"Una libra de carne propia", John William Wilkinson

El argumento de El mercader de Venecia no lo inventó William Shakespeare, pero lo que revela esta obra sobre la codicia está, en estos tiempos, más vigente que nunca.

El joven Bassanio, necesitado de dinero para conquistar a la rica heredera Porcia, pide a su amigo Antonio que le preste 3.000 ducados, pero este no dispondrá de dinero hasta que vuelvan a Venecia sus barcos llenos de mercancías. A fin de satisfacer la petición de Bassanio, Antonio acude al usurero Shylock. Este le presta los 3.000 ducados pero con una condición: si la suma no es devuelta en la fecha fijada, Antonio tendrá que dar una libra de su propia carne de la parte del cuerpo que Shylock disponga, que resultará ser la más próxima al corazón.

Los barcos de Antonio naufragan y Shylock le exige le pague lo convenido. Se celebra un juicio en el que Porcia, disfrazada de abogado, le da la razón a Shylock, pero añade que sólo podrá cobrar la libra de carne de Antonio si no derrama una sola gota de su sangre. Al final, el bien triunfa sobre el mal.

Viendo el panorama actual de estados fallidos y tantas familias desahuciadas, cabe preguntarse si no será que millones de europeos se hallan a la merced de un despiadado usurero que se empeña en exigir esa libra de carne aun a sabiendas de que no le va a servir de nada. Máxime ahora, cuando el FMI reconoce que la troika ha cometido “notables errores” en la gestión de los rescates de Grecia, Irlanda y Portugal, pero de los que nadie quiere asumir responsabilidad alguna.

Por desgracia, lo que está pasando en Europa no es una obra de Shakespeare: falta la astucia de una Porcia para sacarla de este insoportable impasse. Y es que, a veces, por el bien de todos, las deudas hay que perdonarlas; porque, de no ser así, todo el mundo sale perdiendo.

Son muchos los que se oponen a que se acumule una abultada deuda pública. Sólo la austeridad salvará la economía, proclaman. Pero el déficit de los gobiernos no fue lo que causó el crac financiero del 2008, sino que ha acabado siendo una consecuencia de él. El cáncer que tanto daño ha hecho al sistema se incubó en el sector privado: millones abandonaron la sensatez del ahorrador para convertirse en especuladores. Hasta que, horrorizados, se dieron cuenta de que todo cuanto tocaban se convertía en basura.

¿Se acuerdan de aquellos anuncios que por aquellas fechas, al inicio del verano, decían a los jóvenes –los que ahora no tienen trabajo– que se llevasen un coche nuevo, pasasen el verano a lo grande y que no tendría que pagar ni un céntimo hasta octubre?, ¿o que comprasen un piso en vez de alquilarlo, o que sus padres y abuelos comprasen esas dichosas preferentes? Igual que Antonio, el amigo de Bassanio, nadie contaba con que sus naves pudiesen naufragar. Pero es lo que pasó y ahora, en la estela de tantas vidas destrozadas, comienza el juicio.

Hasta la fecha, los que vienen pagando el pato han sido los deudores, sean individuos o estados. Pero ¿no tendrán su parte de culpa los entes que tan alegremente prestaban dinero a gente sin medios para devolverlo? El prestamista también juega su dinero, por muy duras que sean las condiciones que exige a cambio.

Al abandonar la banca su loable función que consistía en facilitar crédito, sin incurrir en la usura, a quienes lo podían devolver según acuerdo mutuo, se rebajó a ser un mero especulador cegado por la codicia. Mas ahora no quiere asumir las pérdidas, y ya lleva un lustro exigiendo una libra de carne a los pobres diablos a los que en su día engañó. Es aquí cuando aparece en escena un dilema de índole moral: ¿las deudas son sagradas? Si todos los deudores están encarcelados y los estados fallidos reducidos a la indigencia, ¿quién sale ganando? ¿No será que todo el sistema ha entrado en un círculo vicioso del que nadie podrá beneficiarse? Empeñarse en cobrar esa libra de carne condena a muerte al deudor y, lo que es peor y como pretenden, pasar la condena a sus hijos y nietos. Resultado: miseria y compañía por los siglos de los siglos.

El periodista estadounidense Robert Kuttner ha localizado en 1706, durante el reinado de Anna de Gran Bretaña, el punto de inflexión en la larga historia de las deudas, pues fue cuando inventaron los ingleses, en sentido moderno, la bancarrota o el derecho a un juicio de quiebra. Un sistema de concursos de acreedores individuales era preferible a que los deudores se pudriesen en la cárcel.

Los ministros de la reina Anna actuaron así por necesidad: una serie de crisis, desastres naturales y plagas significó que gran parte de los comerciantes estaban arruinados. Eso sí, sólo ellos, los mercaderes como Antonio de Venecia –Shakespeare escribió la obra en esta época– podían beneficiarse de la nueva ley.

Se olvidó de esta lección con desastrosas consecuencias al término de la Primera Guerra Mundial. Pero gracias a la magnanimidad con la que se trató Alemania al término de la Segunda, todo el mundo salió ganando, empezando por los alemanes. Por esta razón, y seguramente por otras muchas, es una verdadera pena lo que está pasando con Grecia, Chipre, Irlanda y Portugal, por no hablar de los millones de otros europeos desahuciados o endeudados hasta las cejas.

Quizá haya llegado la hora de que la Unión Europea se convenza de que tan prolongada política de austeridad es, más que nada, propia de un obcecado Shylock. Y a falta de una Porcia en esta tragedia, que el BCE abra de una vez las compuertas del crédito –que no de la especulación–, y a ver cuántos Antonios se salvarán de la quiebra y cuántos Bassanios se casarán con su chica. En cuanto a España, país que no cuenta con procesos de quiebra o la dación en pago, sería bueno que alguien empezara a percatarse de que tanta miseria colectiva no beneficia a nadie. Soluciones hay, sin derramar una sola gota de sangre.

23-VI-13, John William Wilkinson, lavanguardia