"‘Saudade’, Portugal y Eduardo Lourenço", José María Lassalle

05/12/2020 lavanguardia

La indiferencia reconcentrada y el silencio respetuoso pueden ser una forma de proximidad. Algo que España y Portugal experimentan espontáneamente a pesar de las numerosas intersecciones que propicia nuestra convivencia peninsular. ¿Dónde radica esa proximidad? En sabernos casi lo mismo aunque expresado de manera distinta. Y no me refiero a la lengua sino a la forma de ser y contemplar la alteridad más inmediata y próxima, que es una especie de fraternidad escondida. Lo explicaba Pessoa cuando se definía a sí mismo como “un occidental extremo, convencido de que Oriente empieza en la frontera de España”. Algo que le hacía reconocer al poeta que era “también lo contrario de esto: un occidental extremo para quien, súbdito del mar y del cielo, no existe frontera alguna”.

Probablemente Eduardo Lourenço hubiera podido suscribir estas palabras. No solo por la íntima conexión que tenía con Pessoa, a quien dedicó libros, sino porque también se vivió a sí mismo arrastrado por una inercia de deslocalización física y mental que le hizo ser, a su manera, un “occidental extremo” que eligió vivir en “Oriente”. Concretamente en la Provenza, donde escribió buena parte de su obra y, además, en francés. Antes había estado en Alemania y en Brasil, y había sido seducido por la complejidad existencial de la filosofía germánica. De hecho, Nietzsche, Husserl y Heidegger fueron alojados en las capas más profundas de su pensamiento. Conocía bien el pensamiento hispánico, a nuestros clásicos más complejos y barrocos. Escribió guiado por ellos cuando reflexionaba sobre Europa. Habló con soltura de la tensión española con Francia, de la lucidez delirante con la que pensaron sobre ella nuestros Gracián, Feijoo, Que­vedo o Saavedra Fajardo. Una tensión que a su manera ha vivido siempre Portugal, unida al continente a través de nuestra fron­tera, pero a la que sabía que no podía puentear porque es la puerta de entrada más directa hacia ese “Oriente” pessoano que necesita para encontrarse a sí mismo mientras ha­bita su irrenunciable extremosidad occidental.

La figura de Eduardo Lourenço demuestra la generosidad con la que Portugal sigue mirándonos

Joma Joma (Joma)

Siempre lúcido, Eduardo Lourenço no escondía su apego a España desde la consciencia de que como portugués siempre “sintió la necesidad de marcar su lugar frente a un vecino muy poderoso”, pues, “incluso cuando el vecino estaba dormido, la gente sabía que eso no podía durar”. Por eso, no eludió la búsqueda de fomentar el encuentro de ambos países, tal como materializó con el Centro de Estudios Ibéricos que contribuyó a crear en A Guarda hace dos décadas al unir bajo su patronazgo al Instituto Politécnico da Guarda, a la Universidad de Coimbra y la Universidad de Salamanca. En su seno se instituyó el premio Eduardo Lourenço para homenajear a personalidades que han favorecido el hermanamiento cívico y cultural entre nuestros países. Maria Helena de Rocha Pereira, Agustín Remesal, Maria João Pires, Ángel Campos Pámpano, Jorge Figuereido Días, César Antonio Molina, Mia Couto, José María Martín Patino, Jerónimo Pizarro, Antonio Sáez Delgado, Agustina Bessa-Luís, Luis Sepúlveda, Fernando Paulouro das Neves, Basilio Losada Castro, Carlos Reis y Ángel Marcos de Dios han sido destinatarios del mismo. Un premio que evidencia la conciencia profunda de cercanía y distancia que ha existido y existe entre Portugal y España y que Pessoa, otra vez Pessoa, no dejaba de analizar cuando afirmaba que “una frontera, aunque separa, también une; y que si dos naciones vecinas son dos por ser dos, pueden moralmente ser casi una sola por ser vecinas”.

Por ello resulta sorprendente que la muerte de Eduardo Lourenço haya pasado casi de puntillas por las redacciones de los periódicos de nuestro país y que prácticamente nadie en el mundo intelectual y político haya recordado su extraordinaria figura. Es cierto que, habiendo recibido todos los reconocimientos en Portugal, España tan solo le ofreció en vida el premio de Extremadura y la Orden del Mérito Civil. Quizá es que Lourenço quiso ser siempre un pensador discreto que evitó ejercer de intelectual. A su manera emuló a su admirado Montaigne alejándose de la mundanidad. Decidió vivir instalado en el retiro, centrado en las cosas pequeñas pero fértiles de la inteligencia: los libros. Estos siempre fueron profundos, como solo podían salir de la curiosidad escritural del humanista infatigable que fue.

Nos ha dejado huérfanos cuando el humanismo que encarna su pensamiento es más urgente que nunca

El desconocimiento español de la figura de Eduardo Lourenço revela cómo la aparente indiferencia portuguesa hacia nuestro país está, en ocasiones como esta que ­comentamos, de sobra justificada. Se dice siempre de nuestro vecino que vive de espaldas a nosotros, cuando es España realmente la que muestra una actitud displicente que explica, también, aquella reacción lusa contenida en el refranero portugués y que afirma: “De España, ni buenos vientos ni buenos casamientos”. Con todo, la figura de Eduardo Lourenço demuestra la generosidad con la que Portugal sigue mirándonos. En su apego a España a través del iberismo que cultivó toda su dilatada vida se encierra la sabiduría humanista de un país seguro de sí mismo, cultivado y sincero que nunca ha evitado la realidad que tenía enfrente. Una reflexión que debería hacernos pensar si podemos decir de nosotros lo mismo. Sería bueno releer en la despedida que se merece Eduardo Lourenço aquellas páginas admirativas que dejó escritas Unamuno en Por tierras de Portugal y España . Nuestro pensador viajó mucho y en soledad por el país vecino. Buscó en él refugio para recrearse en una admiración incontenida hacia su cultura para, entre otras cosas, denunciar nuestra absurda soberbia hacia ella.

Recuperar esa actitud unamuniana hacia Portugal sería un homenaje merecido en la despedida a Eduardo Lourenço. ­Este nos ha dejado huérfanos en un momento muy especial de nuestra historia. Cuando necesitamos, precisamente, entender y encontrar un propósito que nos ayude como seres humanos a explicar el sentido que se esconde detrás de la pandemia que nos sacude por fuera, sí, pero también por dentro. El humanismo que encarna su ­pensamiento es más urgente que nunca. Sobre todo porque pensó y repensó esas in­tersecciones del alma que atraviesan el ­sentimiento de saudade que aloja el labe­rinto íntimo de la identidad portuguesa. En esa percepción de fragilidad y vulnerabilidad que proyecta la gravedad del tiempo ­como una forma de destino inexplicable, quizá podamos todos, españoles y portugueses, refugiarnos en busca de esos abrazos hospitalarios que tanto necesitamos ­para seguir nuestro camino más allá de la pandemia. Quizá nos sirvan de ayuda aquellos versos que oí de su boca durante la cena en la que lo conocí en el Museo Gulbenkian de Lisboa y que tomó de un poeta portugués, Teixeira de Pascoaes, del que no había oído hasta entonces: “O futuro é o passado que ama­nhece”.