"El españolito cabreado", John Carlin

El veterano escritor peruano Mario Vargas Llosa, premio Nobel de Literatura, gloria y orgullo de las letras hispanas, cosmopolita por excelencia, sigue luchando por un mundo mejor. Le honra. Podría haber optado por alejarse de la política y dedicarse a disfrutar de la buena vida en su hogar madrileño con sus seres queridos, sus libros y su bien merecida fortuna. Nadie se lo hubiera reprochado. Pero no. Ahí sigue, comprometido con la causa, batallando contra los males del mundo.

La pena es que lo haga con tan poca elegancia, con tanto mal gusto, de manera tan contraproducente en tan rancia compañía. Sus formas no son las mejores. El look no es digno de su noble trayectoria.

Mario Vargas Llosa se ha convertido a sus 82 años en un españolito cabreado más.

Ni yo ni muchos más nos hubiéramos dado cuenta si no hubiese sido por la carta que escribió esta semana al PEN Internacional, antiguo organismo que vela por la libertad de expresión y por los derechos humanos de los escritores. En la carta, que ha sido noticia en medio mundo, Vargas Llosa anunció que, tras casi 40 años ejerciendo como presidente emérito, renunciaba al PEN de manera “irrevocable”.

El motivo fue una declaración del PEN hecha pública el lunes en la que se exige la liberación inmediata y la retirada de los ­cargos de sedición y rebelión a Jordi Sánchez y Jordi Cuixart, independentistas catalanes que llevan más de 15 meses en prisión preven­tiva. Que a Vargas Llosa no le hubiese gustado la de­claración, bien. Que considere que Sànchez y Cuixart merecen estar en la cárcel sin juicio, enfrentados a una posible condena de 17 años, bueno, es un punto de vista. El problema no es este. El problema reside en las ­palabras con las que el ­premio Nobel elige expresarse.

Empieza haciendo suyo aquel tópico de la derecha española que reza que Sánchez y Cuixart formaron parte de “un intento de golpe de Estado” en septiembre y octubre del 2017. ¿De veras, señor Vargas Llosa? ¿Lo dice usted que ha escrito libros denunciando las dictaduras latinoamericanas? ¿Usted que se supone que debería tener como misión proteger la precisión en el lenguaje, dar ejemplo para que las palabras no atenten contra la verdad y contaminen el pensamiento político?

(Oriol Malet)

Las actividades del independentismo catalán por esas fechas se pueden llamar muchas cosas –gestos simbólicos, gritos de frustración, niñerías, farsas, pendejadas– pero ¿“golpe de Estado”? Eso sí, la respuesta del susodicho Estado y de sus jueces fue como si los Sánchez y Cuixart hubieran tomado la delegación del Gobierno central en Barcelona con pistolas, como si hubiesen arrestado a los jefes de la policía nacional y colocado retenes con militantes armados en los puestos fronterizos. ¡Pero nadie tiró ni una piedra!

Si el entonces presidente de Gobierno, Mariano Rajoy, y los suyos hubiesen querido reaccionar de manera adulta, pragmática y proporcionada, tenían al menos dos opciones mejores: haber ignorado por completo el supuesto “referéndum” y las absurdas “declaraciones de independencia” que hicieron cuatro irresponsables o haber sonreído y dicho: “Niños, niñas: tranquilos. Pórtense bien. Cuando se les pase el berrinche, hablamos, ¿vale?”.

Pero Rajoy y compañía querían guerra, porque así son y porque así les convenía, y ahora Vargas Llosa les avala con la ridiculez de que los Jordis lideraron un intento de golpe de Estado. Pero esta no es la perversión del lenguaje más grave de su carta al PEN. Más lamentable aún es cuando escribe hacia el final que, al pedir la libertad de Sánchez y Cuixart, el PEN presta “su apoyo moral e institucional a un movimiento racista y supremacista como es el movimiento independentista catalán”. O sea, que ahora estar a favor de la independencia de Catalu­nya ¿significa pertenecer al Ku Klux Klan? ¿Están linchando a gente en el paseo de Gràcia? Y la palabra “racista”, ¿a qué viene? Buena parte de los independentistas cata­lanes tienen padres o abuelos nacidos en el resto de España y, que yo me haya fijado, no tienen un color de piel diferente a ellos, con los que comparten el mismo idioma y, si son creyentes, el mismo Dios.

Ahora, lo peor de todo no es lo que ­escribió Vargas Llosa en su carta al PEN. Fue lo que dijo unos días antes en la convención anual del Partido Popular que preside el baby Trump español, Pablo Casado. Primero, se rebaja a meterse con Quim Torra, el presidente ac­cidental de la Generalitat. ¿No entiende Vargas Llosa que una ­figura mundial ­como él pierde dignidad, daña su ilustre reputación, al dignificar a semejante mediocre con su patricia mirada?

Parece que no, porque no sólo repitió la banalidad de siempre, que el pobre Torra era “racista”, “discriminatorio” y bla bla bla, sino que agregó que Torra “no oculta que considera a los españoles perros rabiosos”. En el mismo acto recordó a sus nuevos correligionarios, aliados de Vox, que su enfado proviene, como leemos en sus columnas en El País hasta el aburrimiento, de su gran obsesión y objeto de ira, el nacionalismo. Está bien. A muchos tampoco nos gusta. El problema es que a Vargas Llosa le disgusta demasiado. Quiere acabar con el nacionalismo, lo quiere erradicar. El odio le ciega. No parece haber entendido (como tampoco lo entendió otra de sus bestias negras, Karl Marx) que el nacionalismo es como el invierno: debemos aprender a convivir con él y, si no nos gusta, a limitar sus daños. Como la envidia o la vanidad, es una constante en la sociedad humana desde nuestros comienzos tri­bales.

Lo que resulta casi cómico es que si Vargas Llosa y los devotos de la derecha española se miraran honestamente en el espejo verían que ellos son nacionalistas también. En este caso, nacionalistas españoles que desprecian y detestan tanto a los nacionalistas catalanes como los nacionalistas catalanes los detestan y desprecian a ellos. Quizá más.

Para ser justos, Vargas Llosa tuvo un momento de lucidez durante su gloriosa intervención en el acto del PP. Dijo que para combatir el independentismo catalán, “enemigo de nuestra democracia y nuestra libertad”, lo mejor es “derrotarlo en la batalla electoral”. Cien por cien de acuerdo. Cambien el tono, cambien las formas, no actúen como perros rabiosos y denles un referéndum real a todos los catalanes. Verán además que, aún a estas alturas, el no al independentismo gana. Y cuanto menos bestias sean, con más comodidad.

, 27/01/2019 - lavanguardia