´Partidos, congresos y democracia´, Pilar Rahola

En las reglas de la sociedad mediática, los reyes son los políticos díscolos. Los díscolos o los castigados, tanto monta, porque ambos dan brillo a las noticias insulsas que generan los congresos de los partidos. Es tal la sensación de que todo está hecho, cocinado, deglutido y servido para ofrecimiento de las masas, que cuando aparece una audaz Nebrera, o un pertinaz Castells, o cuando los Madí y los Vendrell son sonoramente castigados, el revuelo adquiere dimensiones de fiesta mayor, como si por fin pasara algo, allí donde nunca pasa nada. Incluso, a falta de bocado, hasta nos zampamos con gusto un simple silbido contra algún invitado.

Los resultados a la búlgara, que vienen siendo el sello de distinción de los partidos, desde que existe la democracia, se ven algo salpicados por estas alegrías inesperadas, sobre todo las que protagonizan solitarios Robin Hood. Y es cierto que, visto en perspectiva, algo ha cambiado desde la transición, cuando la dinámica de los partidos era, prácticamente, un calco del más puro estalinismo. Zapatero llegó con unas primarias y el congreso de ERC, a pesar de ser una pelea de gallos, que no un debate serio de proyectos, también ofreció un plus de verdad democrática. Pero, con algunas dignas excepciones, que generalmente quedaron en agua de mayo, los partidos españoles continúan ofreciendo un esquema rotundamente antiguo, que difícilmente tiene cabida, y sobre todo credibilidad, en el dinámico y exigente siglo XXI.

En la era de las autopistas de la comunicación, cuando la mentira de un político es contrastada al segundo por decenas de informaciones que llegan desde la red, cuando los ciudadanos aprenden a asumir su protagonismo y opinan de cualquier manera, en estos tiempos de poco amor al dirigismo, los partidos realmente son cuerpos de otra galaxia. ¿Cuáles son las virtudes del buen militante, aquellas que le garantizarán poder medrar en el futuro? Con el sistema actual, donde no hay líderes sino servidores, donde la libertad de expresión queda suscrita a la categoría de ejercicio bajo sospecha, y donde los que triunfan son los que confunden el servilismo con la lealtad, es difícil imaginar que los mejores llegan arriba. Es cierto que los que llegan tienen virtudes indiscutibles - no en vano han superado una ardua carrera de obstáculos-, pero ¿de qué tipo?

Más allá de la capacidad para el liderazgo, que se les supone, la mayoría tienen que haber sido grandes conspiradores, magníficos siervos y, sin duda, poseedores de resistentes estómagos, no en vano habrán tenido que comerse muchos sapos. A diferencia de otros sistemas democráticos, donde impera el papel del individuo por encima de la maquinaria, en nuestro sistema, la maquinaria devora de tal forma al militante, que sólo sobrevive el que baja la cabeza.

Por supuesto, hay fracturas en este pétreo sistema, y vuelvo al fenómeno en auge del díscolo, capaz de marear y hasta desatar un congreso bien atado. Este fenómeno ¿nace de la propia evolución de los partidos políticos o tiene que ver con la importancia que adquiere un titular en la sociedad actual?

Creo más bien lo segundo, porque si no fuera por el papel mediático que adquiere cualquier militante con carácter, capaz de plantarse ante una estructura rígida, los partidos no le darían ni voz. Sin embargo, a diferencia del siglo XX, cuando el poder recaía, casi exclusivamente, en el aparato del partido y, por ende, en sus comisarios jefes, en el siglo XXI el poder está más repartido, y un comisario político puede verse retratado, silbido en ciernes, en el telediario de las nueve. Además, el rebelde siempre es amado por la prensa, de manera que adquiere un protagonismo y, con él, un poder que un partido político no puede ningunear fácilmente.

Esa es la lección que tendrían que aprender los partidos políticos españoles, que, o evolucionan y democratizan su estructura, o serán devorados por las Juana de Arco que les nazcan en sus entrañas. O que les vengan de fuera... El caso del PP es emblemático: consiguió llevar hasta el hartazgo a Josep Piqué, cuyo liberalismo no pudo tragar el dirigismo implacable de la calle Génova. Pero, huido Piqué, les creció una Nebrera, y así, probablemente, hasta el infinito. Los partidos políticos no podrán mantener mucho tiempo esta estructura del siglo XX, anclada en los principios de la autoridad indiscutida, la fidelidad pétrea y la falta absoluta de libertad. No podrán porque estamos en el siglo XXI.

De momento, sin embargo, mantienen su caduca estructura, con notable persistencia y eficacia. El último congreso, el del PSC, será también el último ejemplo. Está claro que el PSC tendría que tener grupo parlamentario propio, lo quieren los militantes, lo exige la coherencia histórica y lo reclaman líderes carismáticos. Sin embargo, ¿lo tendrá? A falta de milagro, por supuesto que no. Y no lo tendrá porque el PSC es un gran partido, ergo tiene más intereses que nadie por blindarse de posibles excesos libertarios.

No nos engañemos. Todos ellos son partidos democráticos con líderes demócratas. Pero donde menos democracia hay es en el interior de esos mismos partidos democráticos...

16-VII-08, Pilar Rahola, lavanguardia