"Ética y poder", Pilar Rahola

Decía Francisco de Quevedo que la confianza es un despeñadero. Y por ese despeñadero cayó cuando perdió la confianza del conde-duque de Olivares. En los tiempos en que el poder era un caprichoso juguete en manos de la corte, ese volátil concepto era la entrada al paraíso o al infierno. A la vez, los ciudadanos no se planteaban si confiaban en su rey, porque solo debían temerlo. Desde entonces el poder ha cambiado mucho, y ahora se reclaman líderes fiables en los que depositar la tan preciada confianza. Y son muchos los que consideran que la pérdida de confianza en los políticos es la causa de su desprestigio.

Por esos barrizales han chapoteado catorce expertos comandados por Francesc Torralba, con el sano objetivo de analizar qué valores éticos deben ser esculpidos para que los ciudadanos recuperen la confianza en sus líderes. Sus reflexiones han cuajado en un Codi ètic per a polítics que resume las buenas prácticas olvidadas. Honestidad, capacidad de servicio, sinceridad... y el resto de bondades previsibles adornan este manual de buenas intenciones. Nada que decir, porque todo lo que sirva para recordar el buen sentido debe ser bienvenido. Sin embargo, y dicho con respeto, me parece algo ingenuo. Y no tanto por recordar lo obvio, sino porque que se equivocan de objetivo. En democracia, la cuestión no es la confianza en los cargos públicos, sino la fortaleza del sistema que debe controlar la debilidad humana. Personalmente confío en algunos políticos, cuya honestidad me parece fuera de duda, pero no quiero basar el poder en la mucha o poca confianza que cada cual me provoque. Como decía un senador americano, "los padres de la patria no basaron el sistema en la confianza. Por eso crearon las comisiones de investigación".

Es decir, más allá de la evidencia que es exigible un buen código de conducta en todos los campos profesionales, pero especialmente en el de la representación pública, lo que realmente garantiza la salud de una sociedad es la fortaleza de sus sistemas de control. Y es aquí donde el nuestro pierde agua por todos los agujeros. No se trata, pues, de que cumplan con los diez mandamientos (no mentirás, no robarás...), sino de que tengan muchas dificultades para no cumplirlos. Pero en un país donde la financiación de los partidos es opaca y son clubs cerrados en los que medra quien más pelotea al líder, donde el Ejecutivo mete la patita en todos los poderes del Estado, donde no se respeta a los parlamentos, donde se sacraliza a los líderes y donde quien la hace no la paga, en un país así el problema no está en que los políticos sean buenos chicos, sino que el sistema no controla a los que son malos. Más que reinventar los conceptos básicos que ya conocían los griegos para la res publica, hay que reinventar el sistema. Porque la confianza no es la base de la democracia. La base de la democracia es la fortaleza del sistema.

7-VII-12, Pilar Rahola, lavanguardia