"Ilustración y Romanticismo", Juan-José López Burniol

Con la Ilustración, los seres humanos decidieron -por primera vez en la historia- tomar las riendas de su destino y convertir el bienestar de la humanidad en el objetivo último de todos sus actos. En la base de este proyecto ilustrado -escribe Tzvetan Todorov- subyacen tres ideas axiales: la autonomía, la finalidad humana de nuestros actos y la universalidad. La autonomía significa que lo que debe guiar la vida de los hombres ya no es la autoridad del pasado, sino su proyecto de futuro; en consecuencia, la voluntad libre prevalece sobre la tradición. La finalidad humana de nuestros actos comporta que el objetivo de estas acciones humanas liberadas se halle en la tierra y ya no apunte a Dios; por lo que, suceda lo que suceda después de la muerte, el hombre debe dar sentido a su existencia terrenal: la búsqueda de la felicidad sustituye a la búsqueda de la redención, razón por la que el Estado no está al servicio del designio divino, sino que su objetivo es el bienestar de los ciudadanos. Y la universalidad implica que todos los seres humanos poseen derechos inalienables por el mero hecho de serlo; bien entendido que la exigencia de igualdad, hoy tan profundamente sentida, deriva de esta idea de universalidad.

Ahora bien, pese a que la fe en el progreso ilimitado de la humanidad pudo tentar a algunos pensadores de la Ilustración, lo cierto es que prevaleció la idea de que el rasgo distintivo de la especie humana no es el avance hacia el progreso, sino sólo la perfectibilidad, es decir, la capacidad de hacerse mejor y de mejorar el mundo. De ahí que los problemas sociales carezcan de soluciones definitivas y se replanteen continuamente bajo formas distintas.

En este tejer y destejer de la historia, el Romanticismo constituye una reacción frente a la Ilustración y es, en cierto sentido, una involución. Si Auguste Comte sostuvo que, a lo largo de la historia, la humanidad ha pasado -primero- de la teología a la metafísica, y -más tarde- de la metafísica a la ciencia, lo cierto es que, con el Romanticismo, retornó a la mística. En efecto, el Romanticismo es una inmersión en el entorno -la naturaleza- y en el pasado -la historia-, con la pretensión de integrar ética y estética mediante la apelación a la fantasía, y con un fuerte gusto por lo infinito como sentimiento cuasi-religioso. El Romanticismo significa, por tanto, una continuación de la religión con medios estéticos, lo que implica, a su vez, un abandono de la razón y provoca una actitud vital superadora de la estructura del mundo, lo que lleva a la conclusión de que la razón política y el sentido de la realidad no son suficientes para poder vivir.

No es nuevo afirmar que el nacionalismo es la expresión política del Romanticismo y que, como tal, es neutro en sí mismo. El nacionalismo puede ser un instrumento espléndido de cohesión social cuando actúa como un factor de integración; pero se pervierte cuando se torna excluyente y adopta la forma de nacionalismo de Estado, pues entonces provoca inevitablemente el conflicto al chocar con otros nacionalismos, máxime si todos tienen una actitud imperialista. Porque el núcleo duro de la corriente romántica es la exaltación de la naturaleza y de la historia, pero no de toda la naturaleza y de toda la historia, sino de mi naturaleza y de mi historia. Así, para los nacionalistas excluyentes no hay más que nuestro país y nuestro paisaje; nuestra tradición y nuestra historia; nuestra literatura y nuestra música; nuestros campos y nuestros productos; nuestras fábricas y nuestras empresas; nuestros negocios y nuestros bancos; nuestros intereses y nuestro dinero; nosotros y nosotros. Porque los otros no son como nosotros. Ellos son vagos, indisciplinados, erráticos, poco fiables, dilapidadores, sinvergüenzas e, incluso, guarros, por lo que deben ser redimidos mediante una ascesis hecha de rigor extremado y exigencia puntual. Sin olvidar que, con el lenguaje -es sabido que con una palabra mil veces repetida se hacen virguerías-, puede llegarse, ya no a la conversión del adversario en enemigo, sino a su cosificación, con las gravísimas consecuencias de las que existe una atroz experiencia.

Este nacionalismo excluyente -egoísta, brutal y aldeano- precipitó por dos veces a Europa, durante el siglo XX, en una sima insondable de destrucción y muerte. Y puede también, sin guerras convencionales ya fuera de época, sellar en los próximos meses el ocaso definitivo de Europa como uno de los protagonistas de la historia universal. En su artículo "Día de Difuntos de 1836", Mariano José de Larra dijo haber leído esta inscripción: "Aquí yace media España; murió de la otra media". Quizá, dentro de algún tiempo, pueda leerse esta otra: "Aquí yace Europa entera; se envenenó por si sola". Ya advirtió Isaiah Berlin que "el Romanticismo, tan pronto como es llevado a sus consecuencias lógicas, termina en una especie de locura", promovida -en palabras de Hannah Arendt- por una "alianza entre chusma y élite.

18-VIII-12, Juan-José López Burniol, lavanguardia