"La semantica de la economía", Guillem López i Casasnovas

Para las transformaciones sociales a las que las nuevas coyunturas obligan, la semántica a menudo dificulta los cambios culturales previos que se requieren. Las cosas que nos suenan igual pueden traducir en diferentes países en varios contenidos. No percibir estas diferencias semánticas dificulta más que ayuda los cambios que requieren consenso. Por ejemplo, en sueco una misma palabra identifica equidad e igualdad. Para ellos, se es o no se es igual. La equidad en este caso concreto es un término ambiguo que no distinguen. A menudo nosotros rehuimos las cuestiones más objetivables (la igualdad es un concepto matemático) buscando refugio en las más subjetivas, ideológicas (equidad en nuestro caso, fairness añaden al equity los anglosajones; equity, que, por otra parte, quiere también decir acción de participación financiera en una compañía!).

Eso refleja unos valores sociales concretos. En España, para muchos, empresa, emprendeduría, se identifica todavía hoy con business (en el sentido de hacer negocio en beneficio propio a espaldas de alguien más), lo que se ve, además, como algo incompatible con la gestión de determinados servicios sociales. El beneficio monetario en los servicios públicos se desprecia; el excedente oculto que se apropia el trabajador público con su ineficiencia o absentismo se acepta. Para los valores culturales de un ruso, el avance progresivo no indica mejora, sino señal de lentitud. Ir en la dirección correcta, progresar, sólo es la excusa de quien no llega. Para un inglés, un programa generoso muestra bondad; para un nórdico, suena a despilfarro.

La tergiversación del concepto público es también un ejemplo. Se dice a menudo que el dinero público ha salvado a la banca. En España, a diferencia de otros países anglosajones, hay poco dinero público (del contribuyente) en la banca, a pesar de lo que reiteran algunos. Que un organismo público lo preste, si lo genera externamente a los contribuyentes, con deuda de fuera del país, no lo hace dinero público. En cualquier caso, las destinatarias en nuestro país han sido las cajas, tan queridas, más que no la gran banca. Está claro, que gracias a los artículos traducidos de la prensa internacional, leemos en clave local artículos de grandes ideólogos escritos en clave de allí, donde sí que posiblemente aquel supuesto de ayudas se haya dado en la realidad.

Más cuestiones semánticas. He oído de buena fuente refiriéndose a la crisis económica que un profesional de la enseñanza valoraba la crisis en positivo, a pesar del cierre de empresas, por lo que suponía de reducción de la contaminación. Por cierto, concepto de bienestar entre empleo y calidad de vida bastante sesgado. Welfare y wellbeing son términos que en España tienen tan sólo una traducción: bienestar, sin distinguir los aspectos colectivos de los individuales. De hecho, lo que un inglés identifica como público está lejos de lo que entendemos aquí para tal. Público quiere señalar ámbitos abiertos a la decisión privativa de la gente. Lo contrario de la identificación que hacemos con administración, donde alguien más decide en nombre de todos. Esto lo llamarán ellos estatal. El coste social desde esta percepción no es el presupuestario, de la administración, sino también lo que impone la regulación común y que sufraga la ciudadanía (el coste de la ITV, el seguro sanitario, las pensiones complementarias...).

Entre un pago regulado, y abonado privadamente, y un impuesto sólo les separa a menudo quién recauda. Entre un copago y un impuesto sobre el consumo, ni eso los diferencia: sólo la causa que los genera. ¿Qué quiere decir en este contexto repago, cómo algunos dicen ahora, si el pago inicial no ha bastado para sufragar el coste de un servicio?

Identificar la falta de un precio explícito con gratuidad es otro ejemplo de estos errores culturales: los costes de acceso, las pérdidas por alternativas sacrificadas haciendo una acción y no otra, son también un coste, cuyo desconocimiento prueba una mala comprensión de la realidad.

También, cabe remarcar el engaño semántico de analizar acciones presupuestarias aisladas, desde el gasto, sin analizar los ingresos que las tienen que financiar, como si el dinero cayera del cielo. El sentido común pide valorar los beneficios del gasto a la vez que se contabilizan las consecuencias fiscales, las pérdidas de bienestar: desde el exceso de gravamen que distorsiona el comportamiento individual hasta los efectos de la imposición sobre el crecimiento económico, de unos pagos, en todo caso, nunca voluntarios. ¡El éxito de un Estado de bienestar no es crearlo, sino hacerlo solvente y sostenible!

26-II-12, Guillem López i Casasnovas, lavanguardia