"China, amenaza para los derechos humanos", Kenneth Roth

POLÍTICA EXTERIOR nº 194 - Marzo/abril 2020

 

Mural en Yarkand (provincia de Xinjiang, China), en el que se lee: “La estabilidad es una bendición, la inestabilidad es una calamidad” (20/09/2012). ERIC LAFFORGUE/CORBIS/GETTY

En un contexto de socavamiento de las instituciones internacionales de rendición de cuentas, el gobierno chino destaca por el peso de su labor contra los derechos humanos.

Dentro de sus fronteras, el Partido Comunista de China (PCCh), inquieto por la posibilidad de que las libertades políticas pongan en riesgo su poder, ha construido un Estado orwelliano que emplea alta tecnología para vigilar a la población y desarrollado un sofisticado sistema de censura a través de internet para monitorear y sofocar las críticas ciudadanas. En el extranjero, China se sirve de su creciente poder e influencia económica para silenciar a sus detractores y también para perpetrar el ataque más feroz contra el sistema nacido a mediados del siglo XX, que busca hacer cumplir los derechos humanos en todo el mundo.

El gobierno chino lleva tiempo volcado en la construcción de una “Gran Muralla” en internet para evitar la difusión de críticas formuladas fuera del país. Ahora, ataca cada vez más a menudo a quienes lo critican desde el exterior, ya representen a gobiernos de otros países, formen parte de una empresa o universidad extranjera o salgan a las calles –reales o virtuales– para protestar públicamente. Ningún otro gobierno detiene a un millón de personas pertenecientes a una minoría étnica, sometiéndolas a un adoctrinamiento forzado y, a la vez, ataca a cualquiera que se atreva a desafiar esa represión. Si bien otros gobiernos cometen graves violaciones de derechos humanos, ninguno ejercita su músculo político con tanta determinación y vigor para socavar las instituciones internacionales que le piden rendir cuentas. Si no se le planta cara, Pekín ofrece un futuro distópico en el que nadie está fuera del alcance de sus censores y donde el mencionado sistema internacional de derechos queda tan debilitado que no sirve para monitorear la represión ejercida por gobiernos.

Sin lugar a dudas, el gobierno chino y el PCCh no son las únicas amenazas que penden hoy sobre los derechos humanos. En muchos conflictos armados, como los de Siria y Yemen, los beligerantes desprecian de manera patente la normativa internacional, ideada para librar a los civiles de los horrores de la guerra: desde la prohibición del uso de armas químicas a la del bombardeo de instalaciones sanitarias. En otros lugares, las autocracias populistas se instauran mediante la demonización de las minorías y se aferran al poder atacando los mecanismos de supervisión y control: medios de comunicación, jueces, activistas… Algunos líderes, como el presidente estadounidense, Donald Trump, el brasileño, Jair Bolsonaro, o el primer ministro indio, Narendra Modi, tratan de refrenar ese mismo corpus jurídico internacional sobre derechos humanos que China quiere minar, moviendo a su electorado a la acción y creando disputas artificiales con los “globalistas” que exigen que todos los gobiernos del mundo se sometan a las mismas reglas.

Algunos gobiernos con cuya acción exterior se podía contar para defender los derechos humanos –al menos en determinadas coyunturas– han dejado de lado la causa. Otros, enfrentados a sus propios desafíos intramuros, plantan cara improvisando cualquier tipo de defensa. El gobierno chino destaca, aun contra este lúgubre telón de fondo, por el alcance y peso de su labor contra los derechos humanos. El resultado es una tormenta perfecta: un poderoso Estado centralizado, un séquito de mandatarios ideológicamente afines, un vacío de liderazgo entre países que podrían dar la cara y una serie de democracias que parecen dispuestas a vender la soga con la que se ahorca al sistema de derechos que dicen defender.

Las razones de Pekín

La hostilidad de Pekín hacia los derechos se enraíza en lo frágil que resulta gobernar mediante represión y no por mandato popular. Pese a décadas de impresionante crecimiento económico impulsado por los cientos de millones de ciudadanos emancipados por fin de la pobreza, el gobierno huye de su propio pueblo. Pese a mostrarse convencido de representar adecuadamente a los ciudadanos de todo el país, al PCCh le preocupan las posibles consecuencias del debate público y la vida política sin restricciones. Teme, en efecto, verse sometido al escrutinio popular.

En consecuencia, Pekín se enfrenta a la incómoda tarea de gestionar una enorme y compleja economía sin las aportaciones que ofrecen un debate público y una vida política en libertad. A falta de elecciones, la legitimidad del partido depende en gran medida del crecimiento económico. Así, los dirigentes chinos temen que su ralentización empuje a la ciudadanía a pedir más voz y opinar sobre la forma de gobierno. Las campañas nacionalistas gubernamentales para promover el “sueño chino” y el anuncio a bombo y platillo de discutibles iniciativas anticorrupción no cambian esta realidad.

Con el presidente Xi Jinping, la opresión en China es la más ubicua y violenta en décadas. La modesta apertura que en años recientes permitió a la ciudadanía expresarse acerca de cuestiones de interés público ha terminado. Las organizaciones civiles se han ilegalizado y el periodismo independiente ha dejado de existir. Se restringe el debate en redes, sustituido por un servilismo orquestado, y las minorías étnicas y religiosas son perseguidas. Los cortos pasos dados hacia el Estado de Derecho han terminado conduciendo, de nuevo, al “Estado por derecho” al que el PCCh tenía acostumbrada a la ciudadanía. La restricción de libertades en Hong Kong, en virtud del principio “un país, dos sistemas”, es objeto de una vehemente contestación.

El presidente se ha erigido como el líder más poderoso de China desde Mao y ha instaurado paulatinamente un desvergonzado culto a su persona, eliminando el límite al número de mandatos presidenciales, promoviendo el “pensamiento Xi Jinping” y anticipando el grandioso futuro de una China poderosa pero autocrática. Para seguir anteponiendo este poder a las necesidades y deseos de la ciudadanía, el PCCh ha efectuado un asalto decidido a las libertades políticas. Este asalto podría demostrar que la ciudadanía china no desea en realidad mostrarse complaciente con su gobierno.

Vigilancia sin restricciones

Pekín ha hecho de la tecnología un elemento capital en su labor represiva. En la región noroccidental de Xinjiang, hogar de unos 13 millones de musulmanes –uigures, kazajos y otras minorías túrquicas– opera el sistema de vigilancia pública más intrusivo que el mundo haya conocido. El PCCh lleva mucho tiempo trabajando en sistemas para detectar cualquier indicio de disenso en la ciudadanía. La combinación de una mayor disponibilidad de medios económicos y mejoradas capacidades técnicas ha traído consigo la imposición de un régimen de vigilancia masiva sin precedentes.

Oficialmente, el propósito de este sistema de vigilancia es evitar la repetición de un puñado de incidentes violentos protagonizados hace unos años por presuntos separatistas. Las medidas tomadas, a todas luces excesivas, no se corresponden con las amenazas a la seguridad percibidas. Se ha movilizado a un millón de funcionarios y cuadros del partido para que se alojen con familias musulmanas en calidad de “huéspedes”. Su labor consiste en indagar e informar sobre “problemas”, a saber, rezos u otros indicios de adhesión activa a la fe islámica, contactos con familiares en el extranjero o síntomas de que su lealtad flaquea.

Esta vigilancia personal es solo la punta del iceberg, el preludio analógico de todo un despliegue digital. Despreciando el derecho a la intimidad, el gobierno chino ha instalado a lo largo y ancho de Xinjiang cámaras de vídeo que combina con programas de reconocimiento facial; ha creado aplicaciones móviles específicas para que los funcionarios informen sobre sus observaciones; ha instalado puntos de control electrónicos; y procesa toda la información con tecnologías de macrodatos. Después determina quién debe ser detenido y reeducado. Se trata del mayor caso de detenciones arbitrarias en décadas: más de un millón de musulmanes de etnia túrquica se han visto privados de libertad y sometidos a un adoctrinamiento forzoso. Las detenciones han dejado un sinnúmero de “huérfanos” –niños cuyos progenitores han sido detenidos– internados en escuelas y orfanatos estatales, donde también son adoctrinados. Las escuelas públicas de Xinjiang también educan en la ideología del gobierno.

 

Más de un millón de musulmanes de etnia túrquica se han visto privados de libertad y sometidos a un adoctrinamiento forzoso

 

El objetivo aparente es apartar a los musulmanes del ejercicio religioso, de su identidad étnica y de cualquier opinión política independiente. La única manera que tienen los detenidos de recobrar la libertad es convencer a sus carceleros de que no practican el islam, de que hablan mandarín y de que solo creen en Xi Jinping y el PCCh. Este proyecto refleja la voluntad totalitaria de rediseñar el pensamiento de los ciudadanos hasta que acepten la supremacía del gobierno y del partido.

Pekín está poniendo en marcha otros sistemas de vigilancia e ingeniería de conducta por todo el país. Cabe destacar el “sistema de crédito social” que, promete el gobierno, castigará los comportamientos indeseables –como cruzar la calle imprudentemente o no pagar costes judiciales– y recompensará los deseables. El baremo de “fiabilidad” de los ciudadanos condicionará el acceso a prestaciones y derechos sociales, como vivir en una ciudad atractiva, enviar a los hijos a una escuela privada o viajar en avión o tren de alta velocidad. De momento no se incluyen en el baremo variables relacionadas con la opinión política, pero no sería de extrañar que esto acabase ocurriendo.

Este Estado de vigilancia es exportable a otros lugares, lo que plantea lúgubres perspectivas de futuro. Pocos gobiernos tienen la capacidad de desplegar la cantidad de recursos humanos que China ha enviado a Xinjiang, pero la tecnología es una herramienta al alcance de gobiernos que no se caracterizan precisamente por proteger la intimidad de sus ciudadanos: Kirguistán, Filipinas o Zimbabue, entre otros. Estas tecnologías que permiten abusar de la intimidad del ciudadano son vendidas por empresas chinas, pero también alemanas, israelíes y británicas. No obstante, China las ofrece en paquetes asequibles para gobiernos que quieren emular su modelo de vigilancia.

Una dictadura próspera

Muchos autócratas miran con envidia a China por el sugerente cóctel de exitoso desarrollo económico, rápida modernización y firme ejercicio del poder. Lejos de ser tratado como un paria, al gobierno chino le rinden pleitesía todos los países del mundo. China acoge prestigiosos eventos internacionales, como los Juegos Olímpicos de Invierno en 2022. El objetivo es presentar la imagen de un país poderoso, acogedor y abierto, aunque su autocracia sea cada vez más despiadada.
Antaño se creía que, conforme China creciese económicamente, aparecería una clase media que exigiría más derechos. Esta premisa sirvió para instalarse en una cómoda ficción, la de que no era necesario incordiar a Pekín al respecto de la represión. Bastaba con hacer negocios. Hoy pocos mantienen esa postura, aunque la mayoría de gobiernos han encontrado otras maneras de justificar el statu quo.

Siguen priorizando las oportunidades económicas sin la pretensión de plantear estrategias que fomenten el respeto de los derechos humanos en el país asiático.
De hecho, el PCCh ha demostrado que el crecimiento económico puede fortalecer la dictadura, pues le proporciona medios para ejercer su poder. Permite, en efecto, gastar el dinero necesario en mantener su dominio, multiplicando las fuerzas de seguridad del Estado y ampliando el sistema de censura y vigilancia. Los abundantísimos recursos que apuntalan la autocracia despojan a todos los habitantes de China de cualquier opinión al respecto de cómo están siendo gobernados. Este devenir es música celestial para los oídos de los dictadores del mundo. También sus mandatos –o al menos eso querrían hacernos creer– podrían llevar la prosperidad a sus países sin bregar con fastidiosos debates públicos o elecciones reñidas.

Se pasa por alto que la historia de los gobiernos irresponsables está regada de desastres económicos. Por cada Lee Kuan Yew –el difunto líder singapurense, mencionado a menudo por los adalides de la autocracia– hay muchos que llevan su país a la ruina: Robert Mugabe en Zimbabue, Nicolás Maduro en Venezuela, Abdelfatah al Sisi en Egipto, Omar al Bashir en Sudán y Teodoro Obiang en Guinea Ecuatorial. Los gobiernos irresponsables priorizan sus intereses a los de su pueblo. El resultado más habitual es el estancamiento, la hiperinflación y, finalmente, la debacle económica, lo que sume en una pertinaz pobreza a la ciudadanía, siendo frecuentes, en última instancia, las crisis de salud pública.

El irresponsable sistema de gobierno chino también quita voz a los olvidados por el crecimiento económico nacional. Las fuentes oficiales se ufanan del progreso, pero censuran información sobre la mayor desigualdad de ingresos, la discriminación en el acceso a las prestaciones sociales, la persecución selectiva de la corrupción y las diversas estadísticas negativas (en las zonas rurales, por ejemplo, uno de cada cinco niños es separado de su familia, pues en muchos casos ambos progenitores deben buscar trabajo en otras partes del país). Se ocultan demoliciones y desplazamientos forzados, muertes y lesiones de obreros que trabajan en los gigantescos proyectos de infraestructura y lesiones permanentes relacionadas con la escasa regulación de las industrias alimentaria y farmacéutica. Las estadísticas oficiales, además, calculan a la baja el número de personas con discapacidad.

No hay que ir muy atrás en la historia de China para encontrar un ejemplo del elevadísimo peaje que traen consigo los gobiernos irresponsables. El mismo PCCh que hoy pregona el milagro chino a los cuatro vientos fue responsable de la devastación causada por la Revolución Cultural y el Gran Salto Adelante. Dos iniciativas que, no hace tanto, causaron la muerte de decenas de millones de personas.

Campaña contra la normativa internacional

A fin de evitar una reacción global por aplastar los derechos humanos dentro de sus fronteras, el gobierno chino trata de socavar las instituciones internacionales que se idearon para defenderlos. Las autoridades del gigante asiático llevan mucho tiempo haciendo oídos sordos a la preocupación expresada por otros países respecto a los derechos humanos y tachándola de injerencia en su soberanía. Antaño, este rechazo era tímido; hoy, China amedrenta a otros gobiernos, exigiendo su aplauso en los foros internacionales e invitándolos a unirse a sus ataques contra el sistema internacional de derechos humanos.

Se diría que Pekín está construyendo una red de Estados que lo jalean porque dependen de sus inversiones o ayudas. Quienes importunan a China corren el riesgo de sufrir represalias: Suecia, por ejemplo, recibió amenazas después de que una organización independiente sueca galardonase a un editor afincado en Hong Kong (y ciudadano sueco), al que el gobierno chino había detenido y aislado en un lugar desconocido tras publicar varios títulos críticos.

 

Sirviéndose de su voz, influencia y capacidad de veto, el gobierno chino trata de bloquear medidas para proteger a los más perseguidos

 

El enfoque chino enfrenta al gobierno con el propósito mismo de los derechos humanos internacionales. Donde otros ven a personas perseguidas, cuyos derechos es necesario hacer valer, los gobernantes temen un precedente de ejercicio de esos mismos derechos, que podría volverse en su contra. Sirviéndose de su voz, de su influencia y, en ocasiones, de su capacidad de veto en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, el gobierno chino intenta bloquear medidas encaminadas a proteger a los grupos más perseguidos del mundo, a los que da la espalda sin ambages: civiles en Siria, que se enfrentan a ataques aéreos indiscriminados de aviones rusos o de su propio país; musulmanes rohinyás, víctimas de una limpieza étnica que los ha obligado a abandonar sus hogares tras los asesinatos, violaciones e incendios perpetrados por el ejército de Myanmar; civiles yemeníes, sometidos a los bombardeos y el bloqueo impuestos por una coalición dirigida por Arabia Saudí; o el pueblo venezolano, que sufre una catástrofe económica causada por la mala gestión y la corrupción del gobierno de Maduro. Pekín prefiere dejar a las víctimas a su suerte antes que fomentar un modelo de defensa de los derechos humanos que pueda volverse contra su propia represión.

Los métodos chinos hacen gala de cierta sutileza. El gobierno firma tratados internacionales sobre derechos humanos, pero los reinterpreta o exime de su aplicación. Ha desarrollado una gran habilidad para aparentar que coopera con las revisiones que la ONU hace de su currículum sobre derechos humanos, pero no escatima esfuerzos en frustrar cualquier debate sincero. Por ejemplo, prohíbe viajar al extranjero a los personajes públicos nacionales críticos con el régimen, niega el acceso al país a expertos internacionales claves, pide a sus aliados –muchos de ellos, regímenes represivos– que canten sus virtudes y a menudo presenta información descaradamente falsa.

Ni siquiera cuando se habla de derechos económicos desea Pekín una evaluación independiente de sus avances, pues ello exigiría estudiar sus indicadores predilectos, por ejemplo el PIB, pero también otros parámetros como la situación de los menos favorecidos a lo largo y ancho del país, incluidas las minorías perseguidas y la población olvidada de las zonas rurales. El gobierno chino no quiere una evaluación independiente sobre derechos civiles y políticos. Si se viera obligado a respetarlos, habría de poner en marcha un sistema para rendir cuentas a activistas, periodistas, partidos políticos y jueces independientes, a lo que habría que sumar elecciones libres y justas.

Los habilitadores

China es la fuerza motriz de este asalto mundial a los derechos humanos, pero cuenta con cómplices. Entre ellos están una serie de dictadores, autócratas y monarcas interesados en minar el sistema de defensa de los derechos humanos, que podría en un futuro obligarlos a rendir cuentas. Agréguense a esta lista gobiernos, empresas e incluso instituciones académicas comprometidas con los derechos humanos, pero que consideran prioritario el acceso a la riqueza china.

Para empeorar las cosas, varios países con los que antes se podía contar para defender los derechos humanos están desaparecidos en combate. Trump se ha mostrado más interesado en abrazar a sus amigos autócratas que en defender los estándares de derechos humanos que estos desprecian. La Unión Europea, volcada en el Brexit, entorpecida por el nacionalismo de algunos Estados miembros y dividida al respecto de la migración, ha encontrado muchas dificultades para coordinar una postura sólida en materia de derechos humanos. La ciudadanía en Argelia, Sudán, Líbano, Irak, Bolivia, Rusia y Hong Kong ha salido a la calle para pronunciarse a favor de los derechos humanos, la democracia y el Estado de Derecho. Ha sido una impresionante oleada de protestas mundiales, pero los gobiernos democráticos han respondido en muchas ocasiones con apoyos tibios y selectivos. Esta incoherencia pone fácil a China defenderse, afirmando que las inquietudes expresadas al respecto de su historial de infracciones de los derechos humanos responden a una cuestión política y no de principios.

Se han dado algunas excepciones en la aquiescencia a la represión china. En julio de 2019, se reunieron representantes de 25 gobiernos –nunca habían sido tantos– en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU. El propósito: expresar su preocupación por la represión china en Xinjiang. Sorprendentemente, temiendo la ira del gobierno chino, ninguno de los representantes se prestó a leer en alto la declaración ante el Consejo, como es costumbre. Los distintos firmantes, buscando la seguridad del grupo, presentaron la declaración conjunta por escrito. Esta circunstancia cambió en octubre, cuando el representante de Reino Unido leyó, durante la Asamblea General de la ONU, una declaración paralela respaldada por una coalición similar de gobiernos. Aquella vacilación inicial, sin embargo, muestra la reticencia existente incluso entre los países más dispuestos a desafiar al gigante asiático. Estos reparos apuntalan la impunidad con que China se comporta en círculos internacionales, pese a lo evidente de sus abusos.

Otros gobiernos se felicitan por ir de la mano de Pekín. En respuesta a las críticas colectivas antes mencionadas, China orquestó sus propias declaraciones conjuntas de apoyo, en las que se elogiaban sin tapujos las “medidas antiterroristas y de desradicalización aplicadas en la región de Xinjiang”, que habrían propiciado en la población una “mayor felicidad, realización y seguridad”. Firmaron esta declaración 54 gobiernos: entre ellos, notorios violadores de los derechos humanos como Rusia, Siria, Corea del Norte, Myanmar, Bielorrusia, Venezuela y Arabia Saudí. Este plantel de gobiernos represivos tendrá poca credibilidad, pero sus cifras desnudas son metáfora de la ardua batalla que deben librar los pocos países dispuestos a enfrentarse a China en materia de derechos humanos.

 

La incoherencia de EEUU o la UE en la defensa de los derechos humanos en el mundo facilita a China defenderse de las críticas

 

Cabría esperar que la Organización para la Cooperación Islámica (OCI), integrada por 57 países con mayorías musulmanas, acudiera en defensa de los perseguidos en Xinjiang, como hizo con los rohinyás diezmados por el ejército de Myanmar. No fue así: la OCI emitió un adulador panegírico en el que elogiaba a China por “atender a sus nacionales de religión musulmana”. Pakistán, miembro coordinador de la OCI y por ello responsable de denunciar los abusos a que se enfrentan los musulmanes de todo el mundo, defendió también la postura china. No obstante, Turquía y Albania –miembros de la OCI– han apoyado el llamamiento para que la ONU lleve a cabo una evaluación independiente. Catar, por su parte, retiró su firma de la declaración prochina. Alrededor de la mitad de los Estados miembros de la OCI se negaron a respaldar esta declaración y a encubrir las infracciones cometidas en Xinjiang, un primer paso –importante pero insuficiente– frente a la generalización de los abusos.

Los miembros de la OCI y otros Estados reacios a desafiar a Pekín participaron asimismo en las visitas a Xinjiang organizadas por el gobierno chino para acallar las críticas sobre la detención de ciudadanos musulmanes. La Gran Muralla de la desinformación permitió a las autoridades afirmar, por absurdo que parezca, que esa privación indiscriminada de libertad era un ejercicio de formación profesional. A continuación, permitieron que delegaciones de diplomáticos y periodistas visitaran a algunos de los ciudadanos que estaban “formándose”. Las escasas oportunidades para conversar con libertad desvirtuaban cualquier titular. Un grupo de reclusos fue obligado a cantar en inglés la canción infantil If you’re happy and you know it, clap your hands! (“Si eres feliz y lo sabes, ¡aplaude!”). El objetivo de estas visitas no era convencer, sino dar a los gobiernos una excusa para no criticar a Pekín. Eran un biombo tras el que esconder las vergüenzas, una coartada para la indiferencia.

Los dirigentes que visitan China, incluidos los que se tienen por campeones de los derechos humanos, no se desempeñan mucho mejor. El presidente francés, Emmanuel Macron, visitó el país en noviembre de 2019, pero no aludió públicamente a los derechos humanos. Los dirigentes que visitan China insisten en que en privado sí hablan sobre derechos humanos con altos funcionarios chinos. Son muy escasos los indicios, por no decir ninguno, de que esta actividad entre bastidores sirva de algo. Por sí sola, la diplomacia silenciosa no hace nada para poner en evidencia a un gobierno. Por el contrario, las fotografías en distintos eventos de sonrientes miembros del gobierno, combinadas con el silencio que en público impera sobre el asunto “derechos humanos”, hacen ver al mundo –y, lo que es más importante, al principal agente de cualquier posible cambio: la ciudadanía china– que al visitante VIP la represión ejercida por Pekín le resulta indiferente.

Elementos constitutivos del poder chino

Las autoridades chinas contrarrestan las críticas de derechos humanos en parte mediante el despliegue de su influencia económica. Ninguna empresa china puede permitirse ignorar los mandatos del PCCh, de manera que es posible castigar a un país por criticar a Pekín (dejando de comprar sus productos, por ejemplo). Por consiguiente, otros gobiernos o cualquier empresa extranjera que busque hacer negocios en China, caso de oponerse públicamente a la represión de Pekín, se enfrentan a un único mandato central. Acatarlo da acceso a todo el mercado chino, el 16% de la economía mundial. Un ejemplo ilustrativo es el del director general de los Houston Rockets, el equipo de baloncesto estadounidense, quien tuiteó su apoyo a los manifestantes prodemocráticos de Hong Kong. Los 11 socios comerciales chinos de la NBA –incluidos una web de viajes, un productor de leche y una cadena de comida rápida– se desvincularon inmediatamente de la liga.

El gobierno de Trump se ha mostrado dispuesto a plantar cara al gigante asiático. Así lo demuestra la imposición de sanciones a la Oficina de Seguridad Pública del gobierno regional de Xinjiang y a ocho empresas tecnológicas chinas en octubre de 2019 por su participación en violaciones de derechos humanos. No obstante, el discurso de los funcionarios estadounidenses que condenan las violaciones de los derechos humanos en China se ve a menudo socavado por los elogios que Trump hace a Xi y a otros autócratas, como Vladímir Putin (Rusia), Recep Tayyip Erdogan (Turquía), Al Sisi (Egipto) o Mohamed bin Salmán (Arabia Saudí), por no mencionar las políticas internas estadounidenses que violan estos derechos, como la separación ilegal y forzada de los niños y sus padres en la frontera entre México y Estados Unidos. Esta contradicción facilita a Pekín la tarea de descartar las críticas de Washington a los derechos humanos. Por otra parte, el hecho de que el gobierno de Trump decidiese retirarse del Consejo de Derechos Humanos de la ONU por su cercanía a Israel ha preparado el terreno para que el gobierno chino ejerza una mayor influencia sobre esta institución esencial en materia de defensa de derechos.

 

El ‘modus operandi’ chino suele reforzar el autoritarismo en los países ‘beneficiarios’ de los proyectos de la Nueva Ruta de la Seda

 

Un instrumento clave para la influencia china es la Nueva Ruta de la Seda (denominada oficialmente la Franja y la Ruta). Se trata de un programa de infraestructuras e inversiones de un billón de dólares, que facilitará el acceso del gigante asiático a los mercados y recursos naturales de 70 países. Gracias a la frecuente ausencia de otros inversores, la Nueva Ruta de la Seda garantiza al gobierno chino la buena voluntad de muchos países en desarrollo, aunque Pekín se las haya arreglado para endilgar gran parte de los costes a quienes supuestamente pretende ayudar.

El modus operandi chino tiene habitualmente el efecto de reforzar el autoritarismo en los países “beneficiarios”. Los proyectos enmarcados en la Nueva Ruta de la Seda ofrecen sus préstamos sin condiciones nominales pero ignoran tanto los derechos humanos como las normativas medioambientales. Apenas permiten la participación de personas que podrían verse perjudicadas y algunas negociaciones se llevan a cabo entre bastidores y fomentan la corrupción. En ocasiones afianzan y benefician a las élites gobernantes mientras ahogan con tremendas deudas a la población.

Algunos proyectos de la nueva iniciativa se han labrado una mala fama merecida. Valga el caso del puerto de Hambantota, del que se apropió China a través de una concesión impuesta de 99 años cuando Sri Lanka no pudo saldar sus deudas. Otro de estos proyectos fue el préstamo destinado a construir la línea ferroviaria entre Mombasa y Nairobi, las dos principales ciudades de Kenia, que el gobierno keniano está tratando de devolver obligando a los transportistas a utilizar dicha línea aunque existan opciones más baratas. Algunos gobiernos, como los de Bangladesh, Malasia, Myanmar, Pakistán y Sierra Leona, dan la espalda a proyectos enmarcados en la Nueva Ruta de la Seda porque no les resultan viables económicamente. En la mayoría de casos, el deudor en apuros ansía no perder el favor del gigante asiático.

Así pues, los préstamos de la Nueva Ruta de la Seda imponen diversas condiciones políticas, entre ellas apoyar el programa antiderechos de China. Así se garantiza el silencio o incluso el aplauso ante la represión ejercida domésticamente, asegurándose asimismo la colaboración de esos países en el debilitamiento de las instituciones internacionales defensoras de los derechos humanos. El primer ministro pakistaní, Imran Khan, cuyo gobierno es uno de los principales beneficiarios de la Nueva Ruta de la Seda, no dijo ni una palabra sobre Xinjiang cuando visitó Pekín, mientras sus diplomáticos elogiaban –hasta el aspaviento– los “esfuerzos de China por atender a sus ciudadanos musulmanes”. Asimismo, Camerún ha adulado en público a China poco después de que condonara su deuda millonaria. Refiriéndose a lo ocurrido en Xinjiang, el gobierno camerunés felicitó a Pekín por la “plena protección para que las minorías étnicas puedan ejercer sus derechos legítimos”, incluidas la “normal actividad y creencias religiosas”.

El Banco de Desarrollo de China y su Banco de Exportación e Importación son instituciones de desarrollo que, aun contando con un alcance mundial creciente, no imponen medidas claves que garanticen la protección de los derechos humanos. El Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras (BAII), fundado en China, tampoco goza de mayor prestigio: sus políticas exigen transparencia y responsabilidad en los proyectos que financia, además de incorporar reglamentos sociales y ambientales, pero no obligan a los bancos a identificar y minimizar los riesgos para los derechos humanos. Entre los 74 miembros del BAII se encuentran muchos gobiernos que afirman respetar los derechos humanos, como Reino Unido, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y gran parte de la Unión Europea (Alemania, Francia, Países Bajos y Suecia).

 

La subversión de la ONU

El gobierno chino, alérgico a la presión extranjera en materia de derechos humanos, no se lo piensa dos veces antes de intentar forzar a quien haga falta para salvaguardar su imagen en foros internacionales. Dado que la promoción de los derechos universales es uno de los objetivos primordiales de la ONU, esta organización ha sido un blanco clave. Ha acusado la presión hasta su más alto cargo, António Guterres. El secretario general se ha mostrado reticente a exigir en público que se ponga fin a la detención masiva de musulmanes de etnia túrquica por parte de China, al tiempo que elogia las proezas económicas de Pekín y la Nueva Ruta de la Seda.

En el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, China se opone por sistema a la práctica totalidad de iniciativas que critiquen a un país en particular, a menos que se descafeínen lo suficiente. Durante los últimos años, China se ha opuesto a decisiones que condenaban las violaciones de derechos humanos en Myanmar, Siria, Irán, Filipinas, Burundi, Venezuela, Nicaragua, Yemen, Eritrea y Bielorrusia. Pekín también trata de tergiversar el marco internacional de derechos insinuando que el progreso económico debe prevalecer sobre la necesidad de respetar los derechos humanos e instando a una “cooperación mutuamente beneficiosa”, en virtud de la cual los segundos quedarían en una cuestión de cooperación voluntaria y no una obligación jurídica.

En 2018 y 2019, China tuvo que someterse a una revisión rutinaria de su expediente en el Consejo de Derechos Humanos. En esa ocasión, los funcionarios chinos amenazaron a delegaciones que tenían entre manos una labor crucial, y exhortaron a sus aliados a halagarlos. Pekín llenó la lista de oradores reservada a organizaciones de la sociedad civil con grupos patrocinados por el gobierno. Al mismo tiempo, los diplomáticos chinos no solo proporcionaron información falsa a la comisión revisora, sino que amenazaron a las delegaciones con represalias si asistían a una mesa redonda sobre los abusos en Xinjiang y trataron de impedir que un grupo independiente especializado en la región hablara en el Consejo. Como colofón, las autoridades chinas montaron una gran exposición fotográfica frente a las salas de reuniones de la ONU, donde los uigures aparecían felices y agradecidos.

En la sede neoyorquina de la ONU, una de las prioridades del gobierno chino ha sido evitar el debate sobre su conducta en Xinjiang. Pekín ha colaborado a menudo con Moscú y adoptado un enfoque cada vez más regresivo a la hora de emprender cualquier acción sobre derechos humanos en el Consejo de Seguridad, donde dispone de derecho de veto. Por ejemplo, ha dejado claro que no tolerará la presión que se ejerce sobre Myanmar, a pesar de que una misión de investigación de la ONU concluyó que los principales líderes militares de la antigua Birmania deberían ser investigados y acusados de genocidio. Tanto China como Rusia se opusieron sin éxito a que el Consejo de Seguridad abordara la crisis humanitaria de Venezuela. En septiembre, mientras tres millones de civiles se enfrentaban a bombardeos indiscriminados de aviones rusos y sirios, China se alió con Rusia para vetar una petición del Consejo de Seguridad en pos de una tregua en Siria.

La censura global

Además de prácticas de otro tiempo –como censurar el acceso a los medios de comunicación extranjeros, limitar la financiación foránea a asociaciones civiles activistas y denegar visados a personas de otros países–, Pekín ha sacado el máximo partido al afán de lucro de las empresas para extender su censura a lo largo y ancho del planeta. Un inquietante desfile de empresas se ha doblegado ante el gobierno en estos últimos años por sus supuestas ofensas o porque algún empleado ha criticado a China.

La aerolínea Cathay Pacific, con sede en Hong Kong, amenazó con despedir a sus empleados hongkoneses que apoyaran o participaran en las protestas prodemocráticas de 2019. El director ejecutivo de Volkswagen, Herbert Diess, declaró a la BBC que, pese a disponer de una planta allí desde 2012, “no estaba al corriente” de la existencia de campos de internamiento que albergan a miles de musulmanes en Xinjiang. La cadena de hoteles de lujo Marriott despidió al director de redes sociales por darle un “me gusta” a un tuit que elogiaba a la compañía por considerar Tíbet como un país, prometiendo que “errores como ese no volverían a ocurrir”. PwC, el gigante de la consultoría, desautorizó una declaración publicada en un periódico de Hong Kong, según la cual los empleados de las Big Four apoyaban las protestas prodemocráticas. Por otra parte, Hollywood censura cada vez más sus películas, como sucedió cuando eliminó digitalmente una bandera taiwanesa de la chaqueta de Tom Cruise en la recién estrenada secuela de Top Gun.

Esta lista es muy reveladora. En primer lugar, pone en evidencia cuán pequeños e insignificantes son los desaires que provocan la ira dentro de China. Aun impidiendo a la mayoría de la población saber qué se opina en el extranjero mediante la Gran Muralla digital, y aunque el PCCh dedique una enorme cantidad de recursos a la censura en redes sociales y difunda su propia propaganda en el país, sus líderes aún se irritan ante las críticas extranjeras. Teniendo en cuenta esa sensibilidad, las empresas interesadas en hacer negocios con China a menudo se guardan su opinión y la de sus empleados, aunque no exista un decreto de Pekín. La lista también indica que la censura china está convirtiéndose en una amenaza mundial. Ya es preocupante que las empresas acaten las restricciones de la censura cuando operan dentro de China, pero es peor que esta sea impuesta a sus empleados y clientes en todo el mundo.

 

Pekín ha sacado el máximo partido al afán de lucro de las empresas para extender su censura a lo largo y ancho del planeta

 

No podemos seguir fingiendo que el gobierno chino solo quiere sofocar las voces discrepantes dentro de sus fronteras. La libertad de expresión queda en entredicho en universidades de todo el mundo. Dado que interesa mantener la afluencia de estudiantes chinos, que suelen pagar matrículas íntegras, esto puede convertirse en una excusa para que las universidades dejen de impartir asignaturas que provoquen situaciones incómodas. En Australia, Canadá, Reino Unido y EEUU, algunos estudiantes simpatizantes de Pekín han tratado de poner fin a los debates académicos sobre los derechos humanos en Hong Kong, Xinjiang o Tíbet. Por otro lado, existen casos de estudiantes chinos que desearían participar en el debate sobre ideas que en su país serían tabú, pero temen ser denunciados a las autoridades chinas. En estos casos, las universidades han intervenido poco públicamente para hacer valer el derecho a la libertad de expresión.

Esta tendencia se agrava por el premeditado esfuerzo de Pekín por reclutar a ciudadanos chinos en el extranjero a fin de difundir su ideología y vigilar al resto, informando de cualquier crítica al gobierno. En EEUU, por ejemplo, el personal de la embajada china en Washington se reunió con un grupo de estudiantes y les felicitó por censurar a un estudiante chino de la Universidad de Maryland, que había criticado al gobierno chino en el discurso de ­inauguración del curso.

Las autoridades chinas también amenazan a menudo a los familiares de los disidentes que viven en el extranjero para acallar sus críticas. Un consultor tecnológico en Vancouver declaró: “Si critico al [PCCh] públicamente, podrían retirarles a mis padres su fondo de pensiones y su seguro médico”. Una periodista que trabaja en Toronto para un periódico en lengua china, y cuyos padres sufrieron acoso por ello en China, declara: “No creo que haya libertad de expresión aquí. Tampoco puedo informar con libertad”. La censura es también una amenaza, puesto que la tecnología china se expande al extranjero. WeChat es una red social combinada con una aplicación de mensajería que muchos chinos utilizan tanto en su país como fuera. Esta plataforma censura los mensajes políticos y suspende las cuentas de los usuarios por motivos políticos, incluso si no se encuentran en China.

Aceptar el desafío

Una amenaza extraordinaria requiere una respuesta proporcional. Hay mucho por hacer para defender los derechos humanos ante el ataque frontal de Pekín. El gobierno chino detenta un gran poder y hostilidad hacia los derechos humanos, pero esto no quiere decir que pueda seguir creciendo como una amenaza internacional incontenible. Para estar a la altura de las circunstancias es necesario cortar de raíz con la complacencia dominante y el enfoque mantenido hasta ahora. Hace falta una respuesta sin precedentes por parte de aquellos que todavía creen en un orden mundial en el que los derechos humanos importen.

Gobiernos, empresas, universidades, instituciones internacionales y otras entidades deberían apoyar a aquellos que están en China o vienen de allí y que luchan por garantizar el respeto a sus derechos. En primer lugar, nadie debería equiparar al gobierno chino con los ciudadanos del país, lo que responsabiliza a todo un pueblo de los abusos de un gobierno no electo. Antes bien, los gobiernos deberían apoyar las opiniones críticas en China e insistir públicamente en que, hasta que no se propicien unas verdaderas elecciones, Pekín no representará a la población de ese país.

Del mismo modo que han dejado de promover la ficción de que el comercio fomenta por sí solo los derechos humanos en China, los gobiernos deberían olvidar la premisa, tranquilizadora pero falsa, de que basta con una discreta labor diplomática. La pregunta que hay que plantear a los dignatarios que visitan Pekín y afirman cuestionar el historial de derechos humanos de China es si a la ciudadanía china –motor principal del cambio– le llega sus mensajes. ¿Se siente alentada o desilusionada por la visita? ¿Oye una voz empática y preocupada o les llega una foto de la firma de contratos comerciales? Al llamar la atención a Pekín pública y frecuentemente por su represión, los gobiernos deberían aumentar el coste político de esos abusos, a la vez que dan aliento a las víctimas. Se puede refutar el modelo chino de crecimiento económico represivo resaltando los riesgos de un gobierno irresponsable –desde los millones de personas que se quedan en China hasta la devastación causada por personas como Mugabe o Maduro– recordando que todos los dictadores aseguran servir a sus pueblos.

Los gobiernos e instituciones financieras internacionales deberían ofrecer alternativas respetuosas con los derechos humanos frente a los mencionados préstamos “sin condiciones” y la ayuda al desarrollo de China. Deberían sacar partido de su pertenencia a organizaciones como el BAII para abogar por normas más rigurosas de derechos humanos en materia de desarrollo e impedir que nos embarquemos en una carrera mundial hacia el abismo. Los gobiernos comprometidos con los derechos humanos deberían ser conscientes del doble rasero del “excepcionalismo chino”, que podría colarse en su forma de proceder y permitir que Pekín realice abusos por los que gobiernos menos poderosos se verían reprendidos. Si pretenden responsabilizar a los funcionarios de Myanmar por el trato abusivo que dan a los musulmanes, ¿por qué no también a los funcionarios chinos? Si están atentos ante los esfuerzos saudíes o rusos por comprar legitimidad, ¿por qué no ante los esfuerzos chinos? Si fomentan el debate sobre las violaciones de los derechos humanos por parte de Israel, Egipto, Arabia Saudí o Venezuela, ¿por qué no por parte de China? Si con toda la razón cuestionaron la terrible separación de los niños de sus padres en la frontera entre México y EEUU, ¿por qué no cuestionar la misma situación que el gobierno chino ha provocado en Xinjiang?

 

Conviene que los gobiernos respondan de manera deliberada al ‘divide y vencerás’ adoptado por China para asegurar el silencio sobre su opresión

 

Conviene que los gobiernos respondan de manera deliberada al “divide y vencerás” adoptado por China para asegurar el silencio sobre su opresión. Si cada gobierno se plantease por su cuenta la elección entre buscar oportunidades económicas y pronunciarse contra la represión, muchos optarían por el silencio. Pero si se unen para abordar la violación de derechos humanos en China, la balanza de poder se inclinará. Si la OCI protestara contra la represión de musulmanes en Xinjiang, Pekín tendría que tomar represalias contra 57 países. La economía china no puede enfrentarse al mundo entero.

Por la misma razón, las empresas y universidades deberían redactar y promover códigos de conducta para tratar con China. Unas normas comunes firmes harían más difícil que Pekín condenara al ostracismo a quienes defienden derechos y libertades fundamentales. Esas normas también harían que las cuestiones de principios fueran un elemento más determinante en cuanto a la imagen pública de las instituciones. Los consumidores estarían en condiciones de presionar para no sucumbir a la censura china como precio a pagar por hacer negocios con sus empresas, y también para que no se aprovechen de los abusos ni contribuyan a ellos. A los gobiernos les corresponde regular la tecnología que permite la vigilancia y represión masivas en China y reforzar las protecciones de privacidad, con miras a frenar la difusión de esos sistemas de vigilancia. Las universidades deben proporcionar un espacio donde estudiantes y expertos chinos puedan informarse y criticar al gobierno sin temor a que los vigilen o denuncien. Nunca deberían tolerar que Pekín restrinja la libertad académica de ninguno de sus estudiantes o expertos.

Aparte de emitir declaraciones, los gobiernos comprometidos con los derechos humanos deberían duplicar los esfuerzos interregionales con el propósito de presentar una resolución ante el Consejo de Derechos Humanos de la ONU que establezca una misión de investigación para que el mundo conozca lo que sucede. Estos Estados también deberían imponer una deliberación sobre Xinjiang en el Consejo de Seguridad para que los funcionarios chinos entiendan que deberán responder de sus actos. Básicamente, los Estados miembros y altos cargos de la ONU deberían representar a la organización como una voz independiente. Hasta que se cree una misión de investigación es crucial que el alto comisionado para los Derechos Humanos y los expertos del Consejo de Derechos Humanos presenten informes. Si China consigue despojar a la ONU de herramientas en materia de derechos humanos, todos sufriremos las consecuencias.

Aquellos gobiernos comprometidos con los derechos humanos también deberían dejar de tratar a China como un socio digno de respeto. Recibir a los funcionarios chinos a cuerpo de rey ha de supeditarse a los avances reales relacionados con los derechos humanos. Las visitas de Estado deberán traer consigo la exigencia pública de que se ofrezca a los investigadores de la ONU acceso ilimitado a Xinjiang. Así, los funcionarios chinos sabrían que nunca se ganarán el respeto que tanto anhelan mientras sigan persiguiendo a los suyos. Más en concreto, aquellos que participan directamente en la detención masiva de uigures deberían convertirse en personas non gratas y congelar sus cuentas bancarias en el extranjero. Han de temer, en efecto, que se les juzgue por sus crímenes. Las empresas chinas que construyen y ayudan a dirigir los campos de detención en Xinjiang, explotan el trabajo de los prisioneros, proporcionan infraestructura de vigilancia o procesan macrodatos deberían ser denunciadas y forzadas a cejar en esas actividades.

Por último, el mundo debería reconocer que la elevada retórica de Xi Jinping sobre la creación de una “comunidad de futuro compartido para la humanidad” es en realidad una amenaza, una visión de los derechos en todo el mundo tal como Pekín los define y tolera. Ha llegado la hora de reconocer que el gobierno chino trata de repudiar y reformar un sistema internacional de derechos humanos, basado en la creencia de que la dignidad de todas las personas merece respeto y que, con independencia de los intereses oficiales en juego, existen límites para las medidas que los Estados pueden tomar contra los individuos.

Salvo que queramos volver a una época en que los seres humanos somos peones manipulados y desechados al antojo de sus gobernantes, es necesario luchar contra el ataque del gobierno chino al sistema internacional de derechos humanos. Ahora es el momento de pronunciarse, pues están en juego décadas de progreso.