crónica desde Stepanakert, 7-XI-2020

Cuando el pánico vació los sótanos de Stepanakert

Los civiles y la prensa internacional aún en la capital de Nagorno Karabaj abandonan la ciudad ante el avance imparable de las tropas azeríes sobre el enclave.

Karlos Zurutuza|Stepanakert (Nagorno Karabaj)|2020/11/09 06:28, naiz
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Un puesto de control camino de Armenia. (Karlos ZURUTUZA)

Estamos comenzando la evacuación. Diríjanse inmediatamente al centro de prensa». El último mensaje dirigido a los periodistas que quedaban en Stepanakert (la capital de Nagorno Karabaj) llegaba por whatssapp a las tres en punto de la tarde del sábado.

El castigo sobre la vecina localidad de Sushi había aumentado ostensiblemente en los últimos días, y el ruido de disparos a las afueras de la capital también apuntaba a que las fuerzas azeríes se encontraban muy cerca. Se trata de un auténtico aldabonazo en la ofensiva lanzada por Azerbaiyán el pasado 27 de septiembre. Nagorno Karabaj, un territorio montañoso mayoritariamente armenio en suelo azerí, vive en estas horas su momento más crítico: desde Sushi –«Susha» para los azeríes– se puede bombardear Stepanakert, la capital, y también cortar la carretera que comunica el territorio con Armenia. Esto último ocurrió el pasado día 4, pero nadie entonces se atrevía a predecir la estampida del sábado. Tras tres décadas de control armenio sobre el enclave, el equilibrio de fuerzas en el que es el conflicto más longevo desde el colapso de la URSS parece estar a las puertas de decantarse hacia el lado azerí.

«¡Subid todos a ese minibús!», gritaba uno de los voluntarios del centro de prensa a los catorce informadores internacionales que quedaban aún en la ciudad. Muchos de ellos tienen el equipo en sus hoteles y, por supuesto, nadie quiere dejar portátiles y cámaras atrás. Al final hay trato, el autobús les esperará a la entrada, «pero hay que darse prisa, ¡por favor!». Cuando casi se ha conseguido encajar a esa decena de periodistas forrados de kevlar y cerámica entre mochilas, trípodes y demás artilugios, una mujer que empuja la silla de ruedas de su padre pide ayuda desesperada. No entramos todos y el grupo se divide. Sayed, un karabají que va camino de Ereván, tiene sitio para dos, pero antes quiere pasar por casa. Le bastan unos minutos para encontrar lo que buscaba: una botella de coñac armenio y una escopeta de caza. La ropa y los recuerdos personales se quedan. Sabe que, muy probablemente, no volverá a su casa nunca y que, si lo hace, probablemente no quedará ya nada de ella. Sumergido ya entre el caos de coches que bloquean la calle Tumanyan, Sayed sube el volumen de la música que suena de la radio, como si eso le ayudara a contener las lágrimas.

Con Lachin cerrado, la única vía de escape es una ruta por el norte, parte de la cual se hace a través de caminos de tierra. Tardaremos en llegar porque, mientras seguimos parados dentro del coche, descubrimos que había más gente en Stepanakert de la que pensábamos. Algunos salen por primera vez a la calle en días desde los sótanos en los que se han protegido de los bombardeos. La mayoría son demasiado mayores para correr; muchos llevan encima las mantas con las que se han protegido del frío y levantan la mano pidiendo ayuda: para cruzar la calle, para llevar unas pocas bolsas con comida, objetos personales... Para lo que sea. Un abuelo recoge uvas que cuelgan desde la veranda de una casa vacía. Lo hace con mimo y sin prisa, como si nada de eso fuera con él. O como si nada se pudiera hacer ya. También vemos a gente conocida. Como Hobik, ese armenio llegado desde Alepo hace ocho años a quien la guerra persigue como su sombra. Ahora contempla atónito el espectáculo desde la acera.

«Le estamos dando la vuelta a la guerra, dudo que puedan hacerse con Sushi», nos había dicho justo dos horas antes. El tráfico más correoso que ha conocido la somnolienta Stepanakert nos arrastra hacia el norte, pero conseguimos intercambiar con él un último saludo con un gesto acorde a las circunstancias. No es fácil acertar.

De Sushi a Susha

Ahora, sí, llegamos a la pista de tierra; nosotros y otros tantos cientos –¿quizá miles?– de coches que serpentean para salvar el macizo. Al otro lado está Armenia, pero aún quedan horas por delante. En dirección contraria solo circulan ambulancias, minibuses (Sayed dice que llevan voluntarios) y camiones militares que unos de esos drones israelíes o turcos podría destruir en un pestañeo. Todo el mundo sabe que las cifras de víctimas civiles serían de record de ocurrir ahora. Y luego están esos sufridos soldados que intentan gestionar el caos: discuten a gritos entre ellos, y también con los conductores, sobre todo a la vista de esas ambulancias bloqueadas. Intentan evacuar a los soldados heridos más graves a Ereván –capital de Armenia–, pero muchos no llegarán a tiempo para contarlo. Otros tantos, los que aún pueden andar, optan por enfilar hacia Armenia a pie y por el arcén.

Como el resto, intentamos contactar con los armenios que dejamos atrás y también con los colegas del grupo original, pero la línea ha caído en el enclave. Sólo cuando nos acercamos a diez kilómetros de Armenia empezamos a recuperar cobertura, y alguien del Comité para la Protección para los Periodistas nos llama desde Nueva York preocupándose por nosotros. Por lo visto, el resto de los informadores está bloqueado en Vank (a 50 kilómetros de Stepanakert). Llegarán a Ereván a las cinco de la madrugada, nueve horas antes de que Ilham Aliyev, presidente de Azerbaiyán, anuncie «la liberación de Susha».