" La tierra en préstamo: una gramática de la violencia en México", Juan Villoro

La tierra en préstamo: una gramática de la violencia en México

El hallazgo de un inmenso altar fúnebre azteca permite reflexionar sobre las urgencias actuales sin fantasías atávicas pero con un nítido sentido de la historia y los desafíos del presente.

Credit...Diego Cadena Bejarano

Por

Es novelista y cronista.

  • 30 de julio de 2020

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CIUDAD DE MÉXICO — México vive la peor violencia desde la Revolución (1910-1920); sin embargo, en su primer informe de gobierno, el presidente Andrés Manuel López Obrador dedicó 40 segundos al tema.

El crimen organizado ocupa el territorio y diversifica su economía. A la piratería, el secuestro, la trata y el narcotráfico, añade el robo de combustible, los narcocréditos, la agricultura de exportación, la minería, el control del agua, el cobro de derecho de suelo e incluso prácticas clientelistas como el reparto de alimentos y medicinas.

La soberanía nacional es relativa, según confirmó el periodista de El País Jacobo García en su alucinante viaje por la región de Michoacán, donde se cultiva el 70 por ciento de la producción mundial de aguacate: “La carretera de la muerte no es la que recorre Los Andes o la ladera de los Anapurna, sino los 36 kilómetros que unen Jalisco y Michoacán a través de Jilotitlán”, escribió en septiembre de 2019, luego de recorrer parajes que le recordaron escenas de guerra en Siria, Irak y Afganistán.

El país se desgaja sin una política de seguridad que haga frente a la situación. López Obrador cortó con las fallidas estrategias anteriores, medida imprescindible, pero los asesinatos aumentan. ¿Hay salida? La respuesta equivale a un vacío: 40 segundos de informe presidencial.

Mientras esto sucede, los arqueólogos hallan restos del imperio azteca que remiten a una violencia remota. ¿Podemos vernos reflejados en esos saldos del origen como si nos asomáramos al Espejo Humeante de Tezcatlipoca, Señor de la Fatalidad, donde el ser humano debía escrutar su condición inescapable?

La Ciudad de México tiene otra ciudad bajo la tierra. Por códices prehispánicos y crónicas de frailes y conquistadores, los arqueólogos saben de la existencia de sitios que no han sido explorados.

La céntrica calle de República de Guatemala se extiende sobre la antigua ruta sagrada de la muerte. Ahí se encontraba el juego de pelota azteca, donde el perdedor era ofrendado a los dioses, y en 2006 ahí fue hallada la efigie de Tlaltecuhtli, deidad dual, masculina y femenina, que devora las inmundicias y da a luz nueva vida.

En 2015 se descubrió el vestigio más importante en la relación de los antiguos mexicanos con la muerte: el tzompantli, inmenso altar de cráneos. En el número 24 de Guatemala la remodelación de una casa confirmó que excavar en esa parte de la ciudad es una arqueología accidental. En este caso, se encontró la base de una torre de cráneos consagrada a Huitzilopochtli, dios del sol y la guerra. Durante la conquista, Andrés de Tapia, soldado de Hernán Cortés, creyó distinguir ahí 136.000 cráneos y el fraile Diego Durán, 80.000, cifras seguramente exageradas por el temor reverencial que provocaba esa empalizada fúnebre. En Muerte a filo de obsidiana, Eduardo Matos Moctezuma, quien condujo la exploración del Templo Mayor, define al tzompantli como “la manifestación más evidente del control político-religioso” que la jerarquía de sacerdotes y militares ejercía sobre su propio pueblo.

A partir de octubre de 2016, el arqueólogo Raúl Barrera se hizo cargo de los trabajos en Guatemala 24. El sitio aún no ha sido abierto al público, pero pude visitarlo el 16 de noviembre de 2017, dos meses después del terremoto que derribó numerosos edificios en la ciudad. La casona colonial resistió de milagro los embates telúricos y la excavación en el sótano. Vigas de madera, dispuestas en equis, apuntalan los muros. A unos metros, el Museo del Templo Mayor muestra una representación en piedra del tzompantli. Esa asombrosa geometría de la muerte no deja de ser abstracta. El enjambre de cráneos que sale del lodo en Guatemala 24 no suplanta un hecho; lo constata: miles de cuencas vacías escrutan la nada desde hace quinientos años.

De acuerdo con Barrera, la mayoría de los sacrificados eran cautivos de guerra y se llegaron a incluir cráneos de españoles. La principal revelación de campo ha sido que, aunque el 75 por ciento de los restos pertenecen a hombres, el 25 por ciento es de mujeres y niños. En la economía sacrificial de los aztecas, destinada a pacificar dioses veleidosos, había que ofrendar prisioneros, pero también prescindir de lo más querido. La vida no se despreciaba; aumentaba de valor al entregarse de ese modo.

La torre de cráneos semidescarnados de casi cinco metros de diámetro realzaba el poder político-religioso en Tenochtitlan. Una ciudad de alrededor 250.000 habitantes confluía en ese escenario. Ante ese trato con la muerte, conviene recordar lo que Georges Dumézil escribió a propósito de las “rarezas” del pasado: interpretar los “hechos religiosos arcaicos” en su justa dimensión implica prescindir de “las ideas bárbaras y engañosas que las escuelas imaginan”. En La muerte entre los mexicas, Matos Moctezuma entiende así el tzompantli: “Los dioses, a veces beligerantes, a veces benévolos, deberán ser ofrendados por diversos medios para que jueguen un papel que tienen encomendado dentro de la estructura universal. Entre lo más preciado que el hombre posee está el hombre mismo, de allí que el sacrificio de su vida conlleve, en buena medida, la continuación del movimiento por medio del cual hay vida”.

Hace unos días le pregunté a Matos Moctezuma sobre la cantidad de cráneos que esperan hallar en el tzompantli: “Un cálculo preliminar podría dar unos 2000 cráneos, pero Raúl Barrera cree que podrían ser 5000, y hay que recordar que se iban quitando algunos y colocando otros nuevos”, comenta.

Toda estadística fúnebre es excesiva: cada hueso constata un fin irreparable. Los cráneos ensartados en el tzompantli integran un ábaco de ofrendas a los dioses. Aunque no es fácil contemplarlo, responde a un significado; el sacrificio era una plegaria: alimentaba al sol para que no dejara de brillar.

En Guatemala 24 la tierra conserva la humedad de la laguna que fue sepultada para edificar la Ciudad de México. Ahí, los siglos enrarecen el aire y los cráneos enrarecen el presente. El mundo del sacrificio azteca nos resulta ajeno, pero hay claves para entenderlo. En comparación, el México contemporáneo es más absurdo. ¿Cómo explicar un país de fosas clandestinas (más de 3000 en los últimos 14 años) donde se muere sin otra causa que el despojo?

El 26 de junio, a las 6:35 de la mañana, un camión bloqueó Paseo de la Reforma, emblemática avenida de la Ciudad de México, y 28 sicarios balacearon el coche de Omar García Harfuch, secretario de Seguridad Ciudadana. Viajaba con dos escoltas que fallecieron, al igual que una vendedora que pasaba por la zona. García Harfuch sobrevivió gracias al blindaje nivel 5 plus del vehículo. Tres horas después del atentado escribió en Twitter: “Esta mañana fuimos cobardemente atacados por el CJNG (Cártel Jalisco Nueva Generación)[…], tengo tres impactos de bala y varias esquirlas”.

Los atacantes fueron repelidos por cuatro guardaespaldas que iban en otro coche, que quedó fuera del cerco de fuego, y por patrullas que llegaron un minuto después. Veintiún sospechosos han sido arrestados. El atentado fue un notable fracaso, pero lo que llama la atención no es la impericia de quienes dispararon más de 150 balazos sin dar con su objetivo, sino su espectacularidad, el despliegue teatral de la osadía. La prioridad no era asesinar, sino demostrar que eso es posible en el corazón de la capital mexicana.

En sintonía con esta estrategia, el 17 de julio circuló un video en el que el Cártel Jalisco Nueva Generación despliega sus tropas. La cámara recorre una larguísima fila de vehículos pintados de camuflaje. En cada portezuela, una calavera y las siglas CJNG acreditan al “grupo de élite”. Un ejército encapuchado alza el puño y grita: “¡Pura gente del Mencho!”, en alusión a su líder, Nemesio Oseguera Cervantes.

Días después, el “Doble R”, miembro prominente del cártel, aclaró: “Nuestra guerra no es contra el pueblo ni es contra el gobierno”. Según esta versión, el desfile estaba destinado a amedrentar al “Marro”, José Antonio Yépez Ortiz, líder del competidor Cártel de Santa Rosa de Lima.

El narcotráfico ejerce un poderío visible al tiempo que el gobierno se repliega. La Guardia Nacional creada por el gobierno de Andrés Manuel López Obrador estaba destinada a reunir y coordinar grupos judiciales dispersos; sin embargo, desde su creación ha debido atender otras tareas. La más importante es la contención de migrantes a Estados Unidos. Donald Trump desistió de su amenaza de aumentar los aranceles a las exportaciones mexicanas a cambio de que se controlara el tráfico de indocumentados. De este modo canjeó un tema económico por una exigencia migratoria, convirtiendo a la Guardia Nacional en extensión de la Border Patrol. Su promesa de que México pagaría por construir un muro en la frontera encontró una forma perversa de volverse cierta: el ejército mexicano debe actuar como una pared cuyo espesor va de Centroamérica al río Bravo.

La distracción de las fuerzas federales en tareas migratorias, a las que se añade el control de puertos y aduanas, y las restricciones de la pandemia (circunstancia aprovechada por el narco y de la que Ioan Grillo escribió en estas páginas), dificulta el combate al crimen organizado.

¿Hay una estrategia clara al respecto? López Obrador ha hecho llamados morales a los capos, pidiendo que piensen en sus madres y aconsejando repartir “abrazos, no balazos”. Ante la violencia ha usado expresiones de repudio infantil: “¡fuchi, guacala!”. Mientras tanto, los asesinatos aumentan: la BBC informó que en 2019, primer año del actual gobierno, se cometieron 34,582 homicidios dolosos, un 2.5 por ciento más que en 2018, hasta entonces el año más cruento en nuestra historia reciente.

De manera encomiable, López Obrador se propuso acabar con la política de “guerra contra las drogas” que el presidente panista Felipe Calderón calcó de la gestión de Richard Nixon y del Plan Colombia. Ordenó que el ejército saliera de sus cuarteles en diciembre de 2006, a dos semanas de haber asumido la presidencia, cuando la oposición cuestionaba el resultado electoral. No pidió que el Congreso respaldara la medida ni la propuso en su campaña. Esa iniciativa fue, por decir lo menos, precipitada. Seis años después había más de 100.000 muertos y más de 30.000 desaparecidos. Calderón insistió en que el incremento de la violencia se debía a que los cárteles combatían entre sí por nuevas plazas; se refirió a los narcos como “los malosos”, seres extraños infiltrados en el país, sin comprender que pertenecían al tejido social y que la solución no podía ser exclusivamente militar. Al combatir fuego con fuego solo hubo un resultado: todo mexicano podía ser un “daño colateral”.

Calderón apeló a la ocupación del territorio y la presencia física del ejército. En Topología de la violencia, el filósofo Byung-Chul Han identifica esta estrategia con la dominación arcaica: “El gobierno se vale de la simbología de la sangre. La violencia directa opera como insignia de poder. En este caso, la violencia no se oculta. Se hace visible y se manifiesta. No tiene ningún tipo de pudor. No se muda ni se muestra medio desnuda, sino elocuente y sustancial”. En esa lógica, “la violencia infligida a otro aumenta la capacidad de supervivencia”.

Una fotografía alcanzó el nivel de ícono en la guerra de Calderón. En 2009, la Marina ultimó al capo Arturo Beltrán Leyva y fotografió su cuerpo desnudo, tapizado de billetes ensangrentados. Un presunto acto de justicia se convirtió en gesto de venganza.

El Estado moderno sustituye la visibilidad de la violencia por formas más opacas de control. Calderón apostó, como ahora lo hace el Cártel Jalisco Nueva Generación, por exhibir la fuerza para amedrentar al adversario. Durante su mandato, los periódicos publicaron “ejecutómetros”. El marcador rojo no favoreció al presidente panista. Calderón ignoraba la fuerza de su oponente y su grado de infiltración en los más diversos mandos del gobierno. En una batalla ante un enemigo difuso, sin nociones de frente y retaguardia, llevaba todas las de perder.

El hartazgo ante la sangre hizo que en las elecciones de 2012 el PAN quedara tercer puesto. El país prefirió el regreso del PRI, partido paleontológico que había gobernado de 1929 a 2000, y que solo se modernizó en la medida en que su candidato, Enrique Peña Nieto, lucía mejor en televisión que en la realidad.

A partir de 2012 cambió el discurso oficial. Si Calderón colocó el militarismo al centro de su gobierno y se puso un uniforme que le quedaba tan grande como los destinos del país, Peña Nieto consideró que la violencia era un problema de percepción que mejoraría al no hablar de él (con el mismo sentido de la evasión, propuso “pasar página” al caso Ayotzinapa, desapareciendo de la memoria a los desaparecidos de la realidad).

López Obrador no pertenece a la cleptocracia que gobernó el país durante casi un siglo en beneficio propio ni está dispuesto a poner en práctica las conductas represivas del PRI y el PAN. Su gobierno, avalado por 30 millones de votos, representa un corte de sentido respecto a políticas anteriores. Sin embargo, eso no basta para que tenga éxito. Su alianza con los evangelistas y los empresarios más poderosos del país, su desdén por la clase media, su apuesta por combustibles fósiles, su imparable caudillismo y su injurioso trato a ambientalistas, feministas, científicos, pueblos originarios, periodistas y víctimas de la violencia trazan el retrato de un populista conservador con ocasionales arrebatos izquierdistas.

El 17 de octubre de 2019, Ovidio Guzmán, hijo del célebre “Chapo”, fue detenido por policías antinarcóticos en Culiacán. El Cártel de Sinaloa reaccionó con una protesta que dejó 68 vehículos militares con impactos de bala, ocho muertos, 16 heridos, 19 bloqueos y un motín en la cárcel que liberó a 45 reos. Los 32 grados de temperatura de la capital sinaloense aumentaron con el fuego. En ese clima incendiario, un narco que negociaba la liberación del “Chapito” se dirigió a los militares con afrentosa superioridad: “Se te está hablando bien, suéltalo y vete tranquilo, y no se te va a hacer nada, si no te va a cargar la verga”.

En esas apremiantes circunstancias, López Obrador ordenó la liberación de Ovidio Guzmán: “No puede valer más la captura de un delincuente que las vidas de las personas”, explicó. La declaración contrasta con la de Calderón para justificar su estrategia: “Costará vidas humanas inocentes, pero vale la pena seguir adelante”.

Aunque se evitó un mal mayor, no hubo consenso en un país fracturado. López Obrador apeló a un sentido humanitario de la justicia; sin embargo, para muchos, mostró debilidad. La revista Proceso tituló así su portada: “Ustedes mandan”.

El tema es más complejo de lo que parece. En su espléndido artículo “La tentación de la guerra”, Oswaldo Zavala, profesor en la Universidad de la Ciudad de Nueva York y autor de Los cárteles no existen, señala que el operativo de Culiacán fue ordenado por el Grupo de Análisis de Información del Narcotráfico en posible coordinación con la DEA y el gobierno de Sinaloa, del PRI, siguiendo la lógica de intervención estadounidense pactada por Calderón desde 2008 en la Iniciativa Mérida. Un mes antes de la captura, el 16 de septiembre, Uttam Dhillon, entonces director interino de la DEA, estuvo en Culiacán según reportes periodísticos. Zavala no descarta que los muchos errores del operativo hayan sido provocados voluntariamente para exhibir al gobierno. Carlos Demetrio Gaytán, subsecretario de la Defensa con Calderón, ha dicho que los militares se siente “agraviados” y “ofendidos” por una política que los excluye. Las dudas que despierta la fallida captura llevan a una pregunta: ¿a quién le interesa reactivar la “guerra contra las drogas”? “La ocupación militar y el fenómeno de la paramilitarización en México han sido un vehículo para el despojo y apropiación ilegal de tierras que permiten el avance de megaproyectos de extracción de recursos naturales como gas, petróleo y minería”, responde Zavala. Ese núcleo complejo ayuda a entender que López Obrador se haya apartado de un lance que le era ajeno en muchos sentidos.

Hace más de 2000 años, Sófocles contrastó en Antígona el derecho humanitario con las obligaciones ante el Estado. López Obrador evitó una matanza y liberó a un enemigo poderoso. La opinión pública, versión moderna del coro griego, juzgó que se trataba de un gesto de rendición, del mismo modo en que, en marzo de 2020, condenó que el presidente saludara de mano a la madre del “Chapo” y, en enero, se negara a recibir a víctimas de la violencia encabezadas por el poeta Javier Sicilia.

El presidente fue amonestado por el coro, pero Atenas lo respalda: su aceptación en abril fue de 68 por ciento, según una encuesta de El Financiero.

En 2010, Felipe Calderón ordenó que las osamentas de los héroes de la independencia fueran exhumadas para recorrer el país en un cortejo fúnebre. Los remanentes de los próceres integraron un tzompantli portátil, acorde con la hipervisibilidad del poder que el presidente panista buscaba en su “guerra contra el narcotráfico”.

López Obrador rompió en forma meritoria con esa conducta. Sin embargo, mientras el narco avanza de manera ostensible, como lo hicieron las huestes de Calderón, no parece haber una estrategia global que se le oponga. El presidente habla todas las mañanas, pero tiene el talento distractor de hablar siempre de “otra cosa”. Su gramática ante la violencia aún está por conjugarse.

Victor Hugo envió una carta a Benito Juárez pidiendo que perdonara la vida del usurpador Maximiliano: “Que el violador de sus principios sea salvado por un principio. Que tenga esta dicha y esta vergüenza”. La máxima afrenta al adversario consiste en no ser como él. El combate a la violencia pasa por no ejercerla inútilmente.

La fuerza ética de ese planteamiento es evidente, pero no basta para pacificar un país. En su torrente retórico, López Obrador no ha formulado planes específicos para recuperar el tejido social. Ante las más variadas interrogantes responde que actuará “con honestidad”, principio muy rara vez observado por sus predecesores, que, sin embargo, no garantiza el control del territorio.

El mundo náhuatl rindió religiosa pleitesía a la muerte. Al mismo tiempo, de manera rebelde, repudió esa sumisión en su poesía, cargada de angustia y tristeza ante la fugacidad de todas las cosas. Un poema anónimo pregunta: “¿Es nuestra casa la tierra?” y otro responde: “Vivimos en tierra prestada”.

En 2021 se cumplirán 500 años de la caída de Tenochtitlan. En lo que llega esa fecha, los arqueólogos liberan cráneos en el tzompantli.

Mientras tanto, México se convierte en una inmensa necrópolis, sembrada de cráneos contemporáneos. Cada reliquia exige una razón. ¿Tiene sentido la sangre derramada?

En el año más violento de nuestra historia reciente, resuena la voz del poeta náhuatl: la vida es incierta en la tierra que nos fue prestada.

Juan Villoro es escritor y periodista. Su libro más reciente es El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México.