"México: el fracaso de una guerra brutal", Alma Guillermoprieto

Octubre, 2010, ciudad de México: ¿Cómo escribir sobre la guerra de las drogas? No hay muchas formas de evitar que los lectores se vuelvan indiferentes frente a los violentos episodios de sacrificio humano que acontecen todos los días en este país, o ante el bombardeo de las calamitosas estadísticas: casi 28.000 personas muertas en enfrentamientos vinculados con la droga o asesinadas a sangre fría desde que el presidente Felipe Calderón asumió el cargo hace más de cuatro años; miles de secuestros, actos atroces de violación y tortura, y cada vez más niños huérfanos.

Por razones que probablemente ni ellos mismos acaban de entender, a los diversos clanes y organizaciones del narcotráfico responsables de tanto derramamiento de sangre les gusta llamar la atención; y para mantener el interés de su público han montado una horripilante representación teatral de la muerte: un despliegue itinerante de grotescas mutilaciones y ejecuciones. Pero en el fondo, y a pesar de las constantes innovaciones, una horrorosa decapitación acaba siendo muy parecida a la siguiente. De modo que el público llega rápidamente a un punto de saturación y la cobertura de la guerra, ligada al diario acontecer, como lo están todas las noticias, ha llegado al punto en que la gente prefiere dar vuelta a la página o seguir navegando en su computadora.

Nosotros, la gente a cargo de contar la historia, sabemos muy poco del ascenso entre sombras de una comunidad que durante mucho tiempo consideramos marginal, y lo poco que sabemos no puede ser explicado en las 800 palabras promedio de un impreso, ni tampoco se alcanza a analizar en los medios electrónicos en dos minutos o menos que dura un reportaje. La historia, como los asesinatos, es  interminablemente reiterativa y confusa: está la multiplicación de los clanes y las variantes en cada una de éstos del doble apellido, las alianzas efímeras, los traicioneros generales del ejército, el “capo” traicionado por un socio íntimo, el que a su vez es asesinado por otro traidor en un pueblo de nombre imposible, seguido por otro capo de doble apellido que es denunciado por un oficial de alto rango en el ejército, quien también, a su tiempo, es asesinado.

La falta de comprensión de estas narraciones superficiales es lo que hace que la historia permanezca estática y los lectores se sientan impotentes. Sin embargo, han transcurrido ya algunos años desde que comenzó la pesadilla de la droga, lo que nos permite tomar distancia y empezar a poner el problema en perspectiva. Durante este tiempo los académicos de ambos lados de la frontera de México y Estados Unidos, y también los periodistas con más experiencia, se han mantenido ocupados y escribiendo. Gracias a su trabajo, podemos empezar ahora a ubicar a algunos de los traficantes más conocidos en el paisaje que les corresponde.

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1. En 1989, un traficante de droga joven y emprendedor, llamado Joaquín Guzmán, y conocido como el Chapo —que es como llaman a los hombres bajos y fornidos en el estado de donde es oriundo Guzmán, Sinaloa, en la costa noroeste de México—, sostuvo una riña con algunos de sus socios comerciales en Tijuana. Cuatro años después, los ex socios enviaron un equipo especial a Guadalajara, donde el Chapo estaba viviendo. Según los registros de la investigación, se había planeado que el equipo de Tijuana interceptara a Guzmán el 24 de mayo de 1993, a su llegada al aeropuerto, pero al parecer los asesinos confundieron el Grand Marquis blanco de Guzmán con otro, propiedad del corpulento Juan Jesús Posadas Ocampo, cardenal de Guadalajara.

Mientras el automóvil del infortunado clérigo se detenía en la banqueta, el grupo de choque de Tijuana abrió fuego. Según algunas versiones, para entonces Guzmán había llegado también al aeropuerto y se enfrentó con los asesinos en un tiroteo. El cardenal murió en el lugar de los hechos, y aunque el episodio se convertiría en uno de los asesinatos más escandalosos del siglo, motivo de interminables teorías conspirativas, el grupo logró abordar el siguiente vuelo comercial a Tijuana. Hasta hoy nadie ha sido juzgado por el crimen. El comentario de Guzmán sobre los acontecimientos del día, antes de volver a cargar en el coche sus maletas y huir, fue: “Esto se va a poner de la chingada”.

Guzmán evaluó la situación y tomó la decisión correcta: huyó hacia el sur, sin que se lo impidiera el reguero de cárteles que rezaban “Se busca: Joaquín Guzmán” en cualquier lugar a donde llegaba. Sin embargo, fue capturado en Guatemala y deportado a México en cuestión de días. Aunque difícilmente se podría haber imaginado lo que le esperaba a largo plazo. En la época del asesinato del cardenal, era sólo uno de los traficantes más ambiciosos de Sinaloa, que manejaba sus negocios en todos los estados de la costa del Pacífico y en la frontera norte de México. Diecisiete años después —ocho de los cuales transcurrieron en una prisión mexicana, de la que escapó en 2001, según se dice, en un camión de la lavandería—, Guzmán es el más perseguido que nunca, pero también es el traficante más poderoso del mundo, o indudablemente el más influyente.

En cuanto a su profética exclamación en el aeropuerto y los detalles de su huida, los conocemos gracias a su ex gerente de negocios, según lo ha citado Héctor de Mauleón, un novelista y ensayista que acaba de publicar una biografía de el Chapo Guzmán en la revista mexicana Nexos. De Mauleón construyó su relato de la vida de Guzmán basándose en declaraciones de reos condenados que constan en sus expedientes judiciales: los ex guardaespaldas, socios, parientes y enemigos del Chapo. Aprendemos mucho acerca de este riquísimo y fanfarrón asesino: su astucia, su inseguridad a causa de su baja estatura, su deslumbrante boda pocos años después con una reina de belleza de Sinaloa.

Pero lo que mejor comprendemos aquí, como también en otra biografía de Mauleón sobre Arturo Beltrán Leyva —ex socio de Guzmán, convertido en su acérrimo enemigo, que fue asesinado en el pasado mes de diciembre— es su inf luencia en los más altos niveles del gobierno mexicano. En todos estos registros hay generales del ejército que le brindan información a Guzmán; oficiales de policía que le proporcionan seguridad; los principales aeropuertos están dirigidos por sus aliados; y también crece la oscura sospecha de que hombres que fueron miembros del gabinete en varias administraciones, incluyendo a la actual, tienen también una relación de amistad con él.

No es que Guzmán tenga inf luencia mientras que otros traficantes no la tienen; es que cada traficante tiene muchos oficiales designados y muchos políticos electos en su planilla de sueldos, pero Guzmán tiene más. La conclusión más desalentadora que se puede sacar de los artículos de Mauleón no es que la guerra de Calderón contra el narcotráfico se esté perdiendo, sino que posiblemente nunca se ha librado. Los elementos de prueba que figuran en los archivos judiciales indicarían que todas las detenciones y asesinatos de alto nivel proclamados por el gobierno como una victoria —sobre todo el asesinato de Arturo Beltrán, el ex amigo de Guzmán— son consecuencia de un hábil trabajo de inteligencia, desarrollado no por el gobierno sino por los traficantes, que sistemáticamente se denuncian unos a otros ante sus contactos gubernamentales, y que con frecuencia son liberados por contactos que trabajan para el otro bando, como sucedió con Beltrán.

El 7 de mayo de 2008 la Policía Federal Preventiva estableció un puesto de control en el kilómetro 95 de la autopista entre Cuernavaca y Acapulco. La policía acababa de recibir una información que les había sido transmitida por un importante traficante: Arturo Beltrán pasaría por allí. El director regional de la Policía Federal estaba a cargo de la coordinación de su captura. Cinco vehículos sospechosos se acercaban. Los agentes de la policía les indicaron que se detuvieran. Entonces, los ocupantes de los autos abrieron fuego. Arturo Beltrán Leyva se las arregló para escapar, pero su enemigo había entregado a la policía las direcciones en Cuernavaca de algunas casas en las que Beltrán Leyva podría estar escondido.

El inspector de policía, quien había recibido la filtración de la información, llamó al jefe de las operaciones antidroga de la Policía Federal y le dijo: “Hemos localizado varias direcciones, estamos listos para operar”. El jefe de la División Antidrogas lo interrumpió: “Paren todo. Regresen inmediatamente a la ciudad de México”.

Pero la buena suerte de Beltrán —o la lista de sus contactos— finalmente se agotó en diciembre de 2009: fue rodeado y asesinado por un grupo especial de comandos de la Armada, que presuntamente fueron seleccionados para el operativo basándose en la suposición de que, como hasta ese punto habían tenido muy poco que ver con la guerra de la droga, era menos probable que estuvieran infiltrados por los traficantes. La pregunta que dicta el sentido común, y estos registros y declaraciones, es la siguiente: si el ejército y las agencias nacionales de inteligencia están tan infiltradas como para no ser en absoluto confiables; y si tanto las fuerzas de la policía local como de la policía federal son tan corruptas y peligrosas, que con frecuencia tenemos razones para temerles tanto como a los delincuentes comunes, ¿de qué sirve tenerlas? En una serie de mesas redondas convocadas por el presidente mexicano Felipe Calderón, varios participantes plantearon la siguiente pregunta: ¿Cómo se puede controlar o remplazar a las fuerzas de seguridad sin generar mayor inseguridad? El problema es particularmente agudo ahora, porque el gobierno federal ha despedido a 3.200 policías federales —10% de la totalidad de la fuerza— al parecer por razones de corrupción. La última vez que tuvo lugar un despido de personal comparable fue a fines de los noventas, cuando el primer jefe de gobierno electo de la ciudad de México despidió a 300 oficiales de policía por corrupción. Inmediatamente se desencadenó en la ciudad un incremento sin precedentes de secuestros y asaltos a mano armada.

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2. Cuando en febrero de este año estalló un escándalo en el país a raíz del atroz asesinato de quince jóvenes que asistían a una fiesta de cumpleaños en la ciudad fronteriza de Juárez, Calderón no ayudó a mejorar las cosas al declarar que, tal como ocurre en la mayoría de las muertes violentas de Juárez, la masacre había sido el resultado de una “guerra de pandillas”. En este caso, el presidente se equivocó lamentablemente: los jóvenes no tenían vinculación alguna con el tráfico de drogas. Pero es indudable que la mayoría de los asesinatos de Juárez son consecuencia de la guerra entre las pandillas a sueldo del narcotráfico.

El Distrito Federal tiene un índice anual de muertes por asesinato de ocho por cada 100 000 defunciones, algo comparable con Wichita, Kansas, o Stockton, California. El índice general de asesinatos en México es de 14 por cada 100.000 defunciones, pero en Ciudad Juárez es de 189 por cada 100.000. Y tal como en Tijuana, Reynosa o Nuevo Laredo —otras ciudades fronterizas también afectadas por una desenfrenada violencia— en Ciudad Juárez sólo un reducido número de víctimas no está involucrado, de una u otra manera, en el tráfico de drogas.

La frontera es el paso de unos 300.000 millones de dólares de tráfico comercial legal, que ha crecido exponencialmente desde 1994, cuando entró en vigencia un tratado de libre comercio entre México y Estados Unidos. La guerra entre los narcotraficantes se inició por el “derecho de piso” o de contrabandear drogas en estas ciudades fronterizas. Cualquiera puede imaginar que los traficantes trasladan su mercadería a pie, en la oscuridad, a través de territorios desérticos. De hecho, son toneladas de droga las que todavía se contrabandean así, pero es mucho más eficaz pasar la droga a plena luz del día por los puestos de control de la Aduana estadounidense. Las sustancias ilegales viajan en suv (Sport Utility Vehicle), tráileres o automóviles, embalados junto con mercaderías diversas, camufladas como huevos en canastas, en el relleno de ositos de felpa, fundidas en barras de caramelo o como relleno de cojines y sillones.

No es difícil entender por qué son tan inestables los acuerdos concernientes al control de las ciudades fronterizas de México. Mientras más grande sea la ciudad y mayor el volumen de comercio legal, será más fácil que el contrabando pase inadvertido. La mayor parte de la cocaína se procesa en América del Sur, y buena parte de lo que se contrabandea a Estados Unidos pasa por México. Casi toda la mariguana y la amapola se cultiva y cosecha en la costa del Pacífico, y son antiguas familias de Sinaloa las que las controlan, la familia de Guzmán entre ellas; de tal forma que es fácil cultivar y cosechar ambas plantas. Lo difícil es colocar el producto en el mercado, y en ese intento las ciudades fronterizas bien valen una guerra. Cuesta trabajo comprender por qué un comercio que ha f lorecido durante décadas con apenas el mismo número de secuestros y asesinatos habituales en un negocio mafioso, se ha convertido, en los últimos seis años, en una pesadilla como la de Juárez, ciudad situada a la otra orilla del Río Bravo de El Paso, Texas.

En primer lugar, hay que considerar su emplazamiento. En la excelente introducción a Drug War Zone, una colección de testimonios de gente que vive en el mundo de la droga, Howard Campbell describe así Ciudad Juárez:

El paisaje local brinda miles de espacios adecuados para traficantes imaginativos: desde las montañas escarpadas, surcadas por cañones profundos y por arroyos, se divisan vastos desiertos. En el llano, el centro comercial de El Paso serpentea a lo largo del río Grande [así se le llama al río Bravo en Estados Unidos.] O también, los traficantes de drogas pueden cruzar fácilmente el río y desaparecer en el laberinto de carreteras rurales que atraviesan el estado de Texas (uno de los más grandes de Estados Unidos), y desde allí llegar a la autopista 10, que conecta las costas este y oeste.

Hacia el este del centro de Ciudad Juárez, nuevos centros comerciales y residenciales y centenares de “maquiladoras” —galpones de ensamblado de productos que luego se envían a Estados Unidos— se ciernen sobre el horizonte; y hacia el sur y el oeste, una ilimitada red de “colonias” marginales ha reemplazado a las tierras cultivadas y también a las desérticas. Así como los habitantes de El Paso pueden ver las fábricas de su ciudad hermana, los juarenses pueden ver los rascacielos de El Paso desde muchos puntos de la ciudad: las comunidades de ambos lados de la frontera están indisolublemente vinculadas entre sí.

Además, la migración hacia Juárez desde otros estados mexicanos del sur atrae a las colonias y a los barrios un enorme ejército de mano de obra de reserva, y el gobierno local es incapaz de manejar esta corriente inmigratoria. Hay una oferta prácticamente ilimitada de trabajadores desempleados dispuestos y preparados para ganar buen dinero manejando vehículos o llevando a pie cargas de drogas hasta el otro lado de la frontera, o trabajando como vigilantes o sicarios. En ambos lados de la frontera bilingüe y bicultural, a los contrabandistas les cuesta poco adaptarse socialmente o comunicarse en español, inglés o spanglish. La enorme industria maquiladora y la otra industria afín de El Paso, la del transporte terrestre, proveen los vehículos para trabajo pesado, y también todas las instalaciones posibles para el almacenamiento: las herramientas, el equipamiento o los artefactos necesarios para empacar, ocultar, almacenar y transportar drogas de contrabando.

La tesis central de Campbell, anunciada ya en el título de su libro, es que la estrategia mexicana para combatir el contrabando de drogas es insostenible: una región tan absolutamente bilingüe, bicultural, mixturada y permeable —a pesar de la arbitraria demarcación de una frontera y de unos intentos por sellarla que provocan cada vez mayor perplejidad— sólo puede ser verdaderamente estudiada y comprendida como un solo territorio y un problema único. Esta idea es tan asombrosamente sensata que resulta genial, y uno se pregunta cuántas muertes podrían haberse evitado si los responsables de elaborar las políticas a ambos lados del Río Grande la compartieran y coordinaran no sólo sus políticas de seguridad sino también de educación, desarrollo y migración. Lo que hay, en lugar de colaboración, es la aplastante soledad de Ciudad Juárez.

En los años noventa, cuando empezaron a desaparecer mujeres jóvenes, habitantes de las miserables barriadas de la periferia de la ciudad que después aparecían como si fueran basura, magulladas, violadas, mutiladas y asesinadas, los oficiales de policía se reían en la cara de los desolados padres que les pedían ayuda. Una tarde, trabajando en esa realidad y esa historia, me detuve en lo alto de un cerro gris cubierto de polvo gris, desde donde se divisaba un caserío gris y, a través del río, los pardos edificios de oficinas de falso adobe de El Paso. A mi alrededor la maleza se agitaba con la brisa y por todas partes revoloteaban bolsas de plástico de supermercado y harapos de ropa, como si la basura de todo México hubiera quedado varada en ese sitio. A unos cincuenta metros vivía la hermana de una de las muchachas desaparecidas y, a pesar de todo el apoyo de las organizaciones no gubernamentales vinculadas con las Naciones Unidas y los grupos de solidaridad que se ocupaban de los asesinatos, ella parecía estar en una situación de absoluto aislamiento y de riesgo.

Las conjeturas sobre quiénes podrían ser los responsables de los asesinatos de aquellas chicas han sido y son interminables. Hubo decenas de casos relacionados entre sí, pero mezclados en las estadísticas entre otros cientos de homicidios de mujeres. Aunque siempre se supo que, de alguna manera, la policía estaba implicada: las grotescas risotadas en la comisaría; la ropa trastocada de los pocos cadáveres que alguna vez devolvió la policía a las af ligidas familias, la sistemática destrucción de pruebas… todo apuntaba en esa dirección. No obstante, parecía improbable que agentes rasos hubieran contado con el respaldo político necesario para participar por su cuenta en enfermizos asesinatos seriales y salir impunes a pesar de la campaña mundial de protesta que se organizó alrededor de lo que se conoció como “las muertas de Juárez”.

Recuerdo haberme preguntado por aquel entonces si el autonombrado Señor de los Cielos de Juárez, Amado Carrillo Fuentes,quien fue el traficante más poderoso de su época, no sería el responsible de los asesinatos. ¿Quién más, si no, en el transcurso de sus habituales negocios, podría sobornar a suficientes políticos, jefes de policías y oficiales de justicia para que le garantizaran inmunidad en cualquier circunstancia? No es de descartar que Carrillo Fuentes o sus sicarios hubieran desarrollado una especie de fascinación con la muerte que iba más allá de lo estrictamente profesional. A muchas de las jóvenes se les había amputado un seno, y en una choza en medio del desierto se hallaron extraños graffiti que parecían tener un significado ritual.

En ese tiempo ninguno de nosotros, los periodistas, sabía gran cosa de los nuevos cultos religiosos que se reproducían como hongos en el mundo de la droga, sobre todo el de la Santa Muerte, una figura digna de Halloween, idéntica al esqueleto encapuchado que hace frecuentes apariciones en el arte popular urbano de los bikers. Su culto ha trascendido con mucho las cárceles, donde la figura es reverenciada; y como actualmente en todo el país hay altares dedicados al tétrico esqueleto y, además, se habla de jóvenes centroamericanas que a su paso por México rumbo a Estados Unidos son asesinadas y ofrendadas a la Santa Muerte por la rama de la mafia de la droga que se dedica al tráfico de personas, existen más razones para preguntarse si la actual obsesión de los traficantes por las más nauseabundas formas de asesinato no se habrá iniciado en aquella época.

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3. Carrillo Fuentes, amo y señor de Juárez, murió repentinamente en 1997. Se le administró el analgésico equivocado —quizás ni siquiera por accidente— en la sala de recuperación tras una lipoaspiración general que se hizo practicar en un hospitalito elegante de la ciudad de México. Con su muerte quedó sin líder la plaza (el término se refiere al derecho de utilizar una ruta específica para traficar drogas, junto con el derecho a vender la mercancía en un punto específico de esa ruta.) El Chapo Guzmán quiso tomar la plaza de inmediato, pero también trató de hacerlo otro traficante que, excepcionalmente, no proviene del estado madre de Sinaloa sino del estado de Tamaulipas, en el Golfo de México. Se llama Osiel Cárdenas quien durante bastantes años gozó del muy rentable monopolio de todas las rutas y plazas de Tamaulipas, cuyas ciudades —Reynosa, Matamoros, y Nuevo Laredo— forman en su conjunto el crucero comercial fronterizo más grande del mundo. Nuevo Laredo es, en consecuencia, la plaza más lucrativa de todo México; por sus puntos de aduana pasan unos ocho mil camiones diariamente. Cárdenas, hombre ambicioso y de aguzado olfato para los negocios, bautizó su grupo cuando apenas era una pandilla con el nombre de cártel del Golfo.

Los negocios del cártel del Golfo prosperaron maravillosamente, tanto que, según testigos confiables, sus integrantes patrullan la ciudad fronteriza de Reynosa, entre otras, en carros suv negros, adornados con las siglas cdg. Pero su fundador, Osiel Cárdenas, fue arrestado en México en 2002, y extraditado en 2007 a Estados Unidos, en donde le dieron 25 años de condena.

Pero dejó una herencia en su estado natal. Todos los traficantes que le precedieron contaban con gatilleros de la casa para hacer cumplir su ley. A finales de los años noventa, sin embargo, Cárdenas se dio cuenta de la ventaja logística y de inteligencia que le daría armar su propia fuerza de defensa, integrada por militares —sobre todo por aquellos militares que fueron entrenados para combatirlo. Así nacieron los Zetas. Hoy día están integrados por ex policías, ex miembros de las fuerzas especiales de los diferentes ejércitos centroamericanos, pandilleros y lo que podría llamarse los conscriptos esclavizados por los Zetas, que sirven de asesinos, todos ellos al mando de un grupo de ex fuerzas especiales antinarcóticos, quienes han destruido todos los viejos códigos de honor y de guerra.

No es de sorprender que los Zetas hoy día estén trabados en una lucha a muerte con sus antiguos patrones del cártel del Golfo. Hay ritmos y secuencias predecibles en el crecimiento y desarrollo de los grupos ilegales, como lo señala Juan Carlos Garzón en un lúcido estudio, “Mafia & Co.: las redes criminales en México, Brasil, y Colombia”. Garzón examina los grupos traficantes en estos tres países como si fueran bacterias, y estudia la manera en que se dividen sus núcleos, liberan su adn, y se reproducen, hasta formar nuevas colonias:

Son cada vez más las estructuras delictivas que adoptan una forma de red. Se están alejando de las antiguas y pesadas estructuras, casi burocráticas, que buscaban monopolizar las economías ilegales. Hoy adoptan una configuración de célula, cada una especializada en algún eslabón de la cadena de producción o en un mercado específico (como por ejemplo el mercado de la extorsión).

El gran patrón que impartía todas las órdenes ya no existe. El verdadero líder es la persona que tiene los contactos y las conexiones, la persona que ha construido una concentración importante de relaciones… La mayoría de las organizaciones delictivas ha perdido a su líder en algún momento de su historia, pero esto no ha llevado a su desaparición como organización. Por lo general, lo que sucede es que, en ausencia del líder supremo, se inicia un proceso de fragmentación. El sucesor no siempre logra mantener la misma estructura cohesiva, y surgen diversos escenarios posibles. Si un capo es capturado o asesinado por las fuerzas de seguridad, se genera una situación de inestabilidad en la que diversas facciones intentan preservarse individualmente. Dentro de este marco, los comandantes de nivel medio empezarán a competir por el liderazgo de la organización (como está sucediendo, por ejemplo, con el cártel del Golfo). Algunas estructuras tratarán de llegar a ser independientes. Otras serán absorbidas por grupos más grandes. Algunas formarán alianzas para intentar mantener un mínimo nivel de cohesión a fin de poder reorganizarse y otras estarán dispuestas a ofrecerse al mejor postor.

La guerra siempre fluctuante entre los clanes y familias de la droga, que se fragmentan y multiplican constantemente es, entre otras cosas, una guerra cultural, que está siendo librada por las antiguas familias campesinas de la costa del Pacífico, que cultivan y contrabandean mariguana, contra los traficantes mayoristas del Golfo de México, que no cultivan nada. Y es también una guerra que pelean, en uno de los bandos, delincuentes de la costa del Pacífico que tienen una visión romántica de sí mismos y encargan la composición de relatos biográficos cantados de corte tradicional (“narcocorridos”) en los que se les presenta como forajidos o renegados heroicos… Una típica estrofa, tomada del sinfín de corridos dedicados a la famosa fuga de la cárcel del Chapo Guzmán, en enero de 2001, dice así: “El 19 de enero / al pasar la última lista / El Chapo dijo “¡Presente!” / La trama ya estaba lista / porque para el día 20 / no contestó la revista”.

En el lado contrario de esta guerra combaten ex miembros del ejército mexicano, cuyo gusto musical, a juzgar por lo que se ve en los narcovideos que se encuentran en You Tube, se inclina por la música tecno y el reggaeton.

Los traficantes de la costa del Pacífico, como el Chapo Guzmán, todavía carecen de la aterradora habilidad de los Zetas para interceptar las conversaciones hasta de los políticos de más bajo nivel de Tamaulipas; y también de su gusto por los alardeos machistas. (Parece que los tamaulipecos fueron los primeros en atravesar camiones en las principales vías del tráfico, a veces, según parece, por el simple gusto de hacerlo.)

Si los informes recientes son correctos, los Zetas también poseen armas antiaéreas y rastreadores satelitales. Los traficantes de Sinaloa confían en sus alianzas con los políticos locales para mantener el negocio tranquilo y seguro (“que no se caliente la plaza”). El Chapo debe tener un “Rolodex” envidiable. Los Zetas no dan señal alguna de haber escuchado alguna vez el término “ni Usted ni yo”, y parecen empeñados en desafiar a la autoridad en su conjunto.

El culto que los traficantes de Sinaloa rinden a un mítico héroe rural, embustero y ladrón, Jesús Malverde, también contrasta fuertemente con la veneración de La Santa Muerte en la costa del Golfo. Los Zetas parecen modernos y los gánsters de la costa del Pacífico parecen anticuados, pero por el momento no hay manera de saber quién va ganando; en parte porque los Zetas están completamente fuera de control, y en parte porque los líderes de los clanes de la costa del Pacífico, antes agrupados en una fuerte alianza, últimamente andan ocupadísimos tratando de asesinarse los unos a los otros, como también sucede entre los Zetas y sus ex patrones del cártel del Golfo.

A decir verdad, y tal como lo señala el analista Garzón, los Zetas no son verdaderamente un grupo de traficantes, sino que Osiel Cárdenas dirigía las operaciones de tráfico del cártel del Golfo y contrató a los Zetas para que manejara los fierros.

Los Zetas son una empresa que hace cumplir ciertos encargos, con franquicias que se especializan cada vez más en secuestro o extorsión, asaltos a mano armada o tráfico de personas. En la frontera sur de México están siempre al acecho de los trenes de carga usados por los migrantes que buscan llegar hasta Estados Unidos desde América Central y Sudamérica (y aparentemente, desde más lejos aún, como por ejemplo, China). Si el “pollero” no tiene un arreglo con los Zetas, los indefensos migrantes son secuestrados, golpeados, violados, extorsionados. Cada vez con mayor frecuencia, los jóvenes capturados por los Zetas son obligados a trabajar de asesinos, lo que indicaría que las diversas franquicias de los Zetas están creciendo tan rápidamente que no logran reclutar suficientes voluntarios.

Una vez que cruzan la frontera sur del país, los emigrantes se dirigen a Estados Unidos por rutas patrulladas por los Zetas, desde el estado de Chiapas hasta Tamaulipas. Hay sólo una vía férrea usada por los traficantes, pero el gobierno mexicano parece ser tan incapaz de detener a los migrantes ilegales que se montan a los trenes de carga en esta vía como de acabar con los crímenes que se cometen contra ellos todos los días en esta ruta. El 23 de agosto de 2010, cerca de la ciudad de San Fernando, a unos 160 kilómetros de la frontera estadounidense, los Zetas detuvieron un autobús lleno de migrantes, los arrearon hasta un rancho aislado en el mismo municipio y después de una confusa serie de acontecimientos que duró varias horas, ejecutaron a 72.

Vale la pena señalar dos cosas respecto de la masacre. La primera es que, desde el punto de vista de los traficantes no tenía sentido asesinar a 72 aspirantes a inmigrar a Estados Unidos, sin ni siquiera retenerlos para pedir rescate a sus familias, como es habitual. Al parecer, los asesinos actuaron llevados totalmente por el desenfreno, por capricho, o simplemente por aburrimiento o la costumbre de matar. Han aterrorizado a medio México, aunque los criminales que pierden toda disciplina suelen durar poco.

Lo segundo que hay que destacar es la respuesta del gobierno mexicano ante la tragedia. Según las primeras informaciones publicadas en el periódico El Universal, un sobreviviente notificó de la masacre a un puesto del ejército regular situado a unos veinticinco kilómetros del rancho, pero los soldados no acudieron de inmediato a la escena del crimen porque, según El Universal, tuvieron miedo de ser atacados. El primer contingente de tropas llegó al lugar de los hechos al día siguiente de que el solitario sobreviviente diera aviso de la masacre. Esto a pesar de ser una fuerza militar a la que su comandante en jefe le ha ordenado librar una guerra total contra el tráfico de drogas.

E l 19 de septiembre, después del asesinato de su segundo reportero en menos de dos años —un joven de apenas 21 años de edad, quien se sumó así a la lista de más de 30 periodistas asesinados o desaparecidos en México durante los últimos cuatro años— el Diario de Juárez publicó un editorial dirigido a los “Señores de las diferentes organizaciones que se disputan la plaza de Ciudad Juárez”:

Hacemos de su conocimiento que somos comunicadores, no adivinos. Por tanto, como trabajadores de la información queremos que nos expliquen qué es lo que quieren de nosotros, qué es lo que pretenden que publiquemos o dejemos de publicar, para saber a qué atenernos.

Ustedes son, en estos momentos, las autoridades de facto en esta ciudad, porque los mandos instituidos legalmente no han podido hacer nada para impedir que nuestros compañeros sigan cayendo, a pesar de que reiteradamente se los hemos exigido.

Es por ello que, frente a esta realidad inobjetable, nos dirigimos a ustedes para preguntarles, porque lo que menos queremos es que otro más de nuestros colegas vuelva a ser víctima de sus disparos.

Fue una especie de alivio que alguien con voz pública y autoridad para hacerlo dijese que el Estado ya no es el árbitro de quién vive o muere a lo largo de la frontera. Pero realizar la pregunta de quién está a cargo, quién gobierna, quién tiene el poder, es complicada.

Una conclusión fácil sería que México —o aquella zona de México en la que se libra la guerra de la droga— está en manos de un Estado fallido. Pero un Estado fallido no se dedica constantemente a construir nuevos caminos y escuelas, ni recauda impuestos ni genera una actividad industrial y comercial suficiente como para ser considerada una de las doce mayores economías del mundo. En un estado fallido los conductores no se detienen en la luz roja y la basura no se recoge puntualmente. Más bien la pregunta es si frente a la imparable actividad de delincuentes y criminales altamente organizados, el gobierno es capaz de ejercer el mando de la ley y garantizar la seguridad de sus ciudadanos. Por el momento, la administración de Felipe Calderón no parece ser capaz de hacerlo.

Indiscutiblemente, la estrategia de Calderón de librar una guerra militar para enfrentar un problema de delincuencia no ha dado buenos resultados. La pregunta de si hay alguna estrategia que pueda funcionar mientras persiste la demanda global de un producto que es ilegal en todo el mundo se ha repetido hasta el hartazgo. Pero ésa es la cuestión que es indispensable considerar.

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Este ensayo forma parte de la recopilación de textos sobre la violencia en México que acaba de editar como libro el sitio web colaborativo Nuestra Aparente Rendición. Para saber más sobre el libro, ir aquí o escribir a becasporlapaz@gmail.com. Sobre NAR, aquí.


http://www.elpuercoespin.com.ar/2011/11/29/mexico-el-fracaso-de-una-guerra-brutal-por-alma-guillermoprieto/