"Sobre la noviolencia", Josep Maria Ruiz Simon

(texto en diez entregas en lavanguardia entre el 21-V-19 y el 23-VII-19)

Si se hiciera una lista de los libros más útiles publicados en el último medio siglo, De la dictadura a la democracia (1993) de Gene Sharp estaría en el top ten. Siempre hay quien cree conveniente provocar un cambio de régimen o iniciar un proceso de independencia. Y desde su aparición, quienes quieren organizar estos procesos disponen de un manual de instrucciones para planificar las batallas que les deberían permitir lograr sus objetivos estratégicos y formar a los activistas que deberían participar en ellas como soldados. El hecho de que este manual también incorpore una lista con 198 métodos de acción y persuasión no violenta también ha contribuido, sin duda, a su éxito. La imaginación es un bien escaso. Y este repertorio, que recoge recursos como el uso de símbolos en la ropa, los ayunos o “la soberanía dual y el gobierno paralelo”, permite economizarla. Por estos motivos, y por algún otro, no resulta extraño que todos aquellos que, desde hace años, han querido organizar alguna revolución de color o alguna primavera u otoño revolucionario lo hayan contemplado como la mejor opción bibliográfica y en algún caso lo hayan llegado a presentar como un arma más valiosa que la bomba atómica.

El exitoso libro de Sharp es una obra eminentemente práctica que enseña cómo trazar una estrategia para conseguir un cambio de régimen. Pero parte de una teoría del poder que no tan sólo sirve para justificar la funcionalidad de esta estrategia, sino también para dotarla de una gran fuerza persuasiva de cara a quienes hay que movilizar para llevarla a cabo. Esta teoría, que Sharp ya había expuesto en La política de la acción no violenta (1973), tiene la virtud metodológica de la simplicidad. Mezcla con parsimonia la doctrina de Max Weber sobre la legitimidad con la de La Boétie sobre la servidumbre voluntaria. Parte, en definitiva, de la consideración de que un gobierno sólo es legítimo mientras los gobernados consideran que lo es y de la idea de que el poder de quienes gobiernan depende de la obediencia, el consentimiento o la colaboración de los gobernados. De acuerdo con estos planteamientos, el primer objetivo que han de plantearse quienes buscan un cambio de régimen o quieren obligar a un régimen a aceptar sus exigencias es la deslegitimación de este régimen y el consiguiente debilitamiento de su poder. Y, según Sharp, la mejor manera de lograrlo es el recurso a la estrategia de la acción no violenta, un recurso que no defiende en nombre de principios éticos o religiosos sino como una cuestión puramente pragmática.

La estrategia propuesta por Sharp parte de la asunción del supuesto de que, en el mundo actual, las estrategias no violentas son mucho más efectivas que las violentas. El hecho de que estas estrategias logren su más alto grado de eficacia cuando logran que el régimen al que se quiere derrotar sea visto por la población y la comunidad internacional como un régimen autoritario es un hecho que no deberían menospreciar quienes estén interesados en el posible impacto de los textos en la acción, en el reflejo de las lecturas en las prácticas.

 

La estrategia de la acción no violenta propugnada por Gene Sharp y sus acólitos se basa en una rigurosa división del trabajo. Rechaza, por razones puramente pragmáticas, la realización directa de acciones violentas por parte de quienes desafían un régimen. Pero, a la vez, reserva un papel destacado al uso instrumental de la violencia producida por el Estado. Como dice el propio Sharp: “Si se ha contemplado que la acción provocadora de la resistencia con un alto riesgo de víctimas va a hacer falta para un fin estratégico, entonces hay que calcular con mucho cuidado los posibles costos de la acción y sus ganancias”. De acuerdo con este planteamiento, mientras que la opción por la estrategia no violenta en detrimento de la violenta se lleva a cabo por una evaluación de eficacia, la decisión de realizar o no acciones que pueden produ-cir una reacción violenta se tiene que tomar por un cálculo de eficiencia. Y este cálculo no puede dejar de lado que, en determinados escenarios, y sopesando las opciones por el resultado que se espera obtener, un cierto grado de violencia del Estado podría ser más deseable que su no violencia para la estrategia de quienes lo desafían no violentamente. En la racionalidad del desafío no violento, la violencia no aparece como un efecto lateral no buscado, sino como un fin intermedio previsible y propiciable que, usado como medio, puede permitir lograr, si se produce, un determinado objetivo estratégico.

El propio Sharp teoriza sobre el tipo de política que permite maximizar las ganancias de estas “acciones provocadoras” cuando dan lugar a una respuesta estatal violenta. La denomina jiu-jitsu político. El jiu-jitsu es un arte marcial que enseña a usar la fuerza del rival en beneficio propio. Y esta política se describe como un procedimiento que busca cambiar las relaciones de poder entre quienes siguen una estrategia no violenta y el régimen con el que combaten usando contra el Estado la violencia que éste puede llegar a ejercer contra quienes lo desafían. La clave de esta técnica es el cultivo de las reacciones que pueden provocar las acciones estatales. La legitimidad del Estado, que, de acuerdo con Max Weber, tiene el monopolio del uso legítimo de la violencia, decrece a medida que crece la opinión de que hace un uso ilegítimo de ésta. Y el éxito del jiu-jitsu político depende tanto del carácter subjetivo de la legitimidad como de la difusión de esta creencia, que permite seguir el juego desde una posición más favorable que la del adversario. Esta posición es el lugar de la superioridad moral, que ofrece a quien lo ocupa grandes ventajas tácticas. La conquista de este
lugar de privilegio por medio de la explotación propagandística de las respuestas estatales a las “acciones provocadoras” es capital para las estrategias no violentas. Y el hecho de que estas estrategias no violentas no se adopten por principios morales sino por razones pragmáticas no es contradictorio con el hecho de que la victoria de estas estrategias dependa de la habilidad en la instrumentalización política de los sentimientos morales de los ciudadanos.

 

Robert Helvey recomienda que los manifestantes lleven tela blanca a las acciones que los estrategas de los movimientos no violentos convocan tras calcular que podrían favorecer una reacción violenta de la policía que sería provechosa. Este consejo no responde a la previsión de la necesidad de agitar una bandera de este color, que es el símbolo usual cuando se pide un cese de las hostilidades o se expresa la voluntad de rendirse o parlamentar con el enemigo. La utilidad prevista para esta tela es la de hacer jirones para convertirlos en vendas aplicables a las posibles heridas. Evidentemente, las razones de su blancura no son médicas. Como el propio Helvey explica en On strategic non violent conflict, las vendas han de ser blancas porque se ven mejor en las fotos. “Incluso algo tan simple como los vendajes –añade– puede utilizarse con gran ventaja”. Lo que maximiza la utilidad de las vendas blancas son los fotógrafos y las cámaras que pueden tomar imágenes que capten la atención de las redes y los medios. Las imágenes son un arma esencial en el arsenal del jiu-jitsu político de la estrategia no violenta, que, como apuntábamos la semana pasada, es la técnica que permite usar la fuerza del rival en beneficio propio. No hay nada tan deseable y funcional como unas imágenes impactantes cuando se trata de debilitar la posición del gobierno con que se combate provocando cambios de opinión que resulten favorables a la causa. Helvey subraya que estas imágenes pueden llegar a ser vistas por centenares de millones de personas. También apunta que esto no debe distraer a los heridos, que no tienen que “caer en asuntos mundanos o triviales, como peinarse o ponerse maquillaje para su momento de gloria”.

La eficacia del jiu-jitsu político se basa en el poder de la propaganda. El excoronel Robert Helvey, colaborador de Gene Sharp en la Albert Einstein Institution e iniciador del famoso Srdja Popovic en los secretos de las estrategias no violentas, dedica muchas páginas de su libro a las operaciones psicológicas (PSYOP), que identifica como la pieza central de estas estrategias. El propósito de estas operaciones es influir en las actitudes y los comportamientos de las personas a quienes se dirigen por medio de la propaganda. Helvey no esconde que, para ésta, la exactitud de los hechos que manipula persuasivamente es una cuestión irrelevante. Y concluye que la propaganda no es en sí misma ni buena ni mala y que los juicios morales han de dirigirse hacia los objetivos que persigue. Que el fin justifica los medios es una vieja máxima. Como es obvio, Helvey pasa por alto que el discurso sobre la naturaleza de los objetivos políticos también puede ser propagandístico. Pero, desde sus planteamientos, parece claro que lo que real­mente justifica la propaganda es el éxito con que logra sus propios propósitos. Y, desde esta perspectiva, mientras lo ignoren aquellos a quienes se quiere hacer cambiar de opinión, resulta indiferente que el rojo que mancha la venda blanca sea de sangre auténtica recién derramada o de sangre artificial adquirida en una tienda de atrezo.

 

Así como los manuales de guerrilla urbana para dummies ofrecen instrucciones para hacer cócteles molotov, en los compendios de estrategia no-violenta no acostumbra a faltar un capítulo sobre la “acción dilema”, un arma que, si se juzga por sus efectos políticos, puede resultar mucho más destructiva que las bombas de fabricación casera. Una acción dilema es una operación diseñada para poner al rival ante una situación en que se ve obligado a escoger entre dos opciones igualmente malas. Como la marcha de la sal, que Gandhi planeó, con una notable inteligencia estratégica, cuando en 1930 quería retomar la campaña para la independencia de India.

Según los expertos, para cocinar una acción dilema, hay que seguir tres pasos: 1) buscar un tema capaz de movilizar la población no directamente identificada con la causa del movimiento pero instrumentalizable, 2) elaborar una acción estableciendo un plan de trabajo y teniendo en cuenta tanto los puntos fuertes y los puntos débiles del movimiento como los del adversario y 3) llevar a cabo la acción y aprovechar los efectos que produzca. El secreto del plato radica evidentemente en la elección de un buen pretexto movilizador que permita ensanchar la base. El objetivo de Gandhi era la independencia. Pero no convocó la marcha para reclamarla, sino para reivindicar, promoviendo su ejercicio, un derecho que describía como fundamental, el derecho a producir sal. La marcha ponía en escena el desafío al monopolio y al impuesto del gobierno colonial británico sobre este producto. En nombre de un derecho que se equiparaba al de respirar, incitaba a la realización de una actividad considerada ilegal. Y ponía a las autoridades ante la alternativa de permitir o reprimir una marcha que se amparaba en las libertades de expresión y manifestación. Esta alternativa es habitual en las acciones dilema que siguen su modelo, que, si producen una represión más o menos violenta, se articulan con la técnica del jiu-jitsu político, que, como vimos en entregas anteriores, enseña a usar la propaganda para aprovechar la fuerza del rival en beneficio propio. Aunque detuvieron a Gandhi unas semanas después, en esta ocasión las autoridades británicas no recurrieron a la fuerza. Se ahorraron las fotos de la represión, pero no pudieron evitar que los pilares de su poder fueran igualmente socavados por una propaganda que, en este caso, aprovechó la imagen de la debilidad.

Algunos manuales para la formación de activistas de la estrategia no-violenta proponen ejercicios para el aprendizaje de los conocimientos y las competencias que divulgan. Entre estos ejercicios se encuentran los que invitan a plantear posibles acciones dilema con esquemas de filas y columnas. La independencia de India no se concretó hasta diecisiete años después de la marcha de la sal. Pero no resulta difícil imaginar un enunciado que proponga elaborar lo que, sobre el papel, que todo lo aguanta, sería una jugada maestra: una acción dilema pensada para la realización inmediata, en otro contexto, del objetivo final de un movimiento como el de Gandhi.

 

La confusión ignorante o interesada entre desobediencia civil y desafío político no violento parece un arma retórica cargada de futuro. Pero hay que dar a John Rawls lo que es de John Rawls y a Gene Sharp lo que es de Gene Sharp. Lo que corresponde a Rawls es la concepción clásica y comúnmente aceptada de la desobediencia civil. La que propone en su Teoría de la justicia, donde la describe como aquella desobediencia que se manifiesta en “un acto público, no violento, consciente y político, contrario a la ley y cometido con el propósito de ocasionar un cambio en la ley o en los programas de gobierno”. Según Rawls, este tipo de actos, que han de tener un carácter meramente simbólico y que se plantean como una respuesta a lo que se percibe como una injusticia manifiesta tras haber agotado todas las vías legales, solo tienen sentido en estados democráticos y de derecho más o menos justos. Y quienes los realizan los llevan a cabo asumiendo sus consecuencias e invocando los principios que consideran que legitiman tales estados desde la convicción moral de que las leyes o las políticas que se quieren cambiar se apartan de estos principios.

Lo que incumbe a Sharp es, en cambio, la doctrina sobre aquellas acciones no violentas por medio de las que el movimiento que las planifica estratégicamente busca provocar un cambio en las relaciones de poder que le permita imponer sus objetivos al régimen al que se opone, que presenta, a veces de acuerdo con la realidad y siempre de acuerdo con sus intereses, como dictatorial e ilegítimo. Básicamente, las obras de Sharp y sus acólitos ofrecen técnicas útiles para quienes quieren lograr un cambio de régimen. Y ni este propósito ni la manera como se describe el contexto en que se justifica no se corresponden con lo que Rawls considera propio de la desobediencia civil.

Entre las condiciones que, según Rawls, deben cumplir los actos legítimos de desobediencia civil se encuentra la que establece que no han de alcanzar dimensiones que pongan en peligro el funcionamiento de la orden constitucional o, de acuerdo con la glosa de Habermas, acciones que, en vez de violar simbólicamente una norma jurídica concreta, pongan en cuestión la obediencia respecto al ordenamiento jurídico en conjunto. Como ya recordó Berel Lang, hay desafíos no violentos que no se pueden considerar honestamente como actos de desobediencia civil. Entre otros, los que no buscan conseguir la reforma de ciertos elementos –leyes o políticas– de una estructura política, sino eliminar o derrocar esta estructura. Aunque Lang no lo diga, tampoco caen bajo el concepto de desobediencia civil los actos que dejan de ser simbólicos porque se vinculan a una legalidad paralela que les otorga un carácter jurídicamente vinculante. Ni las acciones de desobediencia institucional, entre las que estarían las llevadas a cabo por una institución que forma parte del Estado que tuvieran como objetivo, de acuerdo con la definición de golpe de Estado de Kelsen, la sustitución de un ordenamiento jurídico por otro por medio de procedimientos no previstos en el primero.

 

Hay muchos tipos de violencia. Y Gene Sharp y sus acólitos solo desaconsejan dos: la violencia contra otros seres humanos que causa la muerte o daños físicos y la que interviene en la amenaza explícita de hacer uso de este tipo de violencia. En un acto de restricción mental que recuerda el preconizado por los jesuitas del Barroco, el desafío que patrocinan se autodefine como no violento porque recomienda no realizar actos basados en estas formas de violencia, que considera ineficaces, aunque promueva, en la medida que resulte útil, el recurso a acciones que se basan en otras. Algunas de estas acciones se recogen en la famosa lista de 198 métodos de acción no violenta que el propio Sharp elaboró para The politics of nonviolent action (1973) y que suelen reproducir los manuales del ramo. Entre estos métodos los hay que suponen el recurso eventual a la fuerza sin la intención de causar daños físicos a quienes los quieran impedir. Y también intervenciones hostiles consistentes en el ejercicio de la violencia psíquica o verbal, como los acosos, los escarnios públicos o los gestos groseros o insultantes, unas intervenciones que, de acuerdo con los planteamientos de Sharp, hay que interpretar, en principio, como elementos de una estrategia orientada a forzar a los adversarios a aceptar los objetivos de quienes las promueven. El hecho de que estas intervenciones también busquen forzar el posicionamiento de terceros hace que tales violencias psicológicas confluyan con la violencia simbólica y asuman el papel de castigos ejemplarizantes. Las acciones psicológicamente violentas señalan qué puede ser objeto de denigración, humillación, segregación o intolerancia, e indirectamente qué puede ser motivo de reconocimiento, por parte del grupo que las promueve allí donde este grupo ocupa un lugar socialmente dominante. Y así actúan en el campo de las posiciones sociales, disuadiendo a los unos y persuadiendo a los otros.

La semana pasada recordábamos que, en relación al desafío no violento y la desobediencia civil, hay que dar a Gene Sharp lo que es de Gene Sharp y a John Rawls lo que corresponde a John Rawls. También hay que dar a Sharp lo que es de Sharp y a Gandhi lo que es de Gandhi. Sharp y los sharpianos subrayan la diferencia entre su estrategia no violenta, que justifican por razones meramente pragmáticas, y la no violencia de quienes, como Gandhi, la defienden por principios. Respecto a Gandhi, la bibliografía señala las posibles contradicciones entre sus principios no violentos y los medios propuestos, que, pese que lo eran, el Mahatma se resistía a considerar coercitivos y prefería describir como pedagógicos y orientados al desarrollo de las virtudes morales del adversario. En la estrategia no violenta de Sharp no se dan este tipo de contradicciones. En tal estrategia, que rechaza el uso de las acciones físicamente violentas porque son más ineficaces que las no violentas que provoquen respuestas violentas del Estado, los actos de violencia psíquica y simbólica también se valoran solo en función de su rendimiento en el cambio de las relaciones de poder.

 

Cuando Gene Sharp subraya que no hay nada en la acción no violenta que impida que pueda ser usada tanto para causas ‘buenas’ como para causas ‘malas’ no usa las comillas en vano. Las utiliza para tomar distancia, separando su discurso, que se presenta como un discurso técnico sobre una estrategia que mira las acciones no violentas como medios eficaces para lograr determinados fines políticos, del lenguaje moral sobre el bien y el mal, que las juzgaría sopesando si pueden o no subsumirse bajo principios éticos. El hecho de que Sharp añada que las consecuencias sociales de su uso para una causa ‘mala’ difieren considerablemente de las consecuencias de la violencia usada para la misma causa ‘mala’ no sólo se puede valorar con aprobación y simpatía. También hay que observarlo desde la perspectiva del análisis y la evaluación de riesgos. Resulta de todo lógico que quienes han concebido la estrategia no violenta como un arma y divulgan los secretos de su fabricación reflexionen sobre el impacto que puede tener el posible uso de este instrumento por combatientes de ejércitos no aliados o que libran guerras que responden a objetivos diversos o no contemplados.

En los prólogos de sus manuales, Sharp y sus acólitos suelen recordar algunos países, de los Bálticos a Serbia, de Ucrania a Myanmar, en que ha triunfado esta estrategia concebida para lograr cambios de régimen. Por su parte, los detractores habituales constatan que en estas listas sólo aparecen golpes de estado blandos favorables a los intereses de EE.UU. Pero, por su bajo coste de producción, baja siniestralidad, facilidad de uso y eficacia, el desafío no violento se ha convertido, como el kaláshnikov, en un arma popular entre todo tipo de usuarios. Y nunca se ha inducir apresuradamente, a partir de la constatación del recurso a elementos característicos de este método, que un desafío responde a aquellos intereses. Para llegar a esta conclusión, hacen falta otros indicios. Y no perder de vista que, en estos ámbitos de perfiles borrosos, aunque no haya aparecido ningún Graham Greene o John Le Carré para novelarlos, también se pueden encontrar, junto a los nacionales, agentes dobles o triples y activistas internacionales ya retirados que hacen de mercenarios o van por libre.

El medio no justifica los fines. Pero encala su apariencia. La acción no violenta no hace buenas las causas. Pero enseña a conquistar el lugar de la superioridad moral desde donde se ganan las batallas de la opinión pública. De hecho, toda su eficacia depende de esta conquista. Y, por este motivo, el desafío no violento podría definirse como una técnica que busca conseguir cambios de régimen a partir del aprovechamiento de las ventajas que comporta la toma por asalto de esta posición privilegiada. Que esta técnica pueda ser usada tanto para causas ‘buenas’ como ‘malas’ no debería hacer olvidar lo que recordaba Carl Schmitt en una conferencia en Barcelona en 1929: las técnicas no son neutrales, sino que adquieren uno u otro sentido en función de las políticas de quienes se apoderan de ellas.

 

A Srdja Popovic, del Center for Applied Nonviolent Action and Strategies (CANVAS), le gusta citar una frase que se atribuye a Benjamin Franklin, la que dice que la humanidad se divide en tres grupos: el de quienes no se mueven, el de quienes se dejan mover y el de quienes mueven. Su libro Cómo hacer la revolución: instrucciones para cambiar el mundo (Malpaso) está pensado como un manual de autoayuda para quienes quieren formar parte del tercer grupo. Y uno de sus consejos más celebrados es el que les explica cómo han de comportarse para movilizar a favor de una causa el máximo número de personas del segundo. Parece un truco sencillo. Consiste en identificar otra causa distinta de aquella que “realmente importa” a los movilizadores pero capaz de reclutar una tropa mucho más numerosa.

Popovic explica cómo debe ponerse en práctica este truco proponiendo un ejercicio muy simple. Hay que coger un trozo de papel (una servilleta sirve), trazar una línea y poner a un lado a quienes crees que estarían dispuestos a seguirte si usaras la causa real para movilizar. A continuación, tras comprobar que no son suficientes, hay que imaginar sucesivamente otras causas hasta encontrar una línea divisoria que garantice el mayor número posible de compañeros de viaje y sólo deje al otro lado un pequeño grupo de “malvados”. Uno de los ejemplos históricos que Popovic relata para explicar este truco es el caso de Harvey Milk, un mártir del movimiento por los derechos de los gays, que consiguió un lugar políticamente favorable a su causa utilizando astutamente como trampolín el cultivo del malestar de sus conciudadanos por la omnipresencia de cagadas de perro en las calles de San Francisco. Gracias a este ejemplo antológico, en el discurso sobre la acción no violenta, las “cagadas de perro” se han convertido en la metáfora de las causas que hay que saber instrumentalizar porque son las que suscitan más apoyo y permiten ensanchar la base. Un ejemplo cercano puede servir para ilustrar el uso de esta metáfora. Dado que en Catalunya la independencia motiva a un cierto número de personas, la república, a un número superior y los derechos civiles y políticos, a un número aún más grande, en el caso del independentismo catalán, la cagada de perro ha de ser, como señala glosando a Popovic Raül Romeva
en Esperança i llibertat (2019), la lucha por estos derechos.

La estrategia de la acción no violenta es gradual. Y el papel que interpreta la causa distinta de la que “realmente importa” a quienes mueven y la instrumentalizan para movilizar a quienes se dejan mover hay que observarlo desde este punto de vista. Desde esa perspectiva, esta causa toma la apariencia de la vieja escalera de List, que sólo sirve para subir y que puede retirarse cuando se ha logrado la posición buscada. El que el motivo que garantiza más apoyo no coincida con el objetivo verdadero del movimiento que recorre a él es un indicio de la precariedad de la causa, causa propagandística que corre el riesgo de caer en el olvido cuando que se convierte en un estorbo.

 

El desafío no violento tiene poco a ver con los juegos que permiten soluciones win-win, en que, de alguna manera, todo el mundo puede salir ganando. Se plantea como un juego a todo o nada entre rivales con objetivos incompatibles. Y este planteamiento explica el peculiar tratamiento que Gene Sharp y otros miembros de la Albert Einstein Institution como Robert Helvey realizan del fenómeno de la negociación. Sharp muestra un gran interés en subrayar que la negociación y la estrategia no-violenta, aunque pueden coincidir ocasionalmente, son opciones divergentes. Quienes negocian deben estar dispuestos a transigir, a hacer concesiones recíprocas y buscar soluciones de compromiso. El objetivo principal de los desafiantes no-violentos es, en cambio, la inversión de su relación de poder respecto a los desafiados, es decir, lograr la posición que les permitiría imponer su voluntad. Y, desde este punto de vista, la opción de negociar se presenta como una práctica de riesgo que hay que contemplar con reticencia.

Como es habitual en la teoría sharpiana, la reticencia respecto a las negociaciones se expone a través de un discurso de significación doble pero confluyente. Por un lado, se expresa como una cuestión relacionada con los intereses y de carácter estrictamente técnico. Desde esta perspectiva, se aconseja rehuir como una trampa las negociaciones en que no se está en condiciones de acabar imponiendo la propia voluntad con el argumento de que el resultado de un proceso negociador nunca depende del peso de las razones o la justicia de las causas, sino de la interrelación de fuerzas, que decantará la balanza de los acuerdos y su realización efectiva en una u otra dirección. Por otro lado, se expresa como una cuestión de principios, unos principios, aquellos con que se justifica la lucha (los que sean, pero respecto a los cuales los desafiantes se reservan el monopolio de la interpretación), que se presentan como innegociables y que no admitirían concesiones. Tanto desde un punto de vista como desde otro, solo tendría sentido negociar cuando el cambio en la correlación de fuerzas ya se hubiera producido de facto y los desafiados ya no estuviesen en situación de pedir transacciones o de ganar tiempo para restaurar los pilares del poder erosionado, sino solo en la de pactar cómo se rinden y se dirigen al aeropuerto.

A veces, se habla de la acción no-violenta como de un instrumento al que se recorre para forzar un proceso negociador que permitiría hallar una salida transaccional de un conflicto. Pero, en las estrategias sharpianas, esta posibilidad solo se plantearía como una maniobra de distracción o disimulo. Como apunta Helvey, en el desafío no-violento, las negociaciones pueden verse como posibles medios u objetivos intermedios pero nunca como fines. Por eso, cuando se proyecta negociar con sharpianos, conviene no perder de vista que, para ellos, si pueden aspirar a la coherencia, la única negociación buena es la que pacta la rendición incondicional del enemigo o la que sirve para crear las condiciones que permitirían obtenerla en un futuro próximo.

 

Gene Sharp concibió su estrategia del conflicto no-violento como un instrumento para derrocar regímenes que eran o podían llegar a ser percibidos como dictatoriales o autoritarios. Durante años, sus escritos se usaron con éxito o sin como manuales para poner en marcha este tipo de operaciones. La oposición a la junta militar de Myanmar, la caída de Milosevic en Serbia, las revoluciones de colores de las exrepúblicas soviéticas y las revueltas de las primaveras árabes han llevado, entre otras, su sello. Pero, desde hace una década, a la sombra de los efectos políticos de la crisis financiera de 2008 y sobre todo como resultado de las discusiones sobre la experiencia del movimiento Occupy Wall Street, también se ha convertido en tendencia el debate sobre la utilización de esta estrategia para promover cambios en democracias liberales. Desde entonces, en EE.UU., que son su cuna, se ha pretendido asociar los métodos de Sharp a los movimientos cívicos o sociales que, más allá de objetivos puntuales, aspiraban a transformar disrup-tivamente la realidad política. Su asunción por el movimiento independentista catalán hay que situarla en este contexto, aunque se haya concretado de una manera peculiar por el papel que ha tenido en él el gobierno de la Generalitat, que ha liderado el proceso desde unas instituciones que forman parte del mismo Estado cuyos pilares de legitimidad se buscaba erosionar de acuerdo con los planteamientos propios de estos métodos.

Las democracias liberales ofrecen vías para cambiar pacíficamente las cosas que no se encuentran en las autocracias. Las elecciones son la más obvia. Pero no la única. Los derechos civiles o laborales que reconocen, como las libertades de expresión, de manifestación y de prensa o el derecho a huelga, también pueden usarse para intentar favorecer las transformaciones que se consideran deseables. Y la desobediencia civil entendida a la manera de Rawls, que no coincide, como vimos, con la sharpiana, está en la caja de herramientas como último recurso y piedra de toque de los estados democráticos de derecho. Para decirlo con Popper, se puede considerar que los estados democráticos son políticamente más libres que los que no lo son porque sus instituciones permiten cambiar los gobiernos y las políticas sin derramar sangre, en el supuesto de que la mayoría lo desee. Las barreras, a veces en apariencia insalvables, con que puede topar la voluntad de llevar a cabo determinados cambios son evidentes. Pero en el horizonte no se ven alternativas en la democracia que no parezcan claramente peores si se comparten los ideales de libertad e igualdad que conjuntamente la legitiman.

En esta situación, conviene plantearse si la irrupción de los procedimientos del conflicto no-violento en el escenario de la democracia liberal contribuye a su mejora o favorece su deterioro. Conviene plantearse, en definitiva, cómo puede llegar a repercutir en la democracia liberal el recurso a una estrategia de deslegitimación y confrontación gradualmente intensificada que fue
astutamente concebida para socavar y hacer caer regímenes.