"Veintisiete huesos", Plàcid Garcia-Planas
Amsterdam se me ha escurrido siempre de las manos, y con ella La novia judía , el lienzo de Rembrandt.
La primera vez fue en 1991, de paso hacia La Haya para escuchar a Milosevic hablar de paz en plena guerra con Croacia. El lienzo se me escurrió como a Europa se le escurrían los Balcanes en una enésima conferencia de paz organizada por la Comunidad Europea, reuniones que sólo abrían la puerta a más guerras.
Cada mano humana tiene 27 huesos y 35 músculos, suficiente para escribir ‘Mein Kampf’ o ‘Winnie the Pooh’
“Todos los procesos del mundo contemporáneo tienden hacia la integración. Los impulsos nacionalistas van contra la corriente general, ese gran río, ese Misisipi”, afirmó el líder serbio a la revista Time meses después, cuando los suyos ya asediaban Sarajevo. Su respuesta final lo aclaraba todo: “En Serbia, los nacionalistas no están en el poder”.
Fue la primera y última vez que vi a Milosevic, casi toqué, y con él aprendí lo que es Europa. Aprendí en paisajes reales (Bosnia 1995 y Kosovo 1999) que Europa era incapaz de detener guerras europeas. Estados Unidos, una vez más, lo hizo por ella. Y nada, absolutamente nada, indica que en el futuro vaya a ser diferente.
Milosevic murió quince años después en esa misma ciudad mientras era juzgado por genocidio, crímenes de guerra y contra la humanidad que ya cometía (supuestamente) mientras nos hablaba de la gran corriente del Misisipi.
La segunda vez que Amsterdam, y el lienzo, se me escurrió de las manos fue el año pasado, camino de la sinagoga de Leeuwarden, capital de Frisia. Me esperaban los hijos de un matrimonio judío al que mi abuelo ayudó a escapar de los nazis y el Holocausto.
En la sinagoga, Yvette me extendió su mano con la alianza de sus padres brillando en el dedo. Se habían casado, 79 años atrás, en ese mismo lugar y día. Barend Boers puso el anillo en el dedo de la novia, Mimi Dwinger, en la sinagoga que ya no es sinagoga: los judíos se llevaron en 1965 todo el interior a Israel y desde entonces es una sala de baile.
Se casaron cuatro meses antes de estallar la Segunda Guerra Mundial. Escaparon a finales de 1942 junto a otro matrimonio judío holandés, en el peor momento, cuando Ana Frank ya había empezado a escribir su diario. Al cruzar los Pirineos fueron detenidos y encerrados en la prisión de Girona, de donde mi abuelo los sacó. Consiguieron llegar a Vigo y alejarse por el océano. Barend regresó para el desembarco de Normandía.
En la vieja sinagoga de Leeuwarden, los tres hijos del matrimonio agradecieron públicamente, por segunda vez, el gesto de mi abuelo. Si los hubieran devuelto a Francia, “probablemente nosotros no estaríamos aquí”.
LEX VAN LIESHOUT / AFP (AFP)
Tres cuartas partes de los judíos holandeses fueron asesinados en el Holocausto, el porcentaje más alto de Europa occidental. Ni Holanda ni Amsterdam son las que Josep Pla describió en 1928. “Serpenteando entre una población de gente tierna y blanca hay [en la capital] ochenta mil judíos, la mayoría portugueses. Esta gente morena, de ojos negrísimos, rizada y turbulenta, es como un sofrito de cebolla, quemado, esparcido sobre un cerdito dorado y rosa”.
No sabría muy bien cómo interpretar esta descripción, que Pla volvió a imprimir en 1947, cuando la Europa que retrató acababa de sufrir “la guerra más repugnante, diabólica y sucia de los siglos”. Con especial negrura para esa gente que retrató como “sofrito quemado sobre un cerdito dorado y rosa”.
Tampoco sabría interpretar el silencio con el que Pla cubrió la memoria de Aly Herscovitz, una novia judía que tuvo en el Berlín de los años veinte y que acabó sus días en Auschwitz.
Hace una semana fui a Amsterdam con el propósito de no ir a otra parte, de que no se me escurriera. Y fui directo al Rijksmuseum, a La novia judía , una pintura que abducía a Van Gogh: aseguraba que daría diez años de su vida por estar dos semanas frente a ella con un solo pedazo de pan seco para comer.
El juego de manos de los amantes hebreos es extraordinario, en el seno, el vientre, rozándose los dedos, y observé el lienzo junto a una amiga de la ex Yugoslavia cuya memoria también pasa por unas manos.
Durante la guerra, con varios humanitarios occidentales, fue secuestrada por uno de los ejércitos en lucha. Del todo aturdida, sin gafas, encerrada en una cuadra sin luz, tres décadas después sigue impresionada por las manos de uno de sus secuestradores. Manos que, a escondidas, decidieron ayudarla por debajo de la puerta dándole comida y enviando mensajes al exterior. Ella no las podía ver. Sólo tocar.
Cada mano humana tiene 27 huesos y 35 músculos, suficiente para escribir Mein Kampf o Winnie the Pooh , decía la poetisa polaca Wislawa Szymborska.
Mi amiga exyugoslava rechaza poner adjetivos nacionales a “esas manos” (“esas manos”, repite, como si no tuvieran explicación). Ni a los que la secuestraron. “No me secuestró una nación, sino seres con nombres y apellidos”.
Esas manos no eran serbias, croatas o musulmanas, como las manos de la novia de Rembrandt no eran judías. Que era una novia judía se lo imaginó el banquero que en 1833 compró el cuadro. Los expertos dicen que son Isaac y Rebeca, pero intuyo que la pareja bíblica es un disfraz de seres que vivían cerca del pintor, o escondidos en su mente.
“Soy estudiante de Filosofía”, le dijo a mi amiga la voz detrás de la puerta.
Las personas, como las ciudades o los adjetivos, se nos acaban escurriendo de las manos. Hasta que, con el tiempo, se nos escurren las propias manos.