``Evolución de proximidad``, María Jesús Buxó

No deja de ser una constante en la historia de Occidente preguntarse por la evolución, concepto bajo el cual se cuestionan los orígenes de la humanidad y la diversidad cultural y ahora, entre el año Darwin y los avances tecnocientíficos, se extiende hacia un imaginario que oscila entre inquietud y encantamiento, al desvelarse un futuro que nos responsabiliza, más que nunca, de los cambios en medio ambiente, cuerpo e identidad. Futuribles más cercanos a escenarios de la ciencia ficción que a la ruptura de las barreras disciplinares y los límites conceptuales hasta ahora indiscutibles entre naturaleza y cultura, orgánico e inorgánico, mente y cuerpo, propiciados por la biotecnología, las ciencias cognitivas, la robótica y la nanotecnología.

Si bien la impresión social es que la naturaleza ya no tiene ese rol primigenio y esencial, y que lo orgánico está siendo desplazado por lo material y lo artificial, lo cierto es que la tecnociencia aporta y busca establecer conexiones directas entre los sistemas naturales y artificiales, los organismos vivos y las propiedades que definen las partículas elementales, teniendo como punto de mira la biocompatibilidad y la intensificación humana para lograr ser más saludable e inteligente. No es nuevo el hecho de manipular elementos materiales y orgánicos para controlar sus efectos físicos, químicos, electrónicos y ópticos, lo que sí es innovador es la forma de entender el proceso. Así, del usar gafas no es tan relevante sumar retina más cristal como el fenómeno físico resultante de incrementar la visión. Lo mismo ocurre si se enciende una luz, lo importante no es el soporte, sol o bombilla, sino que haya luz. De ahí la relevancia de la artificialidad, palabra poco grata por entenderse como apariencia cuando en realidad no hace referencia a lo que las cosas son, sino a cómo podrían ser mediante el potencial de combinatorias híbridas. Latour (1993) añadiría que los artefactos y los dispositivos no son simplemente máquinas, sino constitutivos del efecto que producen.

En la interacción con el ordenador en red, el interfaz humano-máquina puede entenderse como una extensión exosomática del cerebro, pero también como una intensificación que genera agencia inteligente al seguir rutas aleatorias, más flexibles y selectivas, y que permiten explorar otras formas de representación así como vivenciar la ubicuidad.

No hay que ser de acero, ni imaginar una mente abstracta sin cuerpo, aunque con frecuencia esta es la proyección que más nos llega en proyectos experimentales como los diseños robóticos en forma de prototipos humanoides, sean androides, ciborgs o seres biónicos con semiautonomía computacional o organismos biológicos con implantes en forma de prótesis mecánico-electrónicas, miembros artificiales robotizados. Sin olvidar las aportaciones de la biología sintética o, en términos más populares, la vida artificial, en busca de organismos emergentes mediante ordenadores moleculares o cuánticos y conseguir así la biocompatibilidad con las células de diseño en terapias y administración de fármacos. Y en el territorio del control de la materia a escala nanométrica, cabría referirse al desarrollo de nanoestructuras dirigibles y acoplables a células vía flujo sanguíneo y control magnético, nanodispositivos hechos de neuronas híbridas de células crecidas sobre silicio como prótesis para reparar circuitos neuronales e injertar implantes humanos en criaturas artificiales.

Aceptar la artificialidad significa entrar en las fronteras movibles de una realidad en evolución que nos define como objetos y sujetos biotecnológicos. Cabe preguntarse cómo aprender a lidiar de forma responsable con las ciencias artificiales basadas en el arte de lo posible, no cómo es el mundo sino cómo podría ser. Esto implica asumir que la cultura está más allá de las leyes de una naturaleza independiente, lo que no es fácil atendiendo al perverso ocultamiento tecnológico del siglo XX, por encubrir el artificio de todo producto cosmético, alimentario y farmacéutico como garantía de calidad y lograr que los diseños y creaciones parezcan más naturales que la propia naturaleza. Sabiendo que de la naturaleza sólo tenemos su reflejo en la cultura, a través de la ciencia, la tecnología y las artes, entonces ¿por qué seguir idealizando lo natural? Será para desplazar ansiedades y alarmas sociales, obviar las intromisiones a la privacidad física y mental, ignorar la distribución desigual de los riesgos y la accesibilidad de los beneficios entre sociedades ricas y pobres o evitar la ideologización ingenua de una posthumanidad. Ante la naturaleza entendida como un don cabe situarse en el rechazo ético por subvertir un orden que no sólo genera incertezas y que afecta generaciones futuras pero, ya que nos movemos en ambientes modificados y artificiales, porqué no pensar que esta evolución de proximidad representa una esperanza y responsabilidad colaborativa en reteorizar y remodelar cuerpo, organismos y comunidades.

22-I-12, María Jesús Buxó, catedrática de Antropología Cultural de la Universitat de Barcelona, lavanguardia