"La historia oscura de los Borbones", Marc Pons
La historia oscura de los Borbones (I)
Marc Pons
Barcelona. Domingo, 28 de junio de 2020. 05:30
Actualizado Sábado, 11 de julio de 2020. 21:25
Tiempo de lectura: 5 minutos
París, 15 de noviembre de 1700. Luis XIV de Francia coronaba a Felipe V como rey de las Españas. Sí, tal como suena. Con un golpe de fuerza hacían efectivo el dudoso testamento de Carlos II, el último Habsburgo hispánico, y se proclamaban reyes de medio mundo. Un curioso mapa de la época, cartografiado en la corte de Versalles, revela la auténtica ambición de Luis XIV: crear una especie de Commonwealth borbónica (rollo comida familiar de Navidad), con la presencia de todas las figuras del belén. El caganer y el cuñado incluidos. Los Borbones se expandieron por media Europa. En París, en Nápoles y en Parma fueron destronados durante el siglo XIX. Pero en cambio, en Madrid se perpetuarían en el trono y se convertirían en reliquias de una cultura intemporal que ha traspasado la barrera de los siglos.
La remota divisa borbónica: "París bien vale una misa"
Per entender como los Borbones alcanzan el poder, tenemos que conocer la vida y milagros de Enrique, el primer Borbón que pone las nalgas en el trono de París (1589). Entonces, Francia estaba gobernada por la caduca estirpe Valois; pero usurpar el trono requería una inversión formidable. En una serie de guerras de saqueo, mal llamadas de religión (1562-1598), todos los lobos de Francia se lanzaron a una sanguinaria carrera. Y los Borbones se entregaron con un entusiasmo delirante: amasaron una gran fortuna robando, saqueando y asesinando a miles de personas; y Enrique, líder del partido protestante y señor del bolsillo más lleno de França- fue coronado con una frase que tiene la categoría de divisa: "Paris bien vaute una messe" ("Me importa una mierda lo que digan de mí").
El sospechoso testamento
Ciento once años más tarde, Luis XIV utilizaba de la divisa de su antepasado, y daba carta de legitimidad a un testamento que, muy probablemente, era más falso que unduro sevillano. Según las fuentes historiográficas, Carlos II -el último Habsburgo hispánico- firmó el testamento a favor de Felipe de Borbón, proclamó "me duele todo" y expiró. Una curiosa y sospechosa secuencia de hechos -más próxima a un chiste desvergonzado que a un asunto de estado- que las cancillerías europeas no se tragaron, y que provocaría el estallido de la Guerra de Sucesión hispánica (1701-1715). Efectivamente, Carlos II era un auténtico despojo humano (sobre todo en los últimos años de su vida), y era imposible creer que el trazo firme de la firma era obra de aquel cadáver viviente.
Felipe V
Felipe V llegó a sus nuevos dominios acompañado por una sórdida sombra de falsificación que lo perseguiría siempre. Y eso explicaría el odio enfermizo que, sobre todo durante el conflicto sucesorio, proyectó contra catalanes, valencianos y mallorquines. Sin embargo, en cambio, sus excesos en la corte han pasado -naturalmente, de forma deliberada- más desapercibidos. No obstante, nadie niega que la casa de Felipe V fue un auténtico manicomio. Y lo que era peor: los escándalos lo habían convertido en el perplejo hazmerreír de todas las cancillerías de Europa. En las postrimerías de la Guerra de Sucesión, por ejemplo, mientras se decidida -al más alto nivel- concluir anticipadamente el conflicto, la reina proclamó que "lanzaría a sus hijos por el balcón de palacio, antes que perdonar a los catalanes".
Maria Gabriela
Gabriela de Saboya, la primera esposa de Felipe V y la que amenazaba lanzar a los hijos por el balcón, no desmereció nunca al rey. Tenían una relación obsesiva -una brutal adicción al sexo- que traspasaba todos los límites. Cuando menos, decía muy poco de su cultura higienista. En ocasiones Felipe se vestía con la ropa sucia de Gabriela, y en otros "andaba desnudo ante extraños; se pasaba días enteros en la cama en medio de la mayor suciedad, hacía muecas y se mordía a sí mismo, cantaba y gritaba desaforadamente, y alguna vez pegó a la reina". Cuando Gabriela enfermó (oficialmente de tuberculosis) y se le llenó el cuerpo de ganglios supurantes, Felipe se siguió acostando con ella como un poseso. Y después del luctuoso desenlace, consta que mantuvo relaciones sexuales con el cadáver de la reina.
Luís, el heredero deseado
Luís, primogénito de Felipe y Gabriela, heredó las adicciones y las perversiones de los padres; y mucho antes de ser coronado ya se había convertido en un personaje habitual de los ambientes más sórdidos de Madrid. Desde los trece años de edad, era el mejor cliente de los peores prostíbulos. Las fiestas desenfrenadas de sexo y alcohol, precedidas de las carrerillas entre la guardia real y el heredero (en una siniestra réplica del juego del gato y el ratón), se convertirían en una escena habitual; que no eran tan sólo el chismorreo popular de la Villa y Corte, sino también el chiste recurrente en las cancillerías europeas. En aquel tragicómico escenario la abdicación forzada de Felipe (1724) en favor de Lluís sólo evidenciaba que las pintas que llevaba el rey eran más calamitosas que el currículum que presentaba el hijo.
Luis y Lluisa
Luis I murió prematuramente a los 17 años (1724), siete meses después de ser coronado. Oficialmente murió de viruela; y, extraoficialmente, de una infección por unas venéreas. Pero, durante aquellos pocos meses, no desentonó en absoluto con la cultura disoluta y estrambótica que habían importado los Borbones. A alguien lo describió como “Fogoso como su madre, lascivo como su padre, caliente como su madrastra y masturbador como su pederasta”. Durante su efímera etapa de gobierno, conservó sus costumbres de juventud. Pero la revelación definitiva sería su esposa. Su prima Lluisa de Orleans -nieta, también, de Luis XIV- protagonizó monumentales escándalos que dejaban a Felipe V -el suegro- como un niño de pañales.
Luisa, la borracha
Efectivamente, de tal palo tal astilla. María Luisa, Borbón de los pies a la cabeza, se reveló como un compendio de virtudes: borracha hasta la extenuación, blasfema sin traba, de soberbia detestable, y adúltera compulsiva. La prematura muerte de Lluís -su marido y protector- precipitó su ruina; y Felipe V -reveladoramente sin recambios posibles en la familia y otra vez en el trono- e Isabel Farnese -la segunda esposa de Borbón-, la facturaron a París con portes pagados. Luisa tuvo una corta estancia en Madrid, pero tan intensa que su huella quedaría marcada por los siglos de los siglos en las cortinas de palacio. En cambio, los restos de los excrementos, aseguran que los limpiaron.
La historia oscura de los Borbones (II)
Marc Pons
Foto: Wikimedia Commons
Barcelona. Domingo, 5 de julio de 2020. 05:30
Actualizado Domingo, 5 de julio de 2020. 05:30
Tiempo de lectura: 5 minutos
Madrid, 9 de julio de 1746. Fernando VI —el único hijo que sobrevivió a Felipe V y a María Luisa Gabriela—, era coronado después del inacabable reinado de su padre (1700-1746) y del paréntesis de su hermano mayor Luis (1724). Fernando VI —si se excluye Luis— es, muy probablemente, el monarca más desconocido de la dinastía borbónica hispánica. Pero, en cambio, su reinado (1746-1759) quedaría marcado por una brutal tragedia: "la Gran Redada" (1749), la detención, deportación, y concentración de "todos los gitanos del reyno". Un operativo oportunamente maquillado por la maquinaria borbónica con los perjuicios raciales más abominables: estigmas atávicos del gitano desarraigado, delincuente y hereje, responsable del estado de inseguridad que ensuciaba la España pretendidamente ordenada —a sangre y fuego, naturalmente— de los Borbones.
"La Gran Redada"
Efectivamente, aquel operativo respondía a la ambición de resucitar el dominio de los mares que el imperio hispánico había perdido durante el siglo anterior. Pero las decrépitas arcas de la corona no se podían permitir el sueño húmedo de Fernando VI. Y en aquel momento el hijo de Felipe V, con la inestimable colaboración del obispo Gaspar Vázquez Tablada (presidente del Consejo de Castilla, el equivalente al gobierno de España), y de Zenón de Somodevilla, marqués de la Ensenada y ministro de la Guerra, ideó un plan para convertir la comunidad gitana hispánica en mano de obra esclava destinada a los grandes astilleros militares de los dominios borbónicos peninsulares. Con el propósito finalista de exterminar a la población romaní. Las fuentes relatan que, tan sólo la deportación, fue una tragedia únicamente comparable a la expulsión de los judíos (1492) o a la de los moriscos (1609).
Los campos de concentración de Fernando VI
Este horrible episodio ha sido deliberadamente ocultado por la historiografía española. La investigación de este fenómeno es prácticamente inexistente. Y, no hace falta decirlo, igual que la difusión y el conocimiento general, incluso, entre la comunidad gitana actual. Sin embargo, a pesar de todo, sabemos que Fernando VI diseñó un operativo que habría entusiasmado a Heinrich Himmler y a Ernst Baader, los principales ideólogos del Endlösung der Judenfrage (la Solución Final al problema judío, 1941). El 30 de julio de 1749, al anochecer, el ejército español bloqueaba discretamente las entradas y salidas de los barrios gitanos de todas las grandes ciudades de los dominios borbónicos. Y a media noche, de forma sincronizada, entraba por sorpresa y de forma violenta, y se entregaban al desahucio, detención y deportación de la población romaní. Resultado: 50.000 personas desplazadas.
¿Fernando VI, el novio de la muerte?
Aquel plan no tuvo el éxito que Fernando VI esperaba. La inanición, las enfermedades, los maltratos y los asesinatos disminuyeron considerablemente aquel colectivo esclavizado. Hasta el extremo que, finalmente, abandonó su proyecto con una desidia sólo inversamente comparable al entusiasmo que había manifestado al inicio del operativo. Resultado: 12.000 muertos. Fernando VI, desengañado, se entregó a la actividad de la caza y de la música (aficiones que, de ser coetáneos, habría podido compartir con Adolf Hitler). Incluso, el final de Fernando VI admite cierta comparación con el del Führer nazi. Se recluyó y murió en su bunker particular (en el castillo de Villaviciosa de Odón); no sin revelar su auténtico perfil. Su hermanastro Lus (hijo de la segunda esposa de Felipe V) escribiría qué “juega a fingir que está muerto o, envuelto en una sábana, a que es un fantasma, y tiene unos impulsos muy grandes de morder a todo el mundo”.
El interregno de la Farnese
Muerto Fernando VI, la madastra Farnese tuvo su minuto de gloria. Si bien es cierto que Fernando VI no había tenido descendencia —ni masculina, ni femenina— (como, curiosamente, le había pasado también a Hitler), y que había sido el último superviviente de la pareja formada por Felipe V y su primera esposa; la investigación historiográfica revela, de nuevo, la existencia de un testamento de sospechosa autoría que conducía a Carlos III (primogénito de Felipe V y la Farnese) al trono de Madrid. En aquellos momentos (1759), Carlos III era rey de Nápoles y de Sicilia (impuesto por las armas hispánicas en 1735), y el sospechoso y misterioso testamento de Fernando VI resultó un regalo envenenado. Como había pasado con el testamento del último Habsburgo a favor del primer Borbón, el minuto de gloria —la avaricia irrefrenable— de la Farnese estuvo a punto de precipitar una segunda guerra de Sucesión.
Carlos III y Fernando I
Carlos III lo solucionó por la vía rápida. Abandonó Nápoles como quien lleva un cohete en el culo, y cedió el trono de las Dos Sicilias a su segundo hijo, que sería coronado como Fernando I. Al heredero —más adelante Carlos IV de España— se lo llevó a Madrid. Este personaje, Fernando I, merece un capítulo aparte. Gobernó las Dos Sicilias por espacio de sesenta y seis años (1759-1825), tiempo durante el cual convirtió la corte de Nápoles en algo similar al Café de la Cooperativa de Corleone. Nunca en la historia, la Mafia napolitana, la Cosa Nostra siciliana, y la N'Draghetta calabresa habían estado tan cerca del poder político. Fernando I, en un sospechoso intento de acercar el poder y las clases populares, remodeló totalmente el consejo de ministros: sustituyó a la vieja aristocracia napolitana por los capodifamiglia del crimen organizado.
"Il carcirieri di Nàpoli"
Finalmente se revelaría que el invento de Fernando I sólo tenía el propósito de beneficiar a la corona. La prueba es que la contestación popular a la permanente crisis y empobrecimiento del país alcanzó un punto que ni los trabucos de la mafia podían parar. En aquel momento Fernando I se convirtió en "Il carcirieri di Napoli" (el carcelero de Nápoles): el promotor del aparato penitenciario más siniestro de la península italiana. Una de sus "joyas", que actualmente todavía está en pie, sería la prisión de Santo Stéfano, construida sobre un islote desértico a 60 millas de Nápoles. Este penal tendría una larga y siniestra historia que lo sobreviviría: fue la prisión de máxima seguridad del régimen fascista de Mussolini (1922-1945). Precisamente tres internos de Santo Stefano (Spinelli, Rossi y Colorni, 1941) serían los redactores del Manifesto de Vertotene (el claustro materno de la Unión Europea).
"El mejor alcalde de Madrid"
Cuando Carles III, denominado popularmente "el mejor alcalde de Madrid" puso los pies en la Villa y Corte y le explicaron la idea que tenía su hermanastro de los gitanos, ordenó pasar página "discretamente para no mancillar el buen nombre de mi hermano el rey Fernando”. El sentido de la justicia y la voluntad de la reparación, por el hueco del retrete. Ahora bien, si hay una cosa que dibuja con claridad meridiana la ideología del "rey ilustrado" Carlos III es que sería el campeón de la persecución y genocidio de la lengua catalana. No tan sólo sería el primero a dictar leyes contra la enseñanza básica en catalán (1768), sino que también impondría la obligación de redactar los libros de contabilidad en castellano. Probablemente, en su ridícula mente ilustrada, debió imaginar que los catalanes escribían las cifras de una forma maliciosamente subversiva, sediciosa y golpista.
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La historia oscura de los Borbones (III)
Marc Pons
Barcelona. Domingo, 12 de julio de 2020. 05:30
Actualizado Domingo, 12 de julio de 2020. 05:30
Tiempo de lectura: 5 minutos
Bayona (País Vasco francés), 7 de mayo de 1808. El rey Fernando VII —el sexto Borbón hispánico— le vendía la Corona española a Napoleón Bonaparte. Sí, tal como suena. En una operación negociada y pactada con plena satisfacción de las dos partes, Bonaparte se convertía en el nuevo y legítimo propietario del reino de España. Napoleón (es decir, el Imperio Francés) se comprometía a pagar al Borbón una pensión vitalicia de cuatro millones de reales anuales (el equivalente a doscientos millones de euros), a adjudicarle la corona del reino de Etruria (un estado ficticio en la península italiana, dibujado en las mesas de la cancillería de París) y a arreglarle un matrimonio con alguna princesa europea.
Se diga lo que se diga, Fernando VII es el verdadero protagonista de aquella historia. El recorrido desde que pone las nalgas en el trono de Madrid hasta que le vende la corona a Napoleón es un sospechoso rosario de hechos que ilustran su figura y desenmascaran sus propósitos. Ocho semanas antes había liderado un golpe de estado —el llamado Motín de Aranjuez (19 de marzo de 1808)—, que se había saldado con el destronamiento y exilio de su padre Carlos IV, y que había conducido sus reales posaderas al trono. También, se diga lo que se diga (que aquel motín tenía el único propósito de hacer caer al corrupto ministro Godoy), lo que es más que evidente es que el golpe de estado es la maniobra que precede la operación de venta.
Tan evidente es que la correspondencia que, durante años (1808-1814), Fernando le dirigió a Napoleón, era la versión ilustrada del Manual del Lameculos. En aquellas ridículas misivas Fernando felicitaba efusivamente a Napoleón por sus incontestables victorias militares en Europa (las masacres napoleónicas de Girona, Tarragona y Zaragoza, por ejemplo, también) y no se privaba de recordarle los pactos suscritos. Fernando estaba en Valençay (País del Loira-Francia), pendiente de cobrar el reino etrusco y la princesa desconocida, y la historiografía francesa revela que Napoleón —que lo despreciaba profundamente— no las contestaba, pero las leía en voz alta en la cancillería para diversión y hazmerreír general.
Uno de los pactos más sorprendentes de la operación de Bayona es el que hacía referencia al compromiso de buscar a una esposa a Fernando. Sorprende que un rey ficticio de un estado satélite, pero con una cuantiosa pensión, no consiguiera una pareja de su condición social. Pero el misterio se revela cuando sabemos que Fernando VII tenía un grave problema físico, que era el terror de las princesas europeas y el hazmerreír de las cancillerías continentales. Fernando no fue renombrado como el "rey falón" por su falo, sino porque quería decir traidor. Pero, coincidentemente, sufría macrogenitosomia; una enfermedad que había convertido su pene en algo similar a un doner kebab girando en torno al fuego.
Tanto las fuentes francesas como las españolas coinciden en que este problema explicaría su personalidad y su política. La investigación francesa pone de relieve que Napoleón le explicó a su ministro Talleyrand sobre Fernando VII: "Es indiferente a todo, muy material, es un tragón y no tiene ni idea de nada, es muy estúpido y muy mezquino". Y la investigación española revela: “Su campechanía, junto con su vulgaridad (usaba un lenguaje propio de tabernas y de prostíbulos) y su capacidad para el disimulo le permitió mostrarse como un rey próximo a sus súbditos, incluso amable”, pero frecuentemente “se escudaba en el silencio, uno de sus habituales recursos ante situaciones adversas”.
Derrotado Napoleón (1814), no le quedó ningún otro remedio que renunciar a su jubilación anticipada. A partir de aquel momento Fernando VII y su pene se manifestaron en toda su dimensión: restauró la Inquisición (abolida por los Bonaparte), impuso un régimen político de terror, y se entregó a la persecución y exterminio de todo lo que oliera a cultura y progreso. Aunque, como buen rey de España, fue un gran aficionado a la tauromaquia (que algunos celebraron para justificar la españolidad del "falón"), los historiadores españoles del XIX lo describen como un "cobarde, vengativo, despiadado, ingrato, desleal, mentiroso, mujeriego, soez y chabacano". Una joya, vaya.
Fernando VII y su cuarta esposa —y sobrina— María Cristina de Borbón (la única que sobrevivió a las embestidas del rey) trascenderían como los arquitectos y máximos beneficiarios del bolsillo secreto, un fondo reservado con cargo al erario público que era el instrumento de enriquecimiento de la real pareja y de la camarilla de Palacio (un contubernio de políticos, militares y financieros que orbitaban en torno al trono). Naturalmente, aquel bolsillo secreto no era el primero ni sería el último, pero la filtración de su existencia (nunca constó en la contabilidad oficial del Reino de España) provocó un monumental descalabro que, por fin, explicaba la implicación de María Cristina de Borbón en todos los grandes negocios (limpios y sucios) de la España del siglo XIX.
El año 1833 Fernando y su pene pasaban a mejor vida. En aquel momento, la joven viuda y regente María Cristina de Borbón iniciaría en solitario una espectacular carrera que la convertiría en la campeona de la corrupción. Concluida la primera guerra carlista (1840), el general liberal Espartero —el gran vencedor de aquel conflicto y, posteriormente, el carnicero que bombardearía Barcelona— ordenó investigar el bolsillo secreto. Martín de los Heros —el contable de Espartero— estimó que contenía 78 millones de reales (el equivalente a 3.900 millones de euros). Pero, a pesar de las necesidades financieras del Estado, Espartero renunciaría a expropiarlo por miedo a dinamitar el nuevo régimen liberal de 1840.
El monumental saldo del bolsillo secreto era el resultado de la donación de Fernando VII a su esposa y a sus dos hijas (la futura reina Isabel II y la infanta Luisa) engordado con los particulares negocios de la familia real. Durante medio siglo, la reina-madre y la camarilla de Palacio —desde su atalaya de poder y con el capital del bolsillo— se autoadjudicaron casi todos los grandes negocios (limpios y sucios) que se hicieron en España durante buena parte del siglo XIX. La escandalosa manipulación de algunas de aquellas concesiones —a través de testaferros y de sociedades fantasma— popularizaría la cita "no hay negocio en el que la reina-madre no tenga intereses".
En la metrópoli y en las colonias (en las escasas colonias que le quedaban al "Imperio donde nunca se pone el sol"). María Cristina de Borbón, la regente de la corrupción, fue expulsada de España (1854) cuando se filtró que, con el general Narváez (figura bandera de los liberales españoles) y con su segundo marido Agustín Muñoz, dirigía una trama ilegal de comercio de esclavos.