"Cuerpos en alianza y la política de la calle -I", Judith Butler

Revista Trasversales número 26 junio 2012


Esta intervención, “Bodies in Alliance and the Politics of the Street”, tuvo lugar el 7/9/2011, en Venecia, en el marco de la serie de conferencias The State of Things, organizada por la Oficina de Arte Contemporáneo de Noruega (OCA).
La traducción ha sido revisada y corregida por Patricia Soley-Beltrán, autora de Transexualidad y la Matriz Heterosexual: un estudio crítico de Judith Butler (Ediciones Bellaterra, Barcelona, 2009), cuya inestimable colaboración agradecemos.
La reproducción de este texto en otros medios requiere la autorización de la autora, a la que transmitiremos las solicitudes que recibamos para ello.



En los últimos meses se han producido, una y otra vez, manifestaciones multitudinarias en calles y plazas. Muy a menudo han sido motivadas por diferentes objetivos políticos, pero en todas ellas hay un rasgo similar: se congregan cuerpos, que se mueven y hablan juntos y reivindican un determinado espacio como espacio público. Sería más fácil decir que estas manifestaciones o, de hecho, estos movimientos, se caracterizan como cuerpos que se juntan para plantear una reivindicación en un espacio público, pero esa formulación presupone que el espacio público ya está ahí, que ya es público y que ya se le reconoce como tal. Perderíamos parte del sentido de estas manifestaciones públicas si no somos capaces de entender que cuando estas multitudes se reúnen se disputa y se pelea por el propio carácter público del espacio. Así, aunque estos movimientos han dependido de la existencia previa de aceras, calles y plazas, con frecuencia ya portadoras de una potente historia política, como la plaza Tahrir, no es menos cierto que las acciones colectivas colectivizan el propio espacio, reordenan el suelo y animan y organizan la arquitectura. Por mucho que haya que insistir en la existencia previa de las condiciones materiales para las asambleas públicas y el discurso público, también tenemos que preguntarnos de qué manera la asamblea y los discursos que en él se pronuncian reconfiguran la materialidad del espacio público y producen o reproducen el carácter público de ese entorno material. Cuando las multitudes se mueven fuera de la plaza, trasladándose a calles adyacentes o a callejones, o a barrios cuyas calles aún no han sido pavimentadas, entonces sucede algo más. En ese momento, la política ya no se define como actividad exclusiva de la esfera pública y ajena a la esfera privada, sino que se cruza esa línea una y otra vez, llamando la atención sobre la forma en que la política ya está presente en el hogar, o en la calle, o en el barrio, o incluso en los espacios virtuales no restringidos por la arquitectura de la plaza pública.

Así que cuando pensamos el significado de la congregación de una multitud, una multitud creciente, y el significado de un movimiento a través del espacio público hecho de manera que pone en cuestión la distinción entre público y privado, entonces distinguimos que, de algún modo, los cuerpos en su pluralidad reclaman lo público, encuentran y producen lo público reconfigurando y haciéndose con la sustancia de los entornos materiales; al mismo tiempo, estos entornos materiales son parte de la acción, parte activa en la medida en que se convierten en soporte de la acción. De la misma manera, cuando camiones o tanques se convierten de repente en plataformas para quienes hablan, el entorno se reconfigura activamente y se refuncionaliza, usando el término brechtiano. Y entonces nuestras ideas sobre la acción deben ser repensadas.

En primer lugar, no se puede plantear la reivindicación de moverse y reunirse libremente sin estar ya moviéndose y reuniéndose con otros.
En segundo lugar, plaza y calle no son sólo soportes materiales de la acción, sino que son parte de cualquier teoría sobre la acción pública y corporal que podamos proponer. La acción humana depende de todo tipo de apoyos, siempre es una acción apoyada. Pero en el caso de las asambleas públicas, vemos claramente que no sólo hay una lucha en torno a qué será el espacio público, sino también una lucha en torno a los modos básicos sobre los que, como cuerpos, nos sostenemos en el mundo, una lucha contra la privación de derechos, la invisibilización y el abandono.

Por supuesto, esto genera un dilema. No podemos actuar sin apoyos, y sin embargo tenemos que luchar por los apoyos que nos permitan actuar. Por supuesto, fue el concepto romano de plaza pública lo que sirvió de base para la comprensión de los derechos de reunión y libertad de expresión, formas deliberativas de la democracia participativa. Sin duda, Hannah Arendt tuvo en mente la República Romana cuando dijo que toda acción política requiere un “espacio de aparición”. Por ejemplo, escribió “la Polis, propiamente hablando, no es la ciudad-estado en su ubicación física, sino la organización de la gente tal como surge de su actuar y de su hablar juntos, y su verdadero espacio se encuentra entre las personas que viven juntas este propósito, estén donde estén”. El “verdadero” espacio se encuentra “entre la gente”, lo que cual significa que cualquier acción, al igual que tiene lugar en algún lugar, también establece un espacio que pertenece propiamente a la alianza en sí misma. Para Arendt, esta alianza no está ligada a su ubicación. De hecho, la alianza lleva consigo su propia localización, transponible en gran medida: “la acción y el discurso crean un espacio entre los participantes que puede encontrar su propia ubicación en todo tiempo y lugar” (Arendt, La condición humana, Paidós, Buenos Aires, 2005, p. 221).

Entonces, ¿cómo entender esta concepción de un espacio político con tanta transponibilidad? Aunque Arendt sostiene que la política requiere un espacio de aparición, también afirma que lo que la política genera es precisamente ese espacio: “Se trata del espacio de aparición en el más amplio sentido de la palabra, es decir, el espacio donde yo aparezco ante otros como otros aparecen ante mí, donde los hombres (sic) no existen meramente como otras cosas vivas o inanimadas, sino que hacen su aparición de manera explícita” (ibid., p. 221). Algo de esto es totalmente cierto. Espacio y localización se crean a través de la acción plural. Y, sin embargo, su punto de vista sugiere que la acción, en su libertad y su poder, tiene la facultad exclusiva de crear la localización. Y ese punto de vista olvida o rechaza que la acción siempre se apoya sobre algo y que siempre es corporal, incluso en sus formas virtuales. Los soportes materiales de la acción no sólo son parte de la acción, sino también aquello en torno a lo que se está luchando, especialmente en aquellos casos en que la lucha política se da por el alimento, el empleo, la movilidad y el acceso a las instituciones. Para repensar el espacio de aparición con el fin de entender el poder y el efecto de las manifestaciones públicas de nuestro tiempo, necesitamos comprender las dimensiones corporales de la acción, lo que el cuerpo requiere y lo que el cuerpo puede hacer, sobre todo cuando tenemos que pensar en cuerpos congregados, en qué los mantiene allí, en sus condiciones de persistencia y de poder.

Esta tarde me gustaría reflexionar sobre este espacio de aparición y preguntarme qué itinerario tenemos que recorrer para pasar del espacio de aparición a la política contemporánea de la calle. Aunque diga esto, no aspiro a agrupar todas las formas de protesta que hemos visto, de las cuales algunas son episódicas, otras forman parte de movimientos sociales y políticos en curso y recurrentes, y otras son revolucionarias. Sí espero reflexionar sobre lo que podría unir a estos encuentros, a estas manifestaciones públicas que han tenido lugar durante el invierno de 2011 contra los regímenes tiránicos en el Norte de África y en Oriente Medio, pero también contra la precarización creciente de la gente trabajadora en Europa y en el hemisferio sur, con las luchas por la educación pública en EEUU y Europa, con las luchas para conseguir que las calles sean espacios seguros para las mujeres y para las minorías por razones de género u opción sexual, incluidas las personas trans, cuya presencia pública es a menudo castigada con una violencia legal o ilegal. Con frecuencia se reivindica que las calles queden a salvo de policías que son cómplices de la delincuencia, especialmente en aquellas ocasiones en que la policía sostiene a regímenes criminales o cuando, por ejemplo, comete contra las minorías de género o sexuales los mismos delitos que supuestamente debería impedir. Las manifestaciones son una de las pocas maneras de superar la fuerza policial, sobre todo cuando se hacen incontenibles gracias a su amplitud y movilidad, y cuando disponen de recursos para regenerarse a sí mismas. Tal vez estos sean momentos o episodios anarquistas, en los que la legitimidad de un régimen está cuestionada sin que un nuevo régimen haya ocupado todavía su lugar. Ese intervalo es el tiempo de la voluntad popular, no es una voluntad única, ni una voluntad unitaria, sino una voluntad caracterizada por una alianza que posee el poder performativo para reclamar lo público de un modo aún no codificado en la ley y que nunca podría quedar totalmente codificado en ella. ¿Cómo entender esta acción conjunta que abre el tiempo y el espacio en el exterior y en contra de la temporalidad y de la arquitectura establecidas del régimen, una acción que invoca la materialidad, que se apoya y nutre de sus apoyos, con el fin de reelaborar sus funciones? Una acción así reconfigura lo público y el espacio de la política.

El punto de vista de Arendt está distorsionado por su propia política de género, dependiente de una distinción entre el ámbito público y el ámbito privado que deja la esfera de la política a los hombres y el trabajo reproductivo a las mujeres. Si hay un cuerpo en la esfera pública, es masculino y sin soporte alguno, presuntamente libre para crear, pero que no ha sido creado. El cuerpo de la esfera privada es femenino, envejece, extranjero, infantil y pre-político. A pesar de que Arendt fue, como sabemos por la importante obra de Adriana Cavarero, una filósofa de la natalidad, ella entiende esta capacidad generativa como una función de la palabra y la acción política. De hecho, cuando los ciudadanos varones entran en la plaza pública para debatir sobre la justicia, la venganza, la guerra y la emancipación, ellos dan por sentado que la iluminada plaza pública es el teatro de su discurso, arquitectónicamente destinado a ello. Su discurso se convierte en la forma paradigmática de la acción, físicamente separada del domicilio privado, sumido en la oscuridad y reproducido a través de actividades que, propiamente hablando, no son del todo acciones en los adecuados sentidos públicos. Los hombres pasan de la oscuridad privada a la luz pública y, una vez iluminados, hablan, y su discurso interroga a los principios de justicia que articula, convirtiéndose él mismo en una forma de investigación crítica y de participación democrática. Para Arendt, al reconsiderar este escenario en el marco de la modernidad política, su discurso se entiende como el ejercicio corporal y lingüístico de los derechos. ¿Cómo hemos de entender aquí estos términos y su entrelazamiento?

Para que la política tenga lugar, el cuerpo debe aparecer. Aparezco ante otros y otros aparecen ante mí, lo que significa que algún espacio entre nosotros permite que aparezcamos. No somos simples fenómenos visuales para los demás. Nuestras voces deben ser registradas, así que debe oírsenos; más bien, lo que somos, corporalmente, ya es una forma de ser “para” los otros, apareciendo según modos que no podemos ver, siendo un cuerpo “para” el otro de una manera que no puedo ser para mí, y siendo así desposeídos, en perspectiva, por nuestra propia sociabilidad. Tengo que presentarme ante los demás de una manera que no puedo explicar y, de esa manera, mi cuerpo establece una perspectiva en la que no puedo habitar. Esto es importante, ya que no se trata de que mi cuerpo se limite a establecer mi propia perspectiva, sino que también desplaza esa perspectiva y hace de ese desplazamiento una necesidad. Esto ocurre con mayor claridad cuando pensamos en cuerpos que actúan juntos. Ningún cuerpo establece el espacio de aparición, pero esta acción, este ejercicio performativo sólo ocurre “entre” cuerpos, en un espacio que constituye el hueco entre mi propio cuerpo y el cuerpo de otra persona. De esta manera, mi cuerpo no actúa solo cuando actúa políticamente. De hecho, la acción surgió del “entre”.

Para Arendt, el cuerpo no se situa principalmente en el espacio sino con otros, generando un nuevo espacio. Y el espacio que se crea está precisamente entre quienes actúan juntos. El espacio de aparición no es para ella sólo una arquitectura dada: “El espacio de aparición cobra existencia siempre que los hombres se agrupan por el discurso y la acción, y por lo tanto precede a toda constitución formal de la esfera pública y de las diversas formas de gobierno, o sea, las diversas maneras en las que puede organizarse la esfera pública” (ibid., p. 222). En otras palabras, este espacio de aparición no es un lugar que puede ser separado de la acción plural que le ocasiona. Sin embargo, si aceptamos este punto de vista, tenemos que entender cómo se constituye la pluralidad que actúa. ¿Cómo se forma la pluralidad, y qué soportes materiales son necesarios para esa formación? ¿Quién entra en esta pluralidad y quién no y cómo se decide eso? ¿Puede cualquier persona actuar de manera que ese espacio se produzca? Arendt deja claro que “este espacio no siempre existe” y reconoce que, en la polis clásica, el esclavo, el extranjero y el bárbaro fueron excluidos de ese espacio, lo que significa que no podían formar parte de una pluralidad que produjo ese espacio. Esto significa que parte de la población no aparece, no emerge en el espacio de aparición. Por tanto, el espacio de aparición estaba ya dividido, ya distribuido, en la medida en que la propia citada exclusión definió, en parte, el espacio de aparición. Esto no es un problema menor, ya que significa que hay que estar ya en el espacio para poder generar el espacio de aparición, lo que quiere decir que hay un poder que opera antes de cualquier poder performativo ejercido por una pluralidad. Además, en su opinión, la privación de espacio de aparición es privación de realidad. En otras palabras, tenemos que aparecer ante los demás según modos que no podemos conocer, que debemos poner al alcance de una perspectiva establecida por un cuerpo que no es el nuestro. ¿Y si nos preguntamos dónde aparecemos o dónde estamos cuando aparecemos? Será allí, entre nosotros, en un espacio que existe sólo porque somos más de una persona, más de dos, plurales y hechos carne. El cuerpo, definido políticamente, está precisamente organizado por una perspectiva que no es propia de una sola persona y que está, en ese sentido, ya en otros lugares, para otro, y, por lo tanto, alejándose de sí mismo.

En esta explicación del cuerpo en el espacio político, ¿cómo encontrar sentido a quienes nunca pueden ser parte de una acción concertada, a quienes quedan fuera de la pluralidad que actúa? ¿Cómo describir su acción y su condición como seres excluidos de lo plural? ¿qué lenguaje político tenemos en la recámara para poder describir esa exclusión? ¿Son ellos los “presupuestos” des-animados de la vida política, mera vida o vida desnuda? ¿Vamos a decir que los excluidos son simplemente irreales o que no tienen ningún tipo de existencia, que están socialmente muertos, que son espectros? ¿Estamos hablando de una condición de indigencia creada por las disposiciones políticas existentes o bien se trata de que la indigencia se manifiesta fuera de la propia esfera política? En otras palabras, ¿están los indigentes fuera de la política y del poder o están, de hecho, viviendo una forma específica de indigencia política? La respuesta que demos a esta pregunta parece importante, ya que si decimos que los indigentes se encuentran fuera de la esfera de la política, reducidos a formas despolitizadas de ser, entonces estamos aceptando implícitamente que las formas dominantes de establecer lo político son correctas. De alguna manera, esto se desprende de la posición de Arendt, que adopta el punto de vista interno de la polis griega en cuanto a qué debe ser la política, quién debe entrar en la plaza pública y quién debe quedarse en la esfera privada. Tal punto de vista no tiene en cuenta y devalúa las formas de agencia política que surgen precisamente en aquellos ámbitos considerados pre-políticos o extra-políticos. Así que una de las razones por las que no podemos dejar que el cuerpo político que produce tales exclusiones proporcione la concepción de la política misma, estableciendo los parámetros de lo que cuenta como político, es que, dentro del ámbito establecido por la polis, los que están fuera de su definición de pluralidad son considerados irreales o no-realizados, y, por lo tanto, fuera de la política como tal.

El impulso para la noción de “nuda vida” de Giorgio Agamben se deriva de esta misma concepción de la polis en la filosofía política de Arendt; yo sugeriría que está amenazada por este mismo problema: si tratamos de explicar la exclusión en sí misma como problema político, como parte de la propia política, entonces no podría decirse que, una vez excluidas, aquellas personas que no aparecen o que carecen de “realidad” en términos políticos no ocupan un lugar social o político, o que son así expulsadas y reducidas a meros entes (formas de lo dado excluidas de la esfera de acción).

Pero no hay que recurrir a nada tan extravagante metafísicamente si acordamos que una de las razones por las que la esfera de lo político no puede ser definida por la concepción clásica de la polis es que, en tal caso, no tendríamos ni podríamos usar un lenguaje capaz de referirse a las formas de agencia y resistencia que se centran en la política de exclusión en sí misma o, incluso, en la lucha contra los regímenes de poder que mantienen en condiciones de indigencia a apátridas y a quienes no tienen derechos reconocidos. Pocas cosas podrían ser más trascendentales políticamente.

Aunque Agamben se inspira en Foucault para articular una concepción de la biopolítica, la tesis de la “nuda vida” no está afectada por ese concepto. Como resultado de ello, dentro de ese vocabulario no podemos describir los modos de agencia y acción asumidos por apátridas, invadidos o sin-derechos, ya que incluso la vida despojada de derechos está dentro de la esfera de lo político, por lo que no puede ser reducida a un mero ente, sino que, con frecuencia, es una vida irritada, indignada, que se rebela y resiste. Estar fuera de las estructuras políticas establecidas y legitimadas también conlleva una impregnación de relaciones de poder, y esta impregnación es el punto de partida para una teoría de la política que incluya las formas dominantes y las formas subalternas, tanto los modos de inclusión y legitimación como los modos de deslegitimación e invisibilización.

Por suerte, creo que Arendt no siempre siguió consecuentemente ese modelo trazado en La condición humana; por ejemplo, a comienzos de los años 60 prestó atención a la suerte de refugiados y apátridas, llegando a afirmar en ese contexto el derecho a tener derechos. La legitimidad del derecho a tener derechos no depende de ninguna organización política en particular. En sus propias palabras, el derecho a tener derechos es anterior y precede a cualquier institución política que pueda codificar o tratar de garantizar ese derecho; al mismo tiempo, no deriva de ningún tipo de leyes naturales. El derecho nace cuando se ejerce, y es ejercido por quienes actúan en concierto, en alianza. Quienes están excluidos de las entidades políticas existentes, quienes no pertenecen a ningún Estado-nación o a ninguna otra formación estatal coetánea, sólo pueden ser vistos como “irreales” por aquellos que pretenden monopolizar las condiciones de realidad. Incluso aunque la esfera pública haya sido definida a través de su exclusión, actúan. Aunque hayan sido dejados en manos de la precariedad o se les deje morir con sistemática negligencia, emerge su acción concertada, como podemos, ver, por ejemplo, cuando los trabajadores sin-papeles se reúnen en la calle sin tener derecho legal a hacerlo, o cuando las poblaciones reclaman una plaza pública que ha pertenecido a las fuerzas armadas, o cuando los refugiados participan en sublevaciones colectivas exigiendo vivienda, alimentos y libre circulación, o cuando las poblaciones se congregan, sin la protección de la ley y sin permiso para manifestarse, con el objetivo de derribar un sistema legislativo injusto o criminal, o para protestar contra medidas de austeridad que destruyen la posibilidad de acceso a un empleo y a educación para muchas personas.

De hecho, en las manifestaciones públicas que a menudo siguen a los actos de duelo público, particularmente en Siria en los últimos meses, donde una multitud de dolientes se convierten en blancos de la destrucción militar, podemos ver cómo el espacio público existente es ocupado por aquellos que no tienen derecho a hacerlo, a riesgo de sufrir violencia y morir. Su derecho a reunirse sin intimidación y sin amenaza de violencia es sistemáticamente atacado por la policía, por el ejército, por mercenarios a los que paga el Estado o los poderes corporativos. Atacar el cuerpo es atacar el derecho en sí mismo, ya que el derecho es precisamente lo que ejerce el cuerpo en la calle. Aunque los cuerpos en la calle estén expresando su oposición a la legitimidad del Estado, están también, por el hecho de repetir y persistir en la ocupación de ese espacio, planteando el desafío en términos corporales, lo que significa que cuando el cuerpo “habla” políticamente no lo hace sólo en lenguaje oral o escrito. La persistencia del cuerpo pone la citada legitimidad en tela de juicio y lo hace precisamente a través de una performatividad del cuerpo que atraviesa el lenguaje sin reducirse a lenguaje. En otras palabras, no es que la acción corporal y los gestos tengan que traducirse al lenguaje, sino que tanto la acción como el gesto significan y hablan, como acción y como demanda, y que ambas cosas están entrelazadas de forma inextricable. Cuando la legitimidad del Estado se pone en cuestión precisamente por medio de esa aparición pública, el propio cuerpo ejerce un derecho que no es derecho, es decir, ejerce un derecho que está siendo activamente impugnado y destruido por la fuerza militar, mientras que, con su resistencia ante esa fuerza, articula su persistencia y su derecho a la persistencia. Este derecho no está codificado en ninguna parte. No se concede desde otro lugar o por la legislación vigente, aunque a veces encuentre apoyo precisamente en ella. Es, de hecho, el derecho a tener derechos, no como ley natural o estipulación metafísica, sino como empeño del cuerpo contra las fuerzas que buscan monopolizar la legitimidad. Un empeño que requiere la movilización del espacio, lo que no puede hacerse sin un conjunto de soportes materiales movilizados y movilizadores.

Para que quede claro: no me estoy refiriendo a un vitalismo o a un derecho a la vida como tal. Más bien, estoy sugiriendo que las reivindicaciones políticas son formuladas por cuerpos tal como aparecen y como actúan, tal como rechazan y como persisten en condiciones en las que se toma ese solo hecho como un acto de deslegitimación del Estado. No es que los cuerpos sean simplemente mudas fuerzas vitales que luchan contra las modalidades existentes de poder. Más bien, los propios cuerpos son modalidades de poder, interpretaciones encarnadas, implicadas en una alianza de acción. Por un lado, estos cuerpos son productivos y performativos. Por otro lado, sólo pueden persistir y actuar con el soporte de entornos, de la alimentación, del trabajo, de los modos de sociabilidad y de pertenencia. Y cuando estos soportes fallan, se movilizan de otra manera, apoderándose de los soportes que existen para proclamar que no puede haber vida corporal sin apoyo social e institucional, sin empleo permanente, sin redes de interdependencia y cuidado. No luchan sólo por las ideas de apoyo social y emancipación política, sino que su lucha toma una forma social propia. Y así, en los casos más ideales, una alianza representa el orden social que pretende llevar a cabo, pero cuando esto sucede, y puede suceder, hay que tener en cuenta dos importantes advertencias. La primera es que la alianza no es reducible a individuos y que no son los individuos quienes actúan. La segunda es que la alianza tiene lugar precisamente entre quienes participan en ella, y que no es un espacio ideal o vacío, sino que es el propio espacio sustentador, espacio de entornos materiales duraderos y habitables y de interdependencia entre seres vivos. Volveré a esa idea al final de mi intervención, pero ahora volvamos a las manifestaciones, a su lógica y a sus ejemplos.

No se trata sólo de que muchas de las manifestaciones masivas y de los modos de resistencia que hemos visto en los últimos meses produzcan un espacio de aparición, sino también de que se apoderan de un espacio ya establecido y traspasado por el poder existente, intentando con ello romper la relación entre el espacio público, la plaza pública y el régimen vigente. Por lo tanto, quedan expuestos los límites de la política y queda cortado el vínculo entre el teatro de la legitimidad y el espacio público; este teatro ya no habita de forma no problemática en el espacio público, ya que el espacio público tiene lugar ahora en medio de otra acción, que desplaza al poder que afirma su legitimidad precisamente tomando el control sobre el campo de sus efectos. En pocas palabras, los cuerpos en la calle redistribuyen el espacio de aparición para impugnar y negar las formas vigentes de legitimidad política. Del mismo modo que a veces ocupan o toman el control del espacio público, la historia material de estas estructuras también actúa sobre ellos y forma parte de su misma acción, reconstruyendo una historia en medio de sus más concretos y sedimentados artificios. Son actores subyugados y empoderados que tratan de arrebatar la legitimidad a un aparato estatal existente que depende del espacio público de aparición para su autoconstitución teatral. Al arrebatar ese poder, se crea un nuevo espacio, un nuevo “entre” de los cuerpos, por así decirlo, que reclama el espacio existente a través de la acción de una nueva alianza, y estos cuerpos son insuflados y animados por los espacios existentes en los mismos actos a través de los que recuperan y dan nuevo sentido a sus significados.

Para que esta puesta en cuestión funcione, tiene que haber una lucha por la hegemonía sobre lo que vengo llamando el espacio de aparición. Esa lucha interviene en la organización espacial del poder, que incluye la asignación y la restricción de ubicaciones espaciales en las que, y a través de las que, una población puede aparecer, lo que significa que hay una restricción espacial sobre cuándo y cómo la “voluntad popular” puede aparecer. Este punto de vista de la restricción y asignación territorial de quienes pueden aparecer, en efecto, de quienes pueden convertirse en objeto de aparición, sugiere una operación de poder que actúa tanto a través de la expulsión como de la asignación diferencial.

¿Cómo esa idea de poder y la idea de política derivada de ella puede reconciliarse con la idea de Arendt de que la política requiere no sólo entrar en un espacio de aparición, sino también una participación activa en la construcción del propio espacio de aparición? Y además, añadiría, que requiere una forma de actuar en medio de seres formados por la historia y sus estructuras materiales.

En la obra de Arendt puede verse el funcionamiento de una fuerte carga performativa; actuando, generamos el espacio de la política, entendido como espacio de aparición. Se trata de lo performativo divino asignado a la forma humana. Pero, como resultado de ello, Arendt no puede dar cuenta de las vías por las que la arquitectura y las topografías establecidas del poder actúan sobre nosotros y se incorporan a veces a nuestra propia acción excluyéndonos de la esfera política o singularizando nuestra aparición en ella. Sin embargo, para actuar dentro de estas dos formas de poder, tenemos que pensar acerca de los cuerpos siguiendo vías no utilizadas por Arendt y tenemos que pensar sobre el espacio que actúa sobre nosotros, incluso cuando actuamos dentro de él o en aquellas ocasiones en que nuestras acciones, consideradas como plurales o colectivas, dan existencia a ese espacio.

Si tenemos en cuenta lo que es aparecer, se deduce que aparecemos a alguien y que nuestra aparición tiene que ser registrada por los sentidos, no sólo los nuestros sino por los de otra u otras personas.

De la posición de Arendt se deduce que para actuar y hablar políticamente hay que “aparecer” a otros de alguna manera, es decir, que aparecer es siempre aparecer a otro, lo que significa que para que el cuerpo exista políticamente debe asumir una dimensión social, ir más allá de sí mismo y hacia los demás, siguiendo vías que no pueden rubricar y no rubrican el individualismo. Asumiendo que somos organismos vivos y hechos carne, al hablar y actuar el organismo asume una forma política y social en el espacio de aparición. Esto no quiere decir que superemos o invalidemos un estatus biológico para asumir un estatus social; por el contrario, los cuerpos orgánicos que somos requieren el soporte de un mundo social para poder persistir. Y esto significa que, como seres biológicos que buscan persistir, dependemos necesariamente de las relaciones sociales y de las instituciones que atienden las necesidades básicas de alimentación, refugio y protección contra la violencia, por nombrar algunas.

Ningún cuerpo monádico aislado persiste en sí mismo; si persiste lo hace en el contexto de un conjunto sustentador de relaciones. Así que, si nos aproximamos a la cuestión de la biopolítica de esta manera, podemos ver que el espacio de aparición no pertenece a una esfera de la política separada de la esfera de la supervivencia y de la necesidad. Cuando está en juego la cuestión de la supervivencia, no sólo de individuos sino de poblaciones enteras, la cuestión política tiene que ver con si y cómo una formación social y política maneja la demanda de satisfacción de necesidades básicas como vivienda, alimentos y protección contra la violencia. Y la cuestión clave para una política crítica y contestataria tiene que ver con cómo se distribuyen los bienes básicos, como se asigna la vida misma y cómo la distribución desigual del valor de la vida y de los sentimientos ante las muertes ajenas es instituida por la guerra selectiva y por formas sistemáticas de explotación o negligencia, que asignan a las poblaciones diferentes grados de precariedad y disponibilidad.

La posición de Arendt incluye una división del trabajo muy problemática, por lo que debemos reconsiderar su posición para nuestro tiempo. Si aparecemos, debe vérsenos, lo que significa que nuestros cuerpos deben ser vistos y que nuestros sonidos vocalizados deben ser escuchados: el cuerpo debe entrar en el campo visual y audible. Pero tenemos que preguntarnos por qué, si esto es así, el cuerpo está dividido entre uno que aparece públicamente para hablar y actuar, y otro, sexual y trabajador, femenino, extranjero y mudo, generalmente relegado a lo privado y a la esfera pre-política. Este último cuerpo opera como una condición previa para la aparición, y así se convierte en la ausencia estructurante que rige y hace posible la esfera pública. Si somos organismos vivos que hablamos y actuamos, entonces estamos claramente en relación con un continuo extenso o red de seres vivos; no sólo vivimos entre ellos, sino que nuestra persistencia como organismos vivos depende de esa matriz de relaciones interdependientes sustentadoras. No obstante, si nuestro hablar y actuar nos distingue como algo separado de ese reino corporal (antes evocado al plantearnos si nuestra capacidad de pensar políticamente depende de alguna especie de physei [nt: aquello que es “por naturaleza”] o de otra cosa), tenemos que preguntarnos cómo tal dualidad entre acción y cuerpo se puede conservar si y cuando, en el fondo, las palabras “viviente” y “real”, ambas tan netamente políticas, presuponen la presencia y la acción de un cuerpo humano vivo, cuya vida está ligada a otros procesos vivos. Puede que estos dos sentidos del cuerpo estén en la obra de Arendt, uno que aparece en público y otro que está “secuestrado” en lo privado, y que el cuerpo público se da a conocer como figura del sujeto que habla y cuya habla también es acción. El cuerpo privado nunca aparece de esa manera, ya que está preocupado con el trabajo repetitivo de reproducción de las condiciones materiales de vida. El cuerpo privado condiciona así al cuerpo público. Incluso aunque sean el mismo cuerpo, la bifurcación es crucial para mantener la distinción entre público y privado. El que una de las dimensiones de la vida corporal pueda y deba permanecer fuera de la vista, mientras que otra, completamente distinta, aparece en público, ¿no será una especie de fantasía? ¿Pero no hay rastros de lo biológico que aparece como tal y no podríamos argumentar, con Bruno Latour e Isabelle Stengers, que la negociación de la esfera de aparición es algo biológico que hay que hacer, ya que no hay forma de orientarse en un entorno o de adquirir alimentos sin aparecer corporalmente en el mundo, por lo que no habría escape a la vulnerabilidad y a la movilidad que aparecer en el mundo implica? En otras palabras, ¿la aparición no es necesariamente un momento morfológico en el que cuerpo aparece, no sólo para hablar y actuar sino también para sufrir y moverse, para captar otros cuerpos, para negociar un entorno del que se depende? De hecho, el cuerpo puede aparecer y significar de maneras que impugnan la manera en que habla o que incluso ponen en cuestión que el ser hablante sea su instancia paradigmática. De hecho, ¿podríamos comprender la acción, el gesto, la quietud, el tacto o el movernos juntos si todo eso fuera reducible a la vocalización del pensamiento mediante la palabra?

En verdad, este acto de hablar en público, incluso dentro de esa problemática división del trabajo, depende de una dimensión de la vida corporal que es dada, pasiva, opaca y por lo tanto excluida de la esfera de lo político. Por lo tanto, podemos preguntar, ¿qué regulación impide que el cuerpo dado se desborde y expanda sobre el cuerpo activo? ¿Son dos cuerpos diferentes y la política tiene la obligación de mantenerlos separados? ¿Son dos dimensiones diferentes de un mismo cuerpo, o son, de hecho, el efecto de una cierta regulación de la aparición corporal, activamente impugnada por nuevos movimientos sociales, por luchas contra la violencia sexual, por la libertad reproductiva, contra la precariedad, por la libertad de desplazamiento? En esto podemos ver que, en el ámbito teórico, tiene lugar una cierta regulación topográfica, incluso arquitectónica, del cuerpo. Cabe destacar que precisamente esta operación de poder, la exclusión y la asignación singularizada de si, y cómo, el cuerpo puede aparecer, no está presente en la consideración explícita que Arendt hace de la política. De hecho, su enfoque explícito de la política depende de esta operación de poder, a la que no logra considerar como parte de la política misma.

Así que reconozco lo siguiente: la libertad no procede de mí o de ti, sino que puede suceder y sucede como relación entre nosotros o, incluso, entre una multitud. No se trata de encontrar la dignidad humana en cada persona, sino más bien de entender al ser humano como un ser relacional y social, cuya acción depende de la igualdad y establece el principio de igualdad. De hecho, no hay ningún ser humano, en su opinión, si no hay igualdad. Ningún ser humano puede ser humano solo. Y ningún ser humano puede ser humano sin actuar en concierto con otros y en condiciones de igualdad.

Me gustaría añadir lo siguiente: la afirmación de la igualdad no se hace sólo hablando o escribiendo, sino que se hace precisamente cuando los cuerpos aparecen juntos; mejor dicho, cuando, a través de su acción, dan existencia al espacio de aparición. Este espacio es una característica y un efecto de la acción, y sólo funciona, de acuerdo con Arendt, cuando se mantienen relaciones de igualdad.
Por supuesto, hay muchas razones para sospechar de los momentos idealizados, pero también hay razones para desconfiar de cualquier análisis totalmente blindado contra la idealización. Hay dos aspectos de las manifestaciones revolucionarias en la plaza Tahrir que me gustaría resaltar. El primero tiene que ver con la forma en que se estableció una cierta sociabilidad dentro de la plaza, una división del trabajo que rompió las diferencias de género, que estableció la rotación para distribuir quien hablaba y quien limpiaba las áreas donde la gente dormía y comía, desarrollando un plan de trabajo que implicaba a todo el mundo en la conservación del entorno y en la limpieza de los baños.

En resumen, se generaron, fácil y metódicamente, lo que algunos llaman “relaciones horizontales” entre los manifestantes, y rápidamente pareció que las relaciones de igualdad, que incluían un reparto equitativo del trabajo entre los sexos, se convertían en parte de la propia resistencia al régimen de Mubarak y a sus afianzadas jerarquías, incluyendo las extraordinarias diferencias de riqueza entre los militares y los patrocinadores empresariales del régimen, por un lado, y el pueblo trabajador, por otro. Así que la forma social de la resistencia comenzó a incorporar principios de igualdad que no sólo regían el cómo y cuando cada cual hablaba y actuaba para los medios de comunicación y contra el régimen, sino también cómo se cuidaban los diversos sectores de la plaza, las camas colocadas sobre su suelo, los puestos de atención sanitaria y los baños, los lugares donde se comía o los lugares más expuestos a la violencia exterior. Todas estas acciones eran políticas en el sencillo sentido de que rompían una distinción convencional entre lo público y lo privado con el fin de establecer relaciones de igualdad; así, fueron incorporando en la misma forma social de la resistencia los principios por los que luchaban en la calle.

En segundo lugar, ante ataques violentos o amenazas extremas, muchas personas coreaban la palabra “silmiyya”, que procede de la raíz verbal (salima) que significa estar sano y salvo, ileso, incólume, intacto, a salvo y seguro, pero también inobjetable, intachable, impecable, así como certidumbre, establecido, claramente demostrado [Diccionario de Hans Wehr de árabe moderno escrito]. El término proviene del sustantivo “Silm”, que significa “paz”, sino también, indistintamente y de manera significativa, “la religión del Islam”. Una variante de la palabra es “Hubb as-silm”, que en árabe significa “pacifismo”. Con frecuencia, el canto de “Silmiyya” aparece como una suave exhortación: “haya paz, haya paz”. A pesar de que la revolución fue en su mayor parte no violenta, no se condujo así por una oposición de principios frente a la violencia. Más bien, el canto colectivo fue una manera de animar a la gente para resistir la atracción mimética de la agresión militar y de las bandas de matones, para seguir teniendo en mente el objetivo principal, el cambio democrático radical. Dejarse arrastrar a un choque violento momentáneo era perder la paciencia necesaria para realizar la revolución. Lo que me interesa aquí es el canto, la forma en que funcionó el lenguaje, no para incitar a una acción, sino para impedir otra. Una restricción en el nombre de una emergente comunidad de iguales, cuya principal forma de hacer política no sería la violencia.

(continúa en "Cuerpos en alianza y la política de la calle" -II, Judith Butler)