el prohibicionismo en materia de drogas, principal enemigo de la democracia y libertades latinoamericanas
En décadas recientes los países de América Latina han hecho esfuerzos significativos en el fortalecimiento del Estado y la consolidación de la democracia en la región. Al mismo tiempo las redes criminales –entendidas como el conjunto de relaciones entre los agentes legales e ilegales que participan en actividades criminales– se han fortalecido. Ahora tienen un papel importante en las economías formales e informales de la región y en las instituciones políticas, erosionan el tejido social y amenazan los avances conseguidos.
Las redes criminales distorsionan las más importantes fuerzas de cambio en América Latina: la globalización, la tecnología, la apertura de nuevos mercados, la cooperación regional y la democracia. Hoy Latinoamérica tiene más democracia (formal), un mayor flujo de inversión y comercio exterior, una clase media en crecimiento y mayor desarrollo tecnológico que 20 años atrás. Y también más crimen organizado. Las redes criminales han pasado por encima de las instituciones legales y han tomado ventaja de los cambios en las décadas recientes, aprovechando las lagunas del sistema internacional y las vulnerabilidades de las democracias. El resultado ha sido su expansión en los mercados internacionales, a través de un sistema que se encuentra fuera de la legalidad, basado en relaciones de clientelismo y corrupción.
Las facciones criminales –ya sean los cárteles en México, las bandas en Colombia o los comandos en Brasil– son sólo la parte más visible de estas redes. El crimen organizado es más que esto: un sistema basado en una serie de relaciones complejas que conectan el mundo legal con el ilegal, del cual son parte políticos, jueces y fiscales que están dispuestos a modificar decisiones y sentencias por dinero; policías y personal militar implicados en actividades ilegales y empresarios involucrados en el lavado de dinero.
Los ingresos obtenidos por los mercados ilegales son enormes y compiten en tamaño con los mercados de commodities más relevantes de América Latina. Considérense sólo las ganancias de las ventas de cocaína en Norteamérica, que, según la Oficina de las Naciones Unidas contra las Drogas y el Delito, ascienden aproximadamente a 35.000 millones de dólares. A esto hay que agregarles otros 26.000 millones de dólares de la venta de esta sustancia en Europa occidental y central.
La inmensa mayoría de estos recursos se quedan en poder de las organizaciones delictivas de los países desarrollados y se lavan en los centros financieros mundiales, mientras que sólo una pequeña cantidad regresa a Latinoamérica.
La expansión de las redes criminales no sólo ocurre a través de las fronteras; los mercados ilegales han aumentado dentro de los países. Brasil es el segundo consumidor de cocaína en el mundo en términos relativos, y Argentina tiene la mayor tasa de prevalencia. Asimismo, la extorsión está aumentando en Centroamérica y la minería ilegal es un próspero negocio en Colombia, con el oro convirtiéndose en la nueva cocaína, más fácil de comercializar y con un menor nivel de riesgo.
La violencia es la otra moneda de cambio en América Latina. Con la excepción de unos pocos grupos guerrilleros, el crimen organizado es el único actor estratégico en la región que tiene la capacidad de disputar al Estado el monopolio del uso legítimo de la fuerza. Dada la inexistencia de formas legales de mediación, la violencia es el lenguaje usado por las redes delictivas para resolver sus disputas. Cuando la corrupción y las alianzas con los funcionarios públicos no funcionan, las redes criminales se enfrentan a las instituciones estatales directamente.
De hecho, la mayoría de los países latinoamericanos supera por mucho el umbral de los diez homicidios por 100.000 habitantes que la OMS utiliza para determinar un nivel “epidémico” de violencia. Países como Honduras, El Salvador y Guatemala tienen las más altas tasas de homicidios del mundo, relacionados con una notable densidad de estructuras criminales. La obsesión de los políticos por imponer el imperio de la ley mediante métodos de mano dura y la guerra contra los criminales sólo ha provocado más inseguridad para los ciudadanos. Para quebrar el poder distorsionador de las redes criminales es necesario primero confrontar las distorsiones que las perpetúan: la fracasada guerra contra las drogas y la penalización de los consumidores; la creciente privatización de la seguridad, sistemas carcelarios que incrementan las capacidades de los delincuentes y sistemas judiciales que revictimizan a los ciudadanos afectados por los delitos.
La clave está en construir instituciones democráticas lo bastante fuertes para contener la violencia y proteger a los ciudadanos, lo que a su vez requiere líderes políticos que propongan nuevas opciones y sociedades que asuman más responsabilidad acerca de su destino. Estos debates están actualmente en curso en América Latina y han llegado a un punto crucial: los gobiernos y ciudadanos de Latinoamérica pueden reconocer y abordar las distorsiones de sus propias concepciones o pueden seguir por una senda de corrupción y violencia que erosiona tanto a los estados como la misma idea de la ciudadanía.
21-XI-12, Juan Carlos Garzón Vergara, investigador del Centro de Estudios Latinoamericanos, Universidad de Georgetown, lavanguardia