En mi discurso final como gobernador de Hong Kong el 30 de junio de 1997, pocas horas antes de abandonar la ciudad en el yate real de Gran Bretaña, dije que “Ahora, el pueblo de Hong Kong tiene que gobernar Hong Kong. Ésta es la promesa. Y éste es el destino irreversible”.
Esa promesa figuraba en la Declaración Conjunta de 1984, un tratado firmado por China y el Reino Unido ante las Naciones Unidas. El acuerdo era claro, y la garantía para los ciudadanos de Hong Kong era absoluta: el retorno de la ciudad de una soberanía británica a una soberanía china estaría gobernado por el principio de “un país, dos sistemas”. Hong Kong tendría un alto grado de autonomía durante 50 años, hasta 2047, y seguiría disfrutando de todas las libertades asociadas con una sociedad abierta bajo un estado de derecho.
Pero con su decisión reciente de imponer una nueva ley de seguridad draconiana a Hong Kong, el presidente chino, Xi Jinping, ha pisoteado la Declaración Conjunta y ha amenazado directamente la libertad de la ciudad. Los defensores de la democracia liberal no deben quedarse de brazos cruzados.
Durante más de diez años después del traspaso de 1997, China en gran medida mantuvo su promesa con respecto a “un país, dos sistemas”. Es verdad, no todo era perfecto. China dio marcha atrás con su promesa de que Hong Kong podría determinar su propio gobierno democrático en el Consejo Legislativo, y el gobierno chino periódicamente interfería en la vida de la ciudad. En 2003, por ejemplo, abandonó un intento de introducir legislación sobre cuestiones como la sedición –una extraña prioridad en una comunidad pacífica y moderada- frente a las masivas protestas públicas.
Sin embargo, en general, hasta los escépticos reconocían que las cosas se habían desarrollado bastante bien. Pero las relaciones entre China y Hong Kong empezaron a deteriorarse después de que Xi asumió la presidencia en 2013 y desempolvó el manual de leninismo agresivo y brutal. Xi revirtió muchos de los cambios políticos de sus antecesores inmediatos, y el Partido Comunista Chino (PCC) reafirmó el control sobre cada aspecto de la sociedad china, incluida la administración económica.
Xi endureció el control de la sociedad civil y de las universidades por parte del partido, y tomó medidas enérgicas contra cualquier señal de actividad disidente. Demostró que la palabra de su régimen no era confiable a nivel internacional -por ejemplo, al incumplir las promesas que le había hecho al presidente norteamericano Barack Obama de que China no militarizaría los atolones e islas de las que se estaba apropiando ilegalmente en el Mar de la China Meridional. Es más, el régimen de Xi cerró más de un millón de uigures predominantemente musulmanes en Xianjiang y destruyó señales de su cultura donde fuera posible. Y, por supuesto, le ajustó las clavijas a Hong Kong.
El origen de las protestas del año pasado en la ciudad fue el intento del gobierno de Hong Kong de introducir una ley de extradición que, en efecto, habría derribado la barrera de protección entre el estado de derecho en el territorio y la ley comunista en la China continental. Las manifestaciones fueron muy mal manejadas por la policía de Hong Kong, cuyo comportamiento –incluido el uso descontrolado de máscaras de gas y aerosol de pimienta- logró que una pequeña minoría de manifestantes recurriera a una violencia inaceptable.
Una investigación independiente de las razones de las manifestaciones, del mal manejo de ellas por parte de la policía y del comportamiento de los manifestantes (que, en una abrumadora mayoría, fueron pacíficos) podría haber ayudado a calmar a la comunidad y promover la reconciliación. Pero la propuesta fue rechazada sin más trámite. En las elecciones concejales de distritos del pasado mes de noviembre, los ciudadanos de Hong Kong mostraron de qué lado estaban cuando votaron abrumadoramente a favor de candidatos pro-democracia que habían apoyado las manifestaciones.
Las protestas se han interrumpido en los últimos meses como resultado de las medidas (exitosas) de la ciudad para combatir el coronavirus. Pero las autoridades chinas claramente esperaban que volvieran a empezar, por ejemplo, para celebrar el 4 de junio el aniversario de la masacre de la Plaza Tiananmen en 1989, y sin duda les preocupa que los partidos democráticos de Hong Kong vayan por la victoria en las próximas elecciones del Consejo Legislativo en septiembre.
Esta perspectiva lisa y llanamente aterraba al gobierno chino y a las autoridades de línea dura que recientemente puso al mando en el territorio. Estas últimas ya habían reivindicado su decisión de recortar la autonomía de Hong Kong y habían interferido a voluntad en cuestiones que deberían haber quedado en manos del gobierno y los legisladores de la ciudad.
El gobierno de Xi viene de asestar su golpe más duro. Aprovechando la atención actual del mundo a la lucha contra el COVID-19 (cuya rápida propagación global es, en parte, producto del secretismo y de la mendacidad del PCC), el parlamento burocrático de China ahora ha eludido a la propia legislatura de Hong Kong y ha impuesto una ley de seguridad nacional en la ciudad. La ley cubre delitos no especificados como la sedición y la secesión, y permitiría que la versión china de la KGB, el Ministerio de Seguridad del Estado, operara en Hong Kong, apelando presuntamente a sus métodos habituales de coerción.
¿Pero cuál es la supuesta amenaza a la seguridad nacional que plantea Hong Kong para el régimen comunista de China? Los líderes de China temen justamente las cosas que le prometieron a Hong Kong en la Declaración Conjunta, concretamente el estado de derecho y las libertades que éste protege. La ciudad representa todo lo que el régimen de Xi detesta sobre la democracia liberal, razón por la cual lo que está sucediendo allí no es sólo un inmenso desafío para Hong Kong y su pueblo, sino también una amenaza directa para las sociedades abiertas en todas partes.
El mundo simplemente no puede confiar en este régimen chino. Las democracias liberales y los amigos de Hong Kong en todas partes deben dejar en claro que respaldarán a esta ciudad grandiosa, libre y dinámica. Luego del anuncio de la nueva ley por parte de China, más de 512 parlamentarios y autoridades jerárquicas de 32 países han firmado una declaración en apoyo de Hong Kong. La libertad y la prosperidad de la ciudad están en juego; al igual que los valores e intereses de las sociedades abiertas en todo el mundo.
En su condición de cosignatario de la Declaración Conjunta, el Reino Unido tiene una responsabilidad especial de mostrar liderazgo. Por empezar, el primer ministro Boris Johnson debería pedir que se incluya a Hong Kong en la agenda de la próxima reunión del G7 el mes próximo. Podría inspirarse en los consejos de las Analectas de Confucio: “Un caballero se avergonzaría si sus acciones no coincidieran con sus palabras”.
Chris Patten, the last British governor of Hong Kong and a former EU commissioner for external affairs, is Chancellor of the University of Oxford.