"El voto libre", Pilar Rahola

Desconozco si Maragall sufrirá sanción por haber votado según conciencia en el debate del pacto fiscal. De momento el PSC ha dicho que "estudiaría el caso Ernest Maragall", y por mucho que lo ha hecho con el verbo aterciopelado de Pere Navarro, el aviso ha sonado a amenaza. Pero como el mal es de todos los partidos, no es justo centrarlo en el caso Maragall. De hecho, hay casos recientes del PP expeditivamente resueltos con la expulsión, como el del diputado mallorquín Antoni Pastor, que votó en contra del enésimo atentado contra el catalán en las Illes, o el veterano parlamentario leonés Juan Morano, que se negó a avalar el presupuesto que hería de muerte el pacto del carbón. Y si rascamos más allá, ningún partido queda libre de estas prácticas ligadas a la concepción estalinista de la militancia.

En el momento en que conceptos como libertad, conciencia, personalidad y coherencia se convierten en ideas negativas para los partidos, el problema no lo tienen los culpables de tan atrevido comportamiento, sino la enfermedad interior que sufren tales estructuras políticas.

El miedo a la libertad que Erich Fromm describió con precisión de cirujano ha anidado en los partidos y los ha conducido al oxímoron de ser denominados por la Constitución los "garantes de la democracia" y al mismo tiempo ser las entidades más jerarquizadas, comisariadas, controladas y antidemocráticas de la propia democracia. Mientras en los países serios se premia la personalidad definida, aquí puede ser el primer motivo de problemas para un militante. Y es por eso mismo que tan a menudo medran en la escala de poder auténticos mediocres que en la vida privada no llevarían ni el café al consejo de administración.

Quien mejor complota, quien más sabe dorar la píldora del líder local de turno, quien menos problemas crea, acostumbra a tener muchas más posibilidades de triunfar en un partido que aquellos que piensan por ellos mismos. Y todo porque el sistema cerrado de listas potencia la mediocridad por encima de la creatividad, el servilismo por encima de la independencia, y la incongruencia por encima de la coherencia. Es decir, en pleno siglo de las redes sociales, cuando la participación ciudadana es más fuerte que nunca, nuestros partidos políticos tratan a sus militantes como robots sin palabra propia, ni alma libre. A diferencia de otros sistemas, donde los políticos son líderes con entidad más allá de la lógica fidelidad a la militancia, aquí es más importante el partido que la persona. Es decir, es más importante ser obediente que coherente. ¿Podrán continuar mucho tiempo así, con estas viejas y oxidadas estructuras que no permiten respirar a las ideas, ni hacer crecer a las personalidades? Lo dudo, y al descrédito ingente de los partidos me remito. La época del comisariado político se ha acabado, aunque los comisarios todavía no se hayan enterado.

28-VII-12, Pilar Rahola, lavanguardia