"El independentismo no nacionalista", Llorenç Prats

El independentismo no nacionalista

 “La patria y la religión son estupendas, si no te las crees”
Daniel Dennett

Vivimos en un mundo socialmente construído. Un mundo en el que hay árboles, piedras, animales… y religiones, naciones, familias… Los primeros están ahí, son reales y naturales, aunque los humanos hayamos intervenido para nombrarlos, clasificarlos y servirnos de ellos de mil maneras, incluso alterando su naturaleza. Los segundos no, son creaciones humanas, inventos, que nos han servido para vivir en sociedad, para organizarnos, para someternos y matarnos los unos a los otros, y tantas cosas más.
Como tales instituciones, o construcciones sociales, tienen su historia y su diversidad. La familia es la forma de organización social más antigua, pero presenta multiples formas a lo largo de la historia y a lo ancho del mundo. No hay algo así como una familia natural. Los estados -que no las naciones- y las religiones -sin entrar en debates acerca del alcance del concepto-, se formaron fundamentalmente durante el Neolítico, con la producción de excedentes.
La nación, tal como la conocemos ahora, es una construcción social reciente. Procede de las Revoluciones Burguesas fruto de la Revolución Industrial y sirve para legitimar la pertenencia a una colectividad, la nación-estado, claramente jerarquizada y que se convierte en una suerte de divinidad, la patria.
Por supuesto, el término nación se ha utilizado antes con diversos sentidos, y se ha aplicado dubitativamente a sociedades no estatales mediante eufemismos como naciones primeras u otros conceptos igualmente sospechosos como etnia o grupo étnico. Con lo cual resulta que, en la humanidad, unos tenemos naciones-estado y otros tiene etnias o naciones primeras (por no decir tribus o sociedades primitivas). Mira, va como va.
Durante el proceso de construcción social de las naciones-estado se formalizan historias, símbolos, mitos y leyendas y todo tipo de materiales culturales que se moldean, se cortan y se pegan, se interpretan, se ocultan, se inventan descaradamente, según los casos, para crear una imagen nacional que pueda ser compartida por todos y que responda a los valores de las clases dominantes. Son procesos con frecuencia muy explícitos, en algunos puntos incluso surrealistas, pero que consiguen llegar a naturalizar la idea de patria y a forjar identidades y sentimientos a su alrededor.
Esto sucede tanto para las naciones con estado como para las naciones sin estado, pero con aspiraciones de estado, como sería el caso de España y de Cataluña o el País Vasco, respectivamente, o, en menor medida, de Galicia, porque no tiene una burguesía hegemónica lo suficientemente potente que demande un discurso nacional.
Por tanto,  las naciones son un artefacto, construído bajo la batuta de los poderes, para legitimar un estado, incluso en su sentido más común: un estado de cosas.
España, o mejor, las élites dominantes de España y su intelectualidad más o menos orgánica manipulan descaradamente las epopeyas medievales, los mitos románticos y sobre todo la historia. “En el reinado de Felipe II [se dice] en España no se ponía el sol” y nos imaginamos una nación-estado parecida a lo que conocemos actualmente. Para nada, lo que se debe entender es que en la finca privada de Felipe II, de la cual disponía más o menos a su antojo y que podía incluso dejar en herencia, no se ponía el sol. Y, si hubiese decidido dejar Castilla y sus posesiones de ultramar a un hijo y el Reino de Aragón y las suyas a otro, ahora, a lo mejor, catalanes, aragoneses, valencianos, mallorquines… formaríamos parte de una misma nación-estado separada de Castilla.
En Cataluña, donde se produjo el mismo proceso de invenciones, refritos, recuperaciones, etc, que en España (o Italia, o Grecia, o Escocia), es singularmente interesante el caso de la lengua. Cuando se firmó el tratado de los Pirineos en 1659, parte de lo hoy sería Cataluña, quedó bajo el dominio del rey de Francia. Es lo que ho conocemos como Catalunya Nord o Cataluña Francesa, que corresponde a algunas comarcas del departamento francés del Languedoc-Roussillon. En todo el dominió catalano-hablante se siguió hablando catalán con toda normalidad, pero, con la Revolución francesa y el Imperio Napoleónico -simplifico-, la escuela y la administración pública francesa consiguieron marginarlo muy eficazmente y, lo que es más importante, desprestigiarlo, quedó como un patois. En cambió, en la zona correspondiente a la monarquía española, aun a pesar del decreto de Nueva Planta de 1716, promulgado por Felipe V, que hacía obligatorio el uso exclusivo del castellano, la administración fue muy ineficaz y el catalán se mantuvo como lengua de uso, de tal forma que, en el siglo XIX, el nacionalismo catalán y su movimiento intelectual, la Renaixença, sólo tuvo que “adecentarla y normalizarla” para tener una lengua perfectamente presentable y erigirla en símbolo dominante de la identidad.
Abrevio. Quien quiera buscar en la historia, en supuestos rasgos diferenciales o en cualquier otro hecho objetivo, la legitimación de una nación que le autorice a proclamar la naturalidad de un estado, va listo. La única legitimidad posible procede del derecho a decidir, en última instancia del derecho individual al libre albedrío.
Pero ¿Cuándo se trata de una cuestión colectiva quién decide? Es bien simple: la colectividad. Fredrik Barth, en una obra clásica de la antropología (1969), daba en el clavo al remarcar como criterios determinantes para la identificación de un pueblo el que se reconocieran y fueran reconocidos como tal. En última instancia no haría falta ni eso, con la mera voluntad de identificación colectiva por parte de sus miembros, bastaría.
La colectividad, por supuesto, promueve elementos de identificación colectiva, principalmente la lengua, pero también otros hechos culturales -y si alguien a esto le quiere llamar nación, pero en su sentido originario de natio, está en su derecho-. Pero nadie dejará de ser considerado español porque no le gusten los toros, ni catalán porque no baile sardanas. El hecho determinante es el derecho a decidir.
Veamos un ejemplo en otro plano. Si en la Iglesia Católica un colectivo -no necesariamente territorial- quisiera separarse de la disciplina de Roma y seguir su propio camino, sin reconocer la autoridad del Papa ni de las jerarquías de la Iglesia, tal vez en el Vaticano pusieran el grito en el cielo, incluso podrían excomulgarlos (que vendría a ser como vetarlos en la Unión Europea), pero no podrían impedirlo ni ninguna razón les asistiría. Es más, estoy seguro que, tarde o temprano, establecerían relaciones fraternales, en nombre del ecumenismo.
Bien, pues es lo mismo que sucede con Cataluña, pueblo que se reconoce y es reconocido como tal en todo el mundo. El derecho que nos asiste a la independencia no radica en oscuros argumentos históricos, sino en nuestro libre albedrío colectivo, en el derecho a decidir. Y esto, si se produce, el Estado Español debería entenderlo sin aspavientos, porque no hay razón alguna que pueda evitarlo, sólo el ejercicio de la fuerza, es decir, en última instancia, la violencia de estado.
Yo nunca he sido nacionalista y me he dedicado además a estudiar el proceso de construcción social de las naciones -lo que me distancia mucho de cualquier posición esencialista-, pero siempre he sido un defensor de la libertad, y la autodeterminación de un pueblo, de una colectividad, es una expresión de la libertad. Hasta ahora, personalmente no había sentido la necesidad de ejercerla -bueno sí, durante el franquismo, pero entonces era una quimera-.
Ahora sí la siento, pero probablemente es porque el Estado Español, con el que hemos convivido pacientemente durante toda la Transición, vuelve a mostar su cara más oscura. Se retrotrae, tanto económicamente, como política, social y culturalmete a los tiempos del franquismo. Y aquí ya no hay entendimiento posible. No con los españoles de a pié, nuestros hermanos, sinó con las estructuras del Estado y los personajes que en el ámbito político, económico, militar, eclesiástico, mediático, judicial, etc., las encarnan.
Para mí y pienso que para millones de catalanas y catalanes no hay marcha atrás, y sin necesidad de acudir a argumentos pseudohistóricos o pseudoantropológicos. Como decía Raimon, nosotros no somos de ese mundo, nosaltres no som d’eixe món.