"El otro 98", Juan-José López Burniol

Pablo Salvador Coderch, lúcido amigo cuyo contrapunto valoro, me escribe este correo tras la intervención de España: "... del 98 nunca salimos del todo. Treinta años después, en el 29-30, nos sumimos en procesos de autodestrucción y estancamiento que duraron hasta 1960. Fueron otros treinta años. ¿Qué opinas?". Esta ha sido mi respuesta:

"Querido Pablo: A las 6 de la mañana del pasado día 11, me enteré de la intervención de España. Y tuve claro, desde aquel primer momento, que la noticia constituía el punto final de una aventura frustrada y la consumación de un fracaso sin paliativos: el fracaso de España como proyecto político y, más aún, como proyecto histórico. La Unión Europea ha decidido que España es incapaz de gobernarse por sí misma y ha resuelto hacerlo por ella, ante la mansa aquiescencia de todos nosotros, pues no tenemos otra salida, y con el aplauso entusiasta de la bancada popular del Congreso -que, después de haber aplaudido la invasión de Iraq, puede aplaudir cualquier cosa- dirigido al presidente del Gobierno que nos merecemos, Don Mariano Rajoy Brey.

Al comienzo de su libro de síntesis Historia de España (1947), Pierre Vilar escribe: "El Océano. El Mediterráneo. La Cordillera Pirenaica. Entre estos límites perfectamente diferenciados, parece como si el medio natural se ofreciera al destino particular de un grupo humano, a la elaboración de una unidad histórica". Pues bien, esta "unidad histórica" que parecía propiciar el medio natural ha sido imposible. La acción de los hombres -miserable, cicatera y cainita- la ha hecho inviable. Así de claro. Todos hemos fracasado y ya no hay remedio. El actual ciclo histórico en curso -de formación de unidades supraestatales- hace ya innecesaria la existencia previa de una unidad peninsular: sus distintas partes se integrarán separadamente en Europa. Al ir divididas, su posición de partida será más débil, casi ancilar, pero es el precio que todas -"desde la princesa altiva a la que pesca en ruin barca"- habrán de pagar por su falta de sentido histórico, por su insolidaridad, por su miseria moral y por su cobardía. Tenía razón Jaime Gil de Biedma, cuando escribió -con desgarro de señorito- sobre el destino de "este intratable pueblo de cabreros": "de todas la historias de la Historia / la más triste sin duda es la de España / porque termina mal".

Efectivamente, ha terminado y ha terminado mal. Ortega (el más lúcido de los españoles contemporáneos pese a su "voluta"; el educador nacional que -según Vicente Cacho- aún no ha encontrado sucesor) lo dejo escrito en España invertebrada: "De 1580 hasta el día, cuanto en España acontece es decadencia y desintegración. (...) En 1900, el cuerpo español ha vuelto a su nativa desnudez peninsular. ¿Termina con esto la desintegración? Será casualidad, pero el desprendimiento de las últimas posesiones ultramarinas parece ser la señal para el comienzo de la dispersión intrapeninsular (...) Es el triste espectáculo de un larguísimo, multisecular otoño laborado periódicamente por ráfagas adversas que arrancan del inválido ramaje enjambres de hojas caducas".

No creas, Pablo, que me acabo de dar cuenta de ello. Podría decir que lo he sabido desde siempre, aunque a veces haya querido engañarme. Miro los libros de mi biblioteca y leo algunos títulos: Derrota, agotamiento, decadencia, en la España del siglo XVII, de Vicente Palacio Atard, comprado en Pamplona, el 21 de mayo de 1963 -¡pronto hará medio siglo!-; Evolución de las ideas sobre la decadencia española, de Pedro Sainz Rodríguez, adquirido en Calella, el 21 de septiembre del mismo año, y otros del mismo tono... No es extraño que ya por aquellos años me preguntase -te juro que es así- si España, quizá el primer Estado-nación en formarse, no sería también el primero en desintegrarse. Y pienso ahora que así va a ser. Confluye para ello la acción de dos factores. En primer lugar, la intervención de España, que deja bajo mínimos su prestigio e impide que pueda ofrecer un proyecto creíble y atractivo de vida en común. Y, en segundo término, la deriva independentista de la sociedad catalana, que hace que el único debate que tenga hoy sentido no sea el del pacto fiscal, sino el de la autodeterminación o independencia. Hace poco, Francesc-Marc Álvaro me apuntó este paralelismo: 1898, consolidación del catalanismo político; 2012, consolidación del independentismo. Lleva razón.

Por consiguiente, aciertas cuando dices que nunca salimos del 98. Seguimos "sin pulso", como en su día sentenció Francisco Silvela, de estirpe afrancesada y madre francesa, agudo y amargo. Y, al igual que entonces, los españoles no se dan cuenta de la profundidad de la crisis. Es leyenda que, la tarde en que se conoció la noticia del desastre de Cuba, la gente se fue a los toros. Hoy seguimos enzarzados en rifirrafes soeces. Pero ahora es aún peor que ayer, pese a nuestra enorme ventaja en bienes materiales: no se atisba capacidad de reacción alguna. Por no tener, no tenemos ni una generación del 98. Ya no tenemos ni estética. Abrazos".

21-VII-12, Juan-José López Burniol, lavanguardia