"Jugando a ser Wong", John Carlin

Vi una entrevista esta semana en la BBC con un joven de Hong Kong y sentí algo que se parecía a la envidia. Joshu Wong es uno de los millones que se han estado rebelando contra la dictadura china en las calles de aquel pequeño enclave asiático. Su causa no es opcional, como algunas de las que vemos últimamente en los países mimados de Occidente, sino justa, urgente y necesaria.

No está jugando a liberarse de tiranos imaginarios. No hay ni postureo, ni manipulación, ni falsedad en lo que dice. Cuando hablaba en la BBC de luchar por la democracia su rostro de bronce emitía convicción y limpieza moral.

Wong es un líder estudiantil que sigue en la lucha pese a haber sido encarcelado este año por las autoridades chinas, pese a saber que le puede esperar una larguísima condena, o peor. Quiero pensar que en su lugar haría lo mismo. Siento una cierta envidia porque la causa por la que le ha tocado sacrificarse no admite ambigüedades. Hong Kong ­escenifica la batalla ancestral por la libertad contra la tiranía.

Wong y los valientes que se manifiestan a su lado luchan contra uno de los ­sistemas capitalistas más desiguales y despiadados del mundo, el del partido comunista que lidera Xi Jinping. Pero, quizá sin saberlo, luchan de manera simbólica también contra los Trump, Bolsonaro, Maduro y demás aspirantes a zares del siglo XXI cuyo portavoz es el presidente ruso Vladímir Putin.

En una entrevista con el Financial Times la semana pasada, Putin declaró que “la idea liberal” se había vuelto “obsoleta”. La idea ­liberal significa el respeto a la libertad del individuo a través de un gobierno de la gente, por la gente, para la gente. O sea, es la base fi­losófica de las democracias occidentales del último ­siglo. Esto es lo que defiende la población de Hong Kong, que vive bajo la es­pada de Damocles desde que el territorio dejó de ser una colonia británica y pasó a control soberano chino
en el año 1997. Pero no control total chino, y he aquí la cuestión.

Reino Unido y China negociaron un acuerdo según un principio que llamaron “un país, dos sistemas”. Significó que Hong Kong mantendría durante 50 años un alto grado de autonomía en cuanto a su sistema legal y el derecho a la libertad de expresión. Es, por ejemplo, el único lugar en territorio chino donde se puede conmemorar la masacre de la plaza de Tiananmen, Pekín, en 1989, en la que los militares recibieron órdenes del gobierno para abrir fuego contra manifestantes indefensos.

(Oriol Malet)

Pero han pasado 22 de los 50 años y el régimen chino está impaciente por hacer con los siete millones de ciudadanos de Hong Kong lo que hace con sus otros 1.380 millones de súbditos: condenarlos al autoritarismo del politburó. Lo que desató las enormes protestas de las úl­timas semanas fue una propuesta de ­Pekín que reduciría la independencia del sistema legal de Hong Kong exponiendo a sus ciudadanos a la extradición. Es decir, un mecanismo legal que permitiría sacarlos de su territorio y someterlos a la descaradamente politizada judicatura china.

No es ninguna broma el enfrentamiento entre el David de Hong Kong y el Goliat de Pekín. En cambio, aquí donde yo vivo, en Inglaterra, y donde paso mucho tiempo, en España, la política demasiadas veces es de risa. Por más ­lejos que quede, y quedará, la Utopía, estos son países que han alcanzado ­niveles de prosperidad y libertad con los que la gran mayoría de la humanidad sólo puede soñar. Sin embargo, muchos de sus líderes creen que son Joshua Wong.

La nueva pasionaria del partido Brexit, una tal Ann Widdecombe, declaró en el Parlamento Europeo esta semana que la Unión Europea era una insti­tución “antidemocrática” de cuyo yugo su “oprimido” país deseaba rebelarse “como esclavos contra sus dueños”. Lo fabulosamente ridículo es que Wid­decombe no hizo más que expresar en ­palabras coloridas la absurda ficción que comparten millones de sus com­patriotas.

En cuanto a España, posiblemente el país en el que se vive mejor de todo el mundo, ambos bandos de la trifulca independentista catalana se acusan mutuamente de ser “fascistas” o “nazis”, convencidos cada uno de ellos de que están abanderando causas sagradas en defensa de valores eternos. Eso sí: en su esmero por parecerse más al sistema ­judicial chino que al de Hong Kong sus señorías españolas han logrado la ha­zaña de alimentar los tópicos del in­dependentismo, pero también es verdad que si, en vez de disfrutar tanto del jugueteo, ambas partes se hubieran empeñado en buscar ­soluciones al lío catalán, se hubiera evitado llegar al ­extremo pekinesco de meter a políticos en la cárcel sin juicio.

No dudo de que si el joven y serio Wong se permitiese la ligereza de dedicar un minuto de su tiempo a las batallas políticas de hoy en España e Inglaterra respondería como aquel argentino que, observando el fenómeno independentista catalán, dijo: “¿A ustedes qué les pasa? ¿Se aburren?”.

Mucha razón, el argentino. La gente necesita drama en sus vidas. Ni el fútbol, ni los reality shows, ni las series de Netflix son suficientes. Y si no existe un drama de verdad para dar chispa y sentido a la vida, hay que inventarlo. Aquí en Europa occidental llevamos tres ­generaciones en paz. Nos hemos convencido de que va a durar para siempre. Este es el problema. Reconocer que todo va razonablemente bien, o que no existe un dragón al que hay que aniquilar, resulta insoportable para muchos. Con lo cual soñamos con ser como los sublevados de Hong Kong. Yo también, en algún romántico rincón de mi ser, salvo que me cuesta caer en el autoengaño. No voy a dar la vida por causas opcionales como el Brexit o el antiBrexit, como la soberanía catalana o la unidad de España. No lo haré mientras se me permita decir o escribir lo que quiera aquí o en cualquier otro medio o lugar.

Lo que no significa que haya que seguir siempre riéndose. Los que no estamos en Hong Kong, o en Rusia o en Venezuela, debemos estar atentos a las corrientes autoritarias que fluyen por Estados Unidos, América Latina y Europa. Putin tiene sus seguidores, entre ellos Donald Trump, que se siente ­mucho más cómodo con él, o con Kim Jong Un o con el déspota saudí Mohamed bin Salman, que con, por ejemplo, Angela Merkel.

Ojalá no, pero quizá llegue el momento en el que no haya más remedio que imitar el ejemplo de los demócratas de Hong Kong. En tal caso, si soy sincero, no habría tanto que envidiar. Mejor seguir jugando a ser Joshua Wong.

, 07/07/2019 - lavanguardia