"¿Estamos a punto para la democracia?", Xavier Antich

Hace dos semanas que fui a ver el montaje de Àlex Rigola sobre Coriolano de Shakespeare en el Teatre Lliure de Barcelona, y todavía no me lo he podido quitar de la cabeza. Pegada en la retina, sigue la imagen del escenario desnudo, por donde se pasean actores y actrices, tienen lugar batallas y carnicerías, deliberaciones e intrigas, y donde se ha instalado una enorme columna con las letras gigantescas de DEMOCRACY. Más como una amenaza, parece, que como una descripción.

Coriolano es una obra, realmente, muy muy extraña. Nunca ha tenido el favor del público ni tampoco grandes entusiastas o admiradores. Habitualmente, la obra es recibida con cierta frialdad o indiferencia, si no abiertamente con decepción. Acostumbrados, como estamos, a las pasiones torrenciales que atraviesa cualquier Shakespeare, Coriolano está lleno de ambigüedades, incluso de contradicciones con respecto a lo que antes se llamaba "el mensaje". Es imposible no horrorizarse ante Macbeth y Ricardo III, o no estremecerse escuchando al Yago de Otelo o al Edmund de El Rey Lear, pero en Coriolano nuestra reacción oscila, con cada personaje, de la aversión a la empatía, del rechazo a la comprensión. Nuestra posición es, por eso, siempre incómoda, por fuerza voluble. Sin embargo, Harold Bloom, consciente de que Coriolano es, "con toda seguridad, la más extraña de las treinta y nueve obras de teatro de Shakespeare", la considera, por excelencia, "el drama político de Shakespeare", mucho más que Macbeth, Enrique V o Julio César. Y de su protagonista dice, sin ambages, que es "un ejército de un solo hombre, la mayor máquina de matar de todo Shakespeare". Y Jan Kott no dudaba en calificarla, por su ambigüedad, como "una de las más profundas" de todo Shakespeare. Por otra parte, el poeta T.S. Eliot, a riesgo de pasar por excéntrico, prefería Coriolano a Hamlet.

Coriolano, el protagonista, es la insolencia del poder en estado puro, con toda su brutalidad. Ambientada en la época mítica de los orígenes de la república romana, la obra recorre la ascensión y caída de Marcio, el general de las veintisiete heridas de guerra, héroe victorioso de la ofensiva de Roma contra los volscos, que se gana el sobrenombre de Coriolano. Propuesto por los patricios al cargo de cónsul, los plebeyos, a los que Coriolano nunca ha escondido su desprecio ni ha callado sus insultos, le niegan el nombramiento y fuerzan su exilio. Coriolano se pasa a los volscos, a los enemigos de Roma y, con espíritu de revancha, dirige a las tropas, ávidas de sangre, contra la Roma que lo ha expulsado. Y catástrofe final, claro está. Veamos algún detalle.

Coriolano es la figura más ambiciosa del poder, que sabe que se lo merece y que no está dispuesto ni siquiera a pedirlo. Le corresponde, está convencido. Y, por eso, no quiere tener que rendir cuentas: su historial lo tendría que legitimar para disponer a su arbitrio del poder absoluto. O me lo dais todo, y no me pedís nada, o no quiero ninguno, y me tendréis en vuestra contra. O conmigo, y del todo, o contra mí, y... ¡preparaos! Cerca de Coriolano, los patricios, que lo avalan porque lo consideran el mejor, y el más poderoso, de todos ellos. Quien más puede defender sus derechos, contra el pueblo, claro, porque ellos son Roma.

En el otro lado, los plebeyos. "Los patricios son los buenos. Nosotros somos la chusma", estas son las primeras palabras que han quedado, en la versión de Rigola, y que un ciudadano del pueblo escupe a la cara de los espectadores, sólo empezar. La historia no cuenta con los ciudadanos del pueblo, aunque ellos son los que sufren las consecuencias de quien lleva las riendas. Pero la genialidad de Shakespeare, que hace de Coriolano una obra de una crudeza indescriptible, radica en no ofrecer sólo una versión avant la lettre de la lucha de clases: los que mandan, los malos, contra los que son avasallados, los buenos. Cierto que los plebeyos son un juguete a manos de quien detenta el poder, pero, en esta obra, el pueblo es también una multitud ciega y destructora, "como el fuego o las inundaciones", dice Kott: lleno de cobardes y egoístas, tan partidistas y sectarios como los patricios condenados a no poder hablar en nombre de Roma en su totalidad. Entre unos y otros, el proyecto mismo de una ciudad en común, de una res publica digna de este nombre, se convierte en inviable, si no imposible.

Bloom, que creía que, con Coriolano, Shakespeare finiquita la posibilidad misma de la tragedia, se preguntaba: "Donde no hay ningún consuelo, aunque sólo sea el de compartir el dolor, ¿podemos seguir teniendo todavía la experiencia de la tragedia?". En efecto, y eso nunca pasa en el resto de Shakespeare, tras Coriolano no hay consuelo posible. Por eso, cuando se apagaron las luces del Lliure, hubo unos segundos interminables de silencio sepulcral. De perplejidad absoluta. Había que digerir lo que había pasado ante nuestros ojos. Entre otras cosas, no una historia de la Roma republicana, ni una obra más de Shakespeare, ni una muestra de talento de los actores y las actrices de Rigola. No, en el escenario se habían destripado, durante más de una hora, buena parte de las contradicciones y debilidades de nuestra, por definición, siempre imperfecta democracia. Y aquello que acaba planeando por toda la sala cuando la obra se acaba es algo así como... y con todo eso que llamamos habitualmente libertades ¿qué haremos? ¿Estamos a punto para la democracia?

19-III-12, Xavier Antich, lavanguardia