Si hay un pensador liberal cuya lúcida mirada del mundo se aparta por igual del conservadurismo y del progresismo más dogmáticos y paralizantes, es Isaiah Berlin, fallecido en 1997. Desde su condición de historiador de las ideas, supo transformar su escepticismo en un alegato constante contra la subordinación de la vida humana a un determinado sistema o credo perfectos. Su visión madura y trágica de los ideales fundadores de la modernidad - libertad, igualdad y fraternidad- nos vacuna contra el utopismo ingenuo y nos obliga a una tensión permanente para equilibrar responsablemente los intereses y anhelos del individuo y los del conjunto de la sociedad en la que este se desarrolla.
Su distinción afinada entre "libertad negativa" y "libertad positiva" está en la base de las políticas moderadas que, tanto desde la izquierda como desde la derecha democráticas, pretenden profundizar en los derechos, las oportunidades y el bienestar del ciudadano a partir de reformas concretas. El liberalismo humanista de Berlin se bate, a la vez, contra los reaccionarios y los revolucionarios, a los que ve como las dos caras de un mismo error.
En este sentido, son ejemplares sus trabajos sobre Helvétius, Rousseau, Fichte, Hegel, Saint-Simon y De Maistre, a los que considera "enemigos de la libertad humana". En cambio, en su ensayo sobre Stuart Mill, Berlin utiliza la voz del autor de Sobre la libertad para proyectar su criterio, en un juego de espejos habitual en su obra: "Mill no pide ni predice condiciones ideales para la solución final de los problemas humanos o para conseguir un acuerdo universal sobre cuestiones cruciales. Da por supuesto que el logro del objetivo último es imposible, y sus palabras implican que tampoco es deseable".
No es precisamente Berlin uno de los pensadores que puedan relacionarse con el ideario de la derecha española. Mucho menos si se trata de adivinar los referentes ideológicos e intelectuales del ex presidente José María Aznar. Por eso sorprende enormemente que, junto a la Fundación José Ortega y Gasset, la FAES, fundación del PP presidida por Aznar, haya dedicado recientemente dos jornadas, en Madrid y Barcelona, a estudiar y reivindicar a Berlin. Aclaremos un punto antes de seguir: no dudo que existan algunos liberales berlinianos en la órbita popular, pero no se notan. Por otro lado, ni los discursos ni las acciones del PP de Rajoy, Zaplana y Acebes tienen nada que ver con el liberalismo del filósofo nacido en Riga y crecido en Inglaterra. Tampoco Aznar, antes y después de gobernar, se ha visto influido precisamente por las ideas y las actitudes de Berlin. Tal vez el diputado José María Lassalle, que ya coordinó un volumen de la FAES sobre el profesor de Oxford, sea un berliniano sincero, pero cualquier intento de hallar ecos de Berlin en Aznar, Rajoy, Zaplana y Acebes provoca risa.
El PP no puede considerarse seriamente un partido liberal, ni ideológicamente, ni culturalmente, ni políticamente, ni - a Pizarro y Aguirre me remito- económicamente, porque una cosa es privatizar con los amigos y otra liberalizar. Mucho menos por su estilo crispado y crispante. Los populares son una opción conservadora e intervencionista con tintes reaccionarios, que cabalga a lomos del ultracatolicismo oportunista y de la exacerbación de un españolismo agresivo y excluyente. Ya se sabe que la palabra liberal, tan vaga y polisémica, sirve para nombrar cosas muy distintas. En Europa, hay incluso partidos ultraderechistas y xenófobos que se autodenominan liberales.
Si algo denunció Berlin fue el fanatismo y el cinismo político, los dos semblantes de una política fatalista, irrealista y destructiva. Me acuerdo de ello al leer que Aznar aprovechó la inauguración del seminario de la FAES sobre Berlin para arremeter contra el nuevo Estatut catalán y la plurinacionalidad en las Españas. Con el fin de apuntalar sus consignas falaces, Aznar no duda en utilizar el nombre de Berlin en vano, hasta desfigurar su pensamiento. La apropiación aznariana de Berlin tiene mucho de canibalismo ideológico.
Si hay un pensador liberal que comprendió el fenómeno de los nacionalismos democráticos contemporáneos, incluidos los más cercanos, fue Berlin. Tal vez su identidad fronteriza (judío nacido en Letonia bajo el imperio zarista y educado como británico de adopción) le ayudó a ello. A diferencia de otros teóricos que confunden incorrectamente las demandas nacionales de las minorías con los nacionalismos agresivos de los estados constituidos, el autor de El fuste torcido de la humanidad sostiene que "los individuos no pueden desarrollarse si no pertenecen a una cultura" y afirma que el nacionalismo es, antes que nada, "una respuesta a una herida infligida a una sociedad", lo cual - añade- es una condición necesaria pero no suficiente de "la autoafirmación nacional". A partir de un análisis poco convencional de Herder y Kant, Berlin reivindica el potencial emancipador de los nacionalismos que nacen de una situación injusta donde "el derecho a decidir libremente de todo ser humano" se ve limitado por la coacción. "Tengo la impresión de que - le explica a Adam Michnik en una entrevista-, en última instancia, el nacionalismo es un efecto de la injusticia". En los postulados de Berlin, conviven universalismo ilustrado y diversidad, por ello considera "vacío" el cosmopolitismo y juzga que el jacobinismo es consecuencia de "un racionalismo fanático".
Ni Aznar ni el PP tienen nada que ver con estas ideas tan razonables. Al contrario. Recuerden que Rajoy considera un grave peligro que los escolares andaluces aprendan un poco de catalán. Si Berlin levantara la cabeza, les mandaría a paseo.
11-II-08, Francesc-Marc Álvaro, lavanguardia