"La catastrófica política antidroga de Trump", Don Winslow

Donald Trump se ha propuesto restablecer una de las políticas sociales más catastróficas de la historia de Estados Unidos: la guerra contra las drogas.

El presidente quiere devolvernos a una era ya periclitada de encarcelamientos masivos y guerra declarada contra el narcotráfico que contribuyó sensiblemente a engrosar la población reclusa del país, la mayor del mundo en la actualidad, con 2,2 millones de presos. Al parecer, esa cifra no le parece suficiente al presidente justiciero, ni se lo parecía a su cómplice, el exfiscal general Jeff Sessions.

Trump y Sessions opinan que la guerra contra las drogas ha sido fabulosa. O bien ignoran lamentablemente la realidad, o bien han decidido ignorarla a conciencia.

Como autor de El poder del perro, El cártel y ahora de La frontera, pasé casi veinte años documentándome y escribiendo acerca de la guerra contra el narcotráfico. Tras cinco décadas de conflicto, las drogas son ahora más baratas, más accesibles y más potentes que nunca, como el propio Sessions reconoció en su momento. Si esa es la idea que el señor Trump tiene del éxito, no quiero ni imaginar qué será para él el fracaso.

La llamada guerra contra las drogas cuadriplicó nuestra población reclusa –compuesta abrumadora y desproporcionadamente por minorías–, generalizó la imposición de la cadena perpetua a delincuentes no violentos, militarizó nuestros cuerpos policiales, promovió el aborrecible concepto de la privatización de las prisiones (es decir, el sistema penitenciario como fuente de beneficios empresariales), hizo trizas la Carta de Derechos constitucionales y costó más de un billón de dólares a los contribuyentes.

¿Acaso Trump ignora todo esto? Sin duda el presidente y el que fue su principal brazo ejecutor en materia judicial son conscientes de que los delitos violentos han alcanzado mínimos históricos en Estados Unidos y saben que la mayoría de los criminólogos están de acuerdo en que el encarcelamiento fue un factor muy secundario en la disminución de dichos delitos, que dura ya tres décadas. Las causas más importantes fueron los cambios demográficos, la mejora de las técnicas policiales, las políticas de asistencia social y un fuerte crecimiento económico.

Trump y Sessions mencionan un incremento en las tasas de homicidios en algunas ciudades estadounidenses desde el año 2015. Pero casi la mitad de esos asesinatos, en su mayor parte relacionados con bandas organizadas, tuvieron lugar en un sola ciudad: Chicago. El resto se concentraba principalmente en Houston, Baltimore y Washington. El índice de muertes violentas en Nueva York ha bajado, de hecho, un 25 por ciento durante ese periodo.

Trump y Sessions culpan de esta violencia al narcotráfico, pero esa afirmación es, como mínimo, reduccionista.

Fijémonos en el caso de Chicago. Alan Neuhauser señalaba en un artículo de US News & World Report que el cuerpo de policía de Chicago ha visto reducido en un 25 por ciento el número de sus detectives de homicidios desde 2008. Y hace dos años el estado de Illinois recortó drásticamente el presupuesto destinado a programas de asistencia social y prevención de la violencia, lo que se tradujo de manera directa en un aumento significativo de los crímenes violentos.

El superintendente de la policía de Chicago, Eddie Johnson, ha declarado: “Barrios empobrecidos, gente sin esperanza… De ahí es de donde surgen estas cosas. Muéstreme un hombre sin esperanza y yo le señalaré a uno que está dispuesto a coger un arma y hacer cualquier cosa con ella”.

Johnson tiene razón. Un estudio del Brennan Center for Justice demuestra que las ciudades que han padecido como mínimo una década de empobrecimiento y aumento del desempleo son precisamente aquellas en las que más ha aumentado la violencia.

Que haya una relación directa entre pobreza y delincuencia no debería sorprender al presidente de Estados Unidos, ni al exjefe de su ministerio fiscal, pero al parecer así es.

Trump quiere recortar los presupuestos destinados a programas de asistencia y bienestar social y regresar a la era de las detenciones y los encarcelamientos masivos. En resumidas cuentas, a la guerra contra las drogas. Pretenden cambiar medidas políticas que funcionan por otras que han demostrado su absoluta ineficacia.

El ayudante de Sessions, Steven Cook, afirmó en declaraciones al Washington Post: “El tráfico de drogas es intrínsecamente violento. Los narcotraficantes mueven grandes cantidades de dinero líquido. No pueden resolver sus disputas en los tribunales. Las resuelven en la calle y recurriendo a la violencia”.

El señor Sessions ha hecho declaraciones parecidas.

Y ambos tienen razón: el tráfico de drogas es intrínsecamente violento.

Debido a la prohibición de las drogas.

La nicotina es una droga legal, y las compañías tabacaleras no se lían a tiros en la calle. El alcohol es una droga legal y no se ve a bandas masacrándose unas a otras por el derecho a vender cerveza y whisky (como ocurría en tiempos de la Prohibición).

Hay, naturalmente, otra diferencia fundamental entre los narcotraficantes y quienes venden alcohol o tabaco, y es que estos últimos son en su inmensa mayoría blancos. Si vendes drogas ilegales, acabas en chirona; si vendes alcohol o tabaco en cantidades ingentes, te invitan a la Casa Blanca.

Las desigualdades raciales son innegables: los varones afroamericanos tienen trece veces más probabilidades de ir a la cárcel por delitos relacionados con el narcotráfico que los blancos, cuyo consumo de estupefacientes es relativamente mucho mayor. Las condenas a prisión que afectan a los afroamericanos son un 13 por ciento más largas que las que afectan a los blancos. La guerra contra las drogas ha sido en gran medida una guerra contra la gente de color.

Por lo visto, a la actual administración estadounidense no le importa que esas políticas sean racistas. Alentado por su jefe, el señor Sessions instó a los fiscales federales a solicitar sistemáticamente sentencias máximas para todos aquellos delitos relacionados con las drogas, incluso para los no violentos.

Es un error y un despropósito en todos los sentidos.

Sabemos que los programas de rehabilitación y tratamiento de drogodependientes son mucho más eficaces que la cárcel a la hora de reducir el consumo de drogas. De hecho, en nuestras prisiones abundan las sustancias ilegales, y quienes ingresan en ellas siendo adictos suelen salir siendo adictos. Si el encarcelamiento masivo funcionara, ¿nuestro problema con las drogas no tendría que haber mejorado a estas alturas, y no al contrario?

Pero en lugar de hacer un esfuerzo decidido por resolver el problema de las drogas en su origen –en un momento en que fallecen más estadounidenses por sobredosis de opiáceos que por accidentes de tráfico–, Trump se dedica a agitar ante la opinión pública trampantojos como el muro fronterizo –que no hará absolutamente nada por reducir la afluencia de drogas– y aboga por “encerrarlos a todos”, esgrimiendo declaraciones facilonas que ponen de manifiesto su pereza intelectual y que quizá como proclamas sean eficaces, pero que como medidas políticas resultan pavorosas.

El encarcelamiento masivo es, además, desastroso desde un punto de vista fiscal.

El gobierno de Trump, que se jacta de sus recortes presupuestarios, pretende “ampliar” nuestros gastos en prisiones, a pesar de que un año de internamiento en una celda de California sale más caro –75.650 dólares– que un curso en Harvard. En 2012, los Estados Unidos gastaban 63.400 millones de dólares al año en su maquinaria penitenciaria. Trump quiere gastar todavía más.

Arremeten contra las bandas que empuñan armas, pero no tanto contra quienes promueven el uso de armas entre la opinión pública estadounidense. La Asociación Nacional del Rifle (NRA) donó más de treinta millones de dólares a la campaña presidencial de Trump, que a su vez prometió –entre otras cosas– acabar con las “zonas libres de armas”. El exfiscal general Sessions ha obtenido la máxima calificación que otorga la NRA a los políticos en activo (además de 35.750 dólares en contribuciones a su campaña para el Senado) y votó en contra de la comprobación de antecedentes penales en los posibles compradores en las ferias de armas.

Mi novela Corrupción policial trataba sobre la lucha del Departamento de Policía de Nueva York contra las drogas y las armas. La investigación que llevé a cabo en el momento de escribirla demuestra que la mayor parte de las armas empleadas por bandas violentas proceden de estados con una reglamentación permisiva respecto al uso de armas y ninguna restricción respecto a las ferias de armas. Desde dichos estados, los compradores trasladan las armas por la “Tubería de Hierro” de la Interestatal 95 y su red anexa de carreteras hasta ciudades como Chicago, Baltimore y Washington: armas que los cuerpos policiales se esfuerzan denodadamente por retirar de las calles y que acaban con la vida de pandilleros, pero también de transeúntes inocentes y policías. Trump y Sessions, sin embargo, abogan por relajar las escasas restricciones todavía vigentes.

Eso no es ley y orden. Es arbitrariedad y desorden.

En la última etapa del gobierno de Obama por fin empezamos a ver una política más sensata respecto a las drogas ilegales: clemencia para los delincuentes no violentos que cumplían largas condenas a prisión, voluntad de poner fin a las sentencias mínimas obligatorias, una postura menos agresiva respecto al cumplimiento de la reglamentación contra la marihuana, o la abolición de la privatización de las cárceles a nivel federal.

En sus infinitas prisas por deshacer, sin ton ni son, todo lo que hizo Obama, Trump quiere revertir esos avances y retomar una política obsoleta y fracasada que solo dará como resultado más sufrimiento, más despilfarro y más muertes.

Es decir, una catástrofe.

10-III-19, lavanguardia, Don Winslow