"Qué significa laicidad en Francia", Grand Continent

E L  G C  D E L  D O M I N G O
 S 0 1 · E 1 4
 5-VI-21
U N O  /  T R E S

Pregúntele a cinco europeos por su definición de laicidad: es probable que obtenga todas respuestas radicalmente diferentes. Si bien lo que se comprende correctamente se enuncia claramente, se debe señalar que la laicidad, sobre todo en su sentido francés, es objeto de un enorme malentendido. Frente a esta nociva confusión, que alimenta la polarización del debate público, resultaba necesario responder con claridad y objetividad. Esto es lo que hace Patrick Weil en la entrevista que concedió al Grand Continent hace unos días. Este regreso a las fuentes nos recuerda que la Ley de 1905 sobre la separación de la Iglesia y el Estado pretendía crear una nueva libertad: la de creer o no creer, sin ninguna presión. Al prever el fin de la financiación estatal de las iglesias, representaba también una forma para que el Estado francés afirmara su soberanía frente a la injerencia del Vaticano (la Iglesia se había implicado en el caso Dreyfus diez años antes), rompiera su vínculo espiritual con el catolicismo y se declarara irreligioso. Sin embargo, la Ley de 1905 no fue el resultado de un incidente que hubiera provocado una ruptura brusca con el Vaticano, sino más bien el producto de un largo proceso de reflexión y comparación, con un texto ampliamente inspirado en disposiciones similares vigentes en ese entonces en México, Estados Unidos e Italia. 
 
Mientras recorre la historia de la Ley de 1905, Patrick Weil recuerda además un aspecto fundamental de la misma: con más de cien años de antigüedad, contiene sin embargo la respuesta a un reto muy actual, el de proteger a todos los creyentes contra la instrumentalización de la religión por parte de pequeños grupos. Si crea libertades, la Ley de 1905 también va acompañada de las herramientas del derecho penal con las que se la debería garantizar, en particular a través de una policía de los cultos que ahora se ha dejado considerablemente de lado. Es esta última la que impide la intrusión de la religión en la esfera política, protege a los ciudadanos de influencias y presiones, y prohíbe cualquier perturbación de una manifestación colectiva de culto. Si ya existen los instrumentos necesarios para hacer frente a los desafíos contemporáneos, ¿por qué entonces asistimos, en torno a la laicidad, a una agitación política permanente (pensemos, por ejemplo, en el anuncio de los «Estados Generales de la laicidad» en abril, ese gran debate para reforzar su cumplimiento, organizado por el Gobierno francés) y a un ensañamiento legislativo (con la ley sobre el separatismo, bajo tratamiento una vez más en la Asamblea y en el centro de la atención mediática)? Porque se ignora la Ley de 1905. 
 
Ahora bien, esta exageración legislativa no sólo es inútil, sino también peligrosa, en la medida en que transforma perniciosamente el modelo francés de laicidad, como recordó Philippe Portier en las columnas del Grand Continent. De ser un sistema de preservación de las libertades bajo la Tercera República, este modelo se convierte ahora, bajo la tutela de un Estado rector, en un sistema de unificación de comportamientos. ¿Cuáles son los instrumentos de esta evolución? Las leyes aprobadas en los últimos 15 años: ya sea la Ley de 2004 sobre la prohibición de llevar signos religiosos ostensibles en las escuelas públicas o la Ley de 2016 que permite a las empresas, bajo ciertas condiciones, imponer el principio de neutralidad y restringir la manifestación de las creencias de sus empleados. Mientras que la laicidad francesa se limitaba a separar las esferas del Estado y de la Iglesia, ahora el Estado se empeña en poner a las Iglesias «bajo vigilancia» y en ampliar cada vez más «el círculo de la abstención religiosa» en nombre de un imperativo de seguridad y de un retorno a la «cohesión perdida» de la nación, afirma Philippe Portier. Si antes la seguridad era una simple condición de la libertad, ahora se ha convertido en la finalidad misma de la toma de decisiones políticas. Esta peligrosa transformación hace aún más necesaria la rehabilitación de la Ley de 1905.

La laicidad, ¿un derecho para Europa? Una conversación con Patrick Weill

D O S  /  T R E S

La laicidad francesa es incomprendida en Francia, pero también lo es en el extranjero, a tal punto que se ha convertido en un problema mundial. Pocos sistemas jurídicos de potencias medianas pueden pretender desencadenar grandes crisis a miles de kilómetros de su lugar de origen. Sin embargo, este fue el caso de Pakistán, donde las manifestaciones antifrancesas relacionadas con las caricaturas de Charlie Hebdo fueron tan virulentas el pasado mes de abril que el Quai d'Orsay recomendó a sus nacionales que abandonaran el país. 
 
En Francia, en los últimos meses, las mismas caricaturas han fundamentado al menos dos grandes atentados: el primero, un ataque fallido contra el periódico satírico en septiembre de 2020 por parte de un paquistaní ahora considerado un héroe en su pueblo natal; el segundo, un mes después, el que acabó con la vida de Samuel Paty. Estos ataques son el resultado de lo que Gilles Kepel describe, no sin cierta polémica, como «yihadismo atmosférico», para el que «las enseñanzas de la escuela republicana son el símbolo de la impiedad» y la blasfemia es imperdonable. Este yihadismo francés está impregnado de influencias extranjeras que instrumentalizan voluntariamente una indignación muy real. Así, los alzamientos líricos de Erdogan contra Francia proceden de un cínico deseo de erigirse en el nuevo campeón del mundo musulmán. 
 
Por todo ello, la incomprensión que suscita el modelo francés es bastante sincera en amplias zonas del mundo, donde se traduce, según Gilles Kepel, en «acontecimientos espectaculares por su violencia simbólica».  Estas reacciones provienen, una vez más, de una confusión fundamental, esta vez entre laicidad y libertad de expresión. Como recuerda Patrick Weil, Francia debe su apego a la libertad de expresión al recuerdo traumático de la tortura del caballero de la Barre, un acontecimiento anterior al establecimiento de la laicidad en casi dos siglos. Allí donde la libertad de expresión se basa en el laissez-faire y el derecho a faltar el respeto, la laicidad «organiza el derecho al respeto de todas las opciones espirituales». En otras palabras, protege la fe y autoriza el culto, pero también protege la subversión. Presentado no tanto como un régimen dirigido a los creyentes o a un grupo religioso en particular, sino, por el contrario, como un texto que permite la protección de las libertades, y en particular la libertad de creer, podemos apostar que la laicidad sería mejor comprendida en el extranjero y mejor aceptada en Francia.


T R E S / T R E S

También en Europa el debate sobre la laicidad parece imposible, pero por otra razón: la laicidad, un concepto complejo y explosivo, abarca cuestiones políticas y regímenes jurídicos muy diferentes. En Europa, por ejemplo, se encuentran sociedades totalmente secularizadas pero no laicas (Dinamarca, Gran Bretaña) y sociedades laicas pero más religiosas (Italia, donde la práctica está, sin embargo, en declive). En Francia, el debate público sobre la laicidad tiende a centrarse en el islam y en la polémica cuestión del velo; en Italia, en cambio, este último tema apenas se menciona y el debate se centra más bien en la injerencia de la Iglesia católica en el debate político, en algunos de sus privilegios fiscales, en los obstáculos que sigue habiendo para el ejercicio del derecho al aborto o en la presencia de crucifijos en las aulas de las escuelas públicas. 
 
Aunque estas diferencias dificultan a veces la comprensión de las particularidades jurídicas francesas, casi todos los países europeos se preocupan por el lugar de la religión en sus sociedades. En la entrevista que concedió al Grand Continent, Joann Sfar mencionó las similitudes subyacentes entre las situaciones francesa y alemana: «Una de las cuestiones que plantea este libro es la de la ocupación del espacio público. Los lugares de culto plantean la cuestión de cómo se comparten. Tuve un encuentro decisivo con un parlamentario alemán de origen turco llamado Lale Akgün, un musulmán no religioso y muy militante. Ya te puedes imaginar que cabrea a los racistas alemanes, pero también cabrea a los musulmanes fundamentalistas porque denuncia la financiación [extranjera] de ciertas mezquitas. [...] En el fondo, me divierte ver que Francia, que no pone un céntimo en las sectas, salvo en el territorio del Concordato, y Alemania, que las financia, tienen exactamente los mismos problemas.» 
 
Así y todo, los problemas en torno al lugar de la religión en Europa tienden a converger, mientras que un largo proceso de secularización ha estado en marcha durante varias décadas. Esta lenta disociación entre lo religioso y la cultura dominante está en el centro de una importante reflexión de Olivier Roy publicada por Le Grand Continent en 2018, que debe volver a leerse hoy para comprender las fuentes de las tensiones que suscita la laicidad. Olivier Roy recuerda que tanto el poder político como el legislador se empeñan en secularizar la religión, que ahora se considera de carácter fundamentalista, vaciándola progresivamente de su dimensión original para convertirla en un simple objeto cultural; así, en Francia se autoriza la instalación de belenes en los edificios públicos, siempre que presenten un carácter «cultural, artístico o festivo». Sin embargo, utilizar la ley para asimilar la religión a un simple fenómeno cultural y limitar su lugar en el espacio público equivale a convertirla en presa de los cazadores furtivos del fundamentalismo. Si queremos superar la polarización provocada por la cuestión de la laicidad, debemos aprender a gestionar la demanda de fe expresada por muchos individuos actualmente y dejar de expulsar la religión a la esfera privada, promoviendo su resocialización y reculturación. Este es quizás el camino que hay que tomar para un modelo europeo capaz de gestionar de manera más apaciguada la diversidad religiosa. Si no queremos mantener la confusión entre ateísmo estatal y laicidad, fundamento de la polarización el debate, debemos reconocer que no se trata para la sociedad multicultural de expulsar a la divinidad, sino de encontrarle un lugar.