"Tanto gusto", Imma Monsó

Hace un mes les hablé de un evento que Slow Fish realizó en la Boqueria; era el preludio de Slow Fish, un certamen que ayer comenzó en Génova, y que incluye propuestas de lo más originales para distinguir y conocer el pescado, porque la gente de Slow Food hace acopio de muchas ideas en su empeño de mostrar al consumidor las posibilidades de elegir bien para comer con criterio.

Pero no es para hablar otra vez de pescado por lo que saco a relucir de nuevo el tema, sino para comentar una acusación que a menudo se le hace a este movimiento, al que muchos tildan de elitista (hasta el punto de que, en California, existe una verdadera pugna entre partidarios y detractores de las ideas de Slow Food).

Tratando de ver en qué se basa la acusación de elitismo, sólo se me ocurre una cosa: cuando un individuo o un movimiento (como es el caso de este), pone entre sus prioridades "educar el gusto" (se entiende, el buen gusto), automáticamente se despiertan susceptibilidades que se traducen en una sospecha de elitismo. El elitismo sería aquí visto como un intento de poner fronteras entre el buen gusto y el mal gusto (y no hablo sólo de comida), como mecanismo social discriminatorio que situaría a las personas con gusto en lo alto de la jerarquía y a las personas sin gusto en la parte de abajo. Ante semejante tiranía, los detractores proclaman: ¿quién osa poner fronteras entre el buen gusto y el mal gusto?

Pero, claro, en esta sociedad en la que, en nombre de la libertad se comete cualquier tropelía, lo fácil es proclamar los gustos de uno con gran desfachatez, y por muy horrendo que sea lo quea uno le gusta y aunque no sepa explicar por qué le gusta, uno se siente en el derecho de reivindicarlo, aun cuando lo único que hay ahí es un antojo arbitrario empecinado en esquivar cualquier posible crítica. Esas reivindicaciones suelen ampararse en una supuesta "libertad de elección y de expresión" basada en no se sabe qué (pues para ser libre hay que haber elegido con conocimiento de causa); una libertad que, desde luego, se cobra sus víctimas entre quienes no comparten el gusto mayoritario: no me negarán que es más fácil ir por la vida si te gustan Los del Río que si te gusta Camarón, si te gusta Vivaldi que si te gusta Schubert, y si te gusta el chóped que si prefieres un huevo frito bien hecho y con puntilla. El mal gusto es invasivo y, no es que cree fronteras, es que las atraviesa con la fuerza de su vocación imperial y colonizadora.

Así las cosas, no veo por ninguna parte el supuesto elitismo de quien reivindica la educación del gusto. Pues educar no es imponer (eso sólo se hace en las sociedades totalitarias donde hay comités encargados de tal cosa). Educar el gusto es, en nuestra sociedad, un acto de resistencia destinado, al fin y al cabo, a aguzar nuestra percepción para proporcionarnos mayor placer. Saber que eso que llamamos gusto se puede educar no me parece elitista, sino todo lo contrario: si se puede educar, significa que no se puede comprar, y que por tanto está al alcance de todos los bolsillos. Si se puede educar, significa que no es innato, y que por tanto está al alcance de cualquiera. No escasean para nada los discípulos: todos somos potenciales amantes de la belleza. Lo que sí escasea, no nos engañemos, es la figura del educador ideal, que sería aquel que, sin grandes aspavientos, es capaz de abrir las puertas del cielo hasta al más negado de los seres: eso que en las distintas disciplinas dan en llamar "maestro", perla rara que educa sin parecer que educa.

Eso es lo que realmente escasea, y es natural: porque la educación del gusto es un juego de equilibrios sutiles, en definitiva bien difícil.

18-IV-09, Imma Monsó, lavanguardia