,que es una palabra derivada del vocablo latino festivalis,se empleó desde el Renacimiento para designar los magnos festejos dedicados a los soberanos, caracterizados por una gran contribución musical.

Desde el punto de vista sociológicomusical, Bayreuth (1876) y Salzburgo (1877) son considerados como los festivales paradigmáticos a la vez que pioneros. Pero esta afirmación requiere de una precisión nada desdeñable que sitúa a ambos como la culminación de un proceso, el iniciado primero - 1715- en Inglaterra por el Three Choirs Festival (encuentro anual de los coros de Gloucester, Worcester y Hereford en la catedral londinense para recaudar fondos a beneficio del clero, que acabó diseminándose a otros lugares ingleses y centroeuropeos bajo la misma fórmula de festival benéfico-coral)y, posteriormente - 1833-, en Düsseldorf (Alemania) por Félix Mendelssohn, que ideó el concierto del día de Pentecostés como el comienzo de una costumbre susceptible de ser repetida hasta su institucionalización, consagrando la fórmula de festival conmemorativo.Mendelssohn fue nombrado presidente y director de todas las instituciones musicales municipales y privadas de Düsseldorf, y el desempeño de sus funciones supuso el primer gran paso hacia la construcción del concepto contemporáneo de festival.

Aquella zona de la Renania (cuenca del Rhin) había aventajado tras la guerra napoleónica a toda Alemania en el crecimiento industrial. Católica, pobladísima, muy pronto se habían configurado en ella un conjunto de ciudades medias en las que la burguesía liberal sentía la necesidad de desplegar su identidad, contemplando la importancia de la cultura en un doble sentido: como expresión de grupo y como ideología de la modernidad (idea ilustrada de la cultura). La principal expresión cultural de ese protagonismo burgués fue entonces el festival,manifestación musical ya no promovida por la corte,sino por el municipio,es decir, por lo que hoy llamamos las fuerzas vivas o la clase media (correlato cultural de lo que ya había acontecido en el plano de la política con la revolución liberal). Las consecuencias de aquello fueron, entre otras: la desvinculación de las instituciones religiosas y de las cortes reales de la organización de los acontecimientos musicales públicos (pasando estos a celebrarse en teatros y auditorios), la adquisición del carácter periódico y la diversificación (festivales dedicados a un tipo de música, una época o una figura musical concreta), así como la concurrencia de los principales compositores e intérpretes internacionales, determinando con ello el rápido aumento del prestigio y la atracción ejercida sobre el público culto a dichos eventos, a la vez que el beneficio económico para la ciudad que los organizaba.

Eso fueron, llevado a su máxima expresión y con la intención política añadida de fomento de la identidad nacional, Bayreuth y Salzburgo (cada uno con la idiosincrasia marcada por la nación y músico respectivo: Alemania/ Wagner versus Austria/ Mozart). Y formando la estela de dicho fenómeno, surgieron otros festivales: Henry Wood Promenade Concerts de Londres (1895), Bergen (Noruega, 1898), Wiesbaden (Alemania, 1900), Munich (1901), Donaueschingen (Alemania, 1921), Festival de Cine de Venecia (1932), Maggio Musicale Fiorentino (Italia, 1933), Glyndebourne (Gran Bretaña, 1934), Tanglewood (EE. UU., 1937), Lucerna (Suiza, 1938), Estrasburgo (Francia, 1938), Siena (Italia, 1939), Bad-Elster (Alemania, 1941), Lyon (1945), Primavera Musical de Praga (1946), Bregenz (Austria, 1946), Avignon (1947), Aix-en-Provence (1948), Edimburgo (1948), etc. Festivales bajo distintas fórmulas pero caracterizados por tres elementos: la atracción turística, el marcado sentido identitario que aportaban a esos lugares/ espacio y la disposición de los medios de comunicación a su servicio. Pero, ¿por qué no aparece ninguna ciudad española en esa lista?

En España, debido al atraso musical (ligado al tipo de burguesía que tuvimos, pendiente siempre de la monarquía y de la iglesia), la creación generalizada de festivales no aconteció hasta la segunda mitad del siglo XX, momento en que el turismo pasó de ser un fenómeno social a económico y la dictadura del general Franco encontró en éste el elemento idóneo con que compensar el lastre de década y media de autárquico aislamiento que el régimen se había impuesto. Eran los gélidos años de la Guerra Fría, de la retirada de embajadores en Madrid y la consecuente ausencia española del concierto internacional (hasta 1955 España no fue admitida en las Naciones Unidas); coyuntura adversa que se iba a tratar de contrarrestar mediante el uso interesado en política exterior de determinadas manifestaciones artísticas e instituciones culturales. La fórmula que se empleó podría resumirse en dos tipos de festejos: bienales (abstracción e informalismo) y festivales (música, teatro y danza).

España, a partir de 1939, había intentado habitar la devastación mediante la receta ideológica del fascismo triunfante en la Europa del Eje, pero después de 1945 el escenario había cambiado por completo y el nuevo enemigo se llamaba comunismo. El integrismo tradicionalista católico sustituyó entonces al falangismo como elemento central de la cultura política franquista. A nadie escapa hoy que donde con mayor fuerza se desarrolló la Guerra Fría fue en el terreno cultural. Con el gigante soviético entregado a la grandilocuente estética del realismo socialista, EE. UU., a través de operaciones auspiciadas por la CIA dentro del programa Movimiento Europeo,apoyó la música de vanguardia (cursos para extranjeros de la Escuela de Darmstadt - 1948-, Centro Cultural Europeo - 1949-, Festival de Obras Maestras del Siglo XX de París - 1952-, etc.) y la creación de festivales de música para su difusión (Asociación Europea de Festivales de Música - 1952-, dirigida por el escritor calvinista suizo Denis de Rougemont).

En este telón de fondo hay que situar el Pacto de Madrid con EE. UU. y la firma del Concordato con la Santa Sede (protagonizados por España en 1953 como preludio a su admisión, dos años después, en las Naciones Unidas), al igual que la estrategia político-cultural (bienales y festivales) señalada. En 1951, al tiempo que era creado el ministerio de Información y Turismo (con la doble finalidad de ofrecer una imagen falsa de apertura al tiempo que mantener el aparato interno de propaganda a salvo de tentaciones liberalizadoras) y Joaquín Ruiz-Jiménez era colocado al frente del ministerio de Educación Nacional, dio comienzo un tímido proceso de liberalización intelectual y cultural: ese mismo año era organizada en Madrid la I Bienal de Arte Hispanoamericano, a la vez que se envíaba una cuidada representación de artistas de vanguardia a la Bienal de Arte Moderno de Sao Paulo; en 1952, fueron creados los Festivales de Granada y Santander y el Museo Nacional de Arte Contemporáneo, además de organizarse en Barcelona la Semana Mundial de la Publicidad y el XXXV Congreso Eucarístico Internacional; en 1953, veían la luz la Filmoteca Nacional, la Semana Internacional de Cine de San Sebastián y el Museo de Arte Abstracto de Tenerife, además de organizarse el I Congreso de Arte Abstracto en Santander y de crearse el Patronato Nacional de Información y Educación Popular; por último, en 1954 se recuperaba el Teatro Romano de Mérida como escenario privilegiado para la creación de un Festival de Teatro, se organizaba la II Bienal Hispanoamericana de Arte y el ministerio de Información y Turismo diseñaba el Plan Nacional de los Festivales de España, una empresa política de carácter sociocultural que, partiendo de las experiencias previas de Granada y Santander y de las Misiones Pedagógicas de la II República, estaba concebida para difundir el teatro, la música, la pintura y la danza al mayor número de localidades españolas. Una estrategia de actuación que contempló, poco después, la creación sucesiva de organismos más especializados como el Comisariado de Festivales (1957), la Junta Coordinadora de Festivales y el Consejo Nacional de Festivales (ambos en 1963). Es decir, el asunto de los festivales se convirtió en una política de Estado en toda regla.A partir de este momento, muchas localidades de la Península potencialmente turísticas e independientemente de cuál fuese su realidad cultural, contaron con un evento festivalero. Los festivales, puede decirse, cumplieron una triple función: resaltar el atractivo de esos enclaves, alentar en los visitantes una impresión mental positiva del país y contribuir a la cohesión interna del mismo (como aglutinadores de las esencias nacionales de la España "una, grande y libre"). Pero, obviamente, no todos los festivales fueron iguales. Dependiendo de su ubicación, el público que asistía a ellos era también distinto: Festivales A (Santander y El Escorial) y A1 (Sevilla, San Sebastián, Cádiz, Oviedo, Valencia, Vigo, Gijón y Elche), es decir, los que tenían una proyección internacional; Festivales B (Palma de Mallorca, Zaragoza, La Coruña, Portugalete, Pontevedra, Málaga, Puertollano, Málaga, Vitoria, Tarragona, Salamanca, Cartagena, León, Segovia, Valladolid, Albacete y Cuenca), los que tenían que cumplir una función eminentemente turística; Festivales B1 (Almería, Lérida, Huesca, Córdoba, Torrevieja, Priego de Córdoba, Lugo, Badajoz, Algeciras, Tomelloso, Mataró y Ronda), aquellos que poseían un alto valor educativo; y, en una categoría aparte, Ceuta y Melilla (como celebraciones de la soberanía española en plazas africanas). Y en razón de esta clasificación, eran establecidos sus contenidos: la música sinfónica y las compañías de danza de reconocido prestigio fueron el grueso de la programación de los festivales de categoría o proyección internacional; la música y la danza españolas, de los festivales de corte más turístico; y el teatro y las exposiciones de pintura, de los festivales de perfil más bajo o local.

El final de la dictadura debería haber puesto término a este dirigismo político de la cultura y haber resuelto el sempiterno problema de la música y las artes escénicas en España, esto es, haber apostado por la educación. Pues bien, después de casi tres décadas de la tan celebrada andadura neoborbónica, el balance no puede ser más decepcionante: las prácticas y modos de proceder culturales extemporáneos, lejos de haber sido desterrados para siempre, se han visto reforzados hasta límites inconcebibles en un marco político tenido por democrático, y la problemática músico-escénica española sólo ha contado con soluciones de recetario (derivadas de concepciones piramidales de la cultura) que pueden resumirse en otra fórmula dual: progresión geométrica de festivales turísticos (abiertos, eso sí, a todo tipo de músicas, sobre todo, las más comerciales) y construcción aritmética de autonómicos auditorios del espectáculo (gestionados, en su mayoría, por burócratas analfabetos procedentes del franquismo que los convierten en contenedores sin contenido). El ingreso definitivo de España, tras la operación expo-olímpica de mercadotecnia política del 92 (similar, mutatis muntandi, a la realizada en 1929) en el concierto internacional de los países más desarrollados, disparó este fenómeno de manera alarmante por el lado de los artistas, que comenzaron a exigir al visitar la piel de toro unos cachés por encima, incluso, de los percibidos en Francia, Alemania o Inglaterra. ¡Ya éramos europeos!

En el apartado de los festivales, tan sólo unas pocas excepciones, gestadas en los desconcertantes momentos de la Transición antes de que el despertar cultural fuera convenientemente canalizado y sometido a servidumbre por vía de la subvención, merece la pena señalar: el Festival Grec de Barcelona (1976) y el Festival de Teatro Clásico de Almagro (1978). Ambos nacieron desde abajo; el catalán, en respuesta a las demandas de profesionales del teatro preocupados por dignificar la profesión; el manchego, fruto de las inquietudes de estudiosos preocupados por profundizar en el conocimiento de la historia del teatro conectado con el presente/ sociedad. Ambos mostraron la senda de la especialización a otros eventos similares como el Pantzerki o Festival Internacional de Títeres de Bilbao (navidades de 1981/ 1982 en la sala de teatro El Carmen) o el Festival de Música Contemporánea de Alicante (1985). Ya en nuestros días, el Sónar-Festival Internacional de Música Avanzada y Arte Multimedia de Barcelona (1994), o el Festival Música Antigua Úbeda-Baeza (1997), demuestran año tras año cómo un festival puede ser simultáneamente bastantes más cosas que una sucesión de conciertos más o menos extraordinarios.

En definitiva, en España, fue la corte la que decidió cuándo, cómo y por qué, el municipio podía empezar a disfrutar de algunos de los privilegios culturales que hasta entonces les habían sido vetados (a la inversa que en Europa, donde el desarrollo de la sociedad fue el motor generador de la permeabilidad cultural). España sigue sin coger el toro por los cuernos, esto es, la educación. El poder político continúa tratando a los ciudadanos como a menores de edad reduciéndonos a la condición pasiva de espectadores. El Festival Internacional de Santander es el mejor paradigma de todo esto. Santander no tiene Conservatorio Superior de Música y Artes Escénicas, no tiene una Orquesta... Pero le sobran cursos y concursos (bajo la bonita fórmula de festival-escuela para extranjeros) financiados, principalmente, con dinero público de los cántabros y presididos, para colmo, por la imagen corporativa de un grupo financiero. ¿Hasta cuando seguiremos de promoción turística? Pues como siempre, hasta que se acabe el turismo.

Jesús Ferrer Cayón, lavanguardia/culturas, 8-VIII-07.