compraventa de niñas por entre 2 y 5.000 dólares en los campos de refugiados

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En el segundo campo de refugiados más grande del mundo, Al Zaatari, situado en el norte de Jordania cerca de la frontera siria, hay cada vez más chicas jóvenes que se cubren totalmente con un velo, dejando a la vista solamente los ojos. Nadia, de 15 años, lo explica: “No me queda otra alternativa. Hay muchos abusos sexuales e intentos de violación y así me siento más protegida. Nadie se mete conmigo porque piensan que soy religiosa”.

Últimamente se multiplican las informaciones sobre la venta de niñas –preferentemente vírgenes– a potentados del golfo Pérsico que pagan a sus familias para casarse con ellas, un matrimonio que puede durar entre 24 horas y pocos meses.

Cuando preguntamos por ello en el campo, nadie quiere hablar. En un primer momento, uno de los imanes del recinto, Abu Jaled, intenta desmentirlo, pero al ver pruebas reconoce que se trata de un fenómeno preocupante. Una niña se puede casar, según la religión islámica, desde que tiene su primera regla. Un hombre lo puede hacer hasta con cuatro mujeres a la vez.

Ahmed el Masri, uno de los solteros de oro del campo, no se contiene y expresa su enfado. Mientras repara la caravana que acaba de comprar para él y para su futura esposa por 250 euros, protesta: “Los ricachones saudíes se llevan con dinero a las mejores chicas y luego las abandonan como perros. Algunos les pegan y siempre les recordarán que fueron ellos los que las salvaron del campo y mejoraron su situación. Mejor quedarse aquí que irse con un ricachón cualquiera”.

Nahed Abukazem, de 23 años y madre de cuatro hijos, cuenta cómo un día apareció un enorme jeep americano que levantó una gran polvareda. Un saudí salió del coche acompañado por un jeque y acudieron a la casa de sus vecinos. Rápidamente firmaron el haket zawaj, el contrato matrimonial ritual, para casarse con su hija. Los llenó de dinero y oro, les compró una caravana y se la llevó a un hotel de lujo de la capital jordana, Ammán. Tras dos meses, la devolvió al campo. Desde entonces, la niña no ha vuelto a ser la misma.

Intentamos investigar el fondo de esta trágica realidad y llegamos al modesto barrio de Nozha, en la capital, Ammán. Nos reciben las intermediarias –más bien proxenetas– Um Muhamad y Um Mazen, ambas sirias de unos 35 años. Aquí traen a las chicas para prepararlas antes del matrimonio y las entregan a los hombres, que normalmente proceden de Arabia Saudí, aunque también hay casos de Kuwait, Qatar y Omán. Um Mazen explica que, hasta el inicio de la primavera árabe, esta gente pudiente iba a capitales como El Cairo o Damasco para divertirse. Últimamente, a raíz de la situación que se está viviendo en esas ciudades, acuden más a Ammán, llenando los hoteles de lujo con sus séquitos, que viven durante meses a pensión completa.

Contrariamente a lo que ocurre en Somalia, Sudán o con los beduinos, en Jordania se suele acudir también al tribunal de la charia para registrar el matrimonio. Si la chica es virgen, tiene que ir acompañada por el padre o el hermano; si no lo es (si es divorciada) puede ir sola y tiene que aceptar la unión. Sin embargo, en estos casos de turismo sexual saudí se limitan a firmar el contrato matrimonial sin registrarlo, lo que facilita aún más el posterior divorcio.

“Lo primero que hacen al llegar es llamarnos a nosotras para que les enviemos fotos de niñas sirias de entre 13 y 16 años. Si alguna les gusta, organizamos un encuentro público. Todas venimos con la cara cubierta con un velo pero, a cambio de 50 dólares, la chica les enseña la cara. Si le gusta y la familia está de acuerdo, se produce el matrimonio y el hombre, que normalmente tiene entre 55 y 75 años, paga entre dos mil y cinco mil dólares por cada una de ellas”, explican las intermediarias. Mientras hablamos, Um Mazen llama a dos chicas que esta noche van a ser entregadas a dos saudíes recién llegados de Riad en sus aviones privados. Ola tiene 13 años y Um Muhamad, que la maquilla y prepara para su boda, la define como novata. A Ola le espera un marido de 55 años.

Ghazal, de 16 años, es ya veterana. Hace un año se casó con un hombre de 65 años con el que estuvo un mes y medio en uno de los principales hoteles de Ammán. “Durante las semanas que estuvimos juntos no dejaba de torturarme. La primera y segunda noche me negué a tener relaciones sexuales con él, pero a la tercera me violó. A partir de ahí me pegaba y me obligaba a acostarme con él a la fuerza. Cuando me dejó tuve que ir al médico, que me recetó calmantes porque me sentía muy mal”, relata. Poco a poco, mientras sus ojos se empiezan a enrojecer, Ghazal cuenta que un día le dijo: “Se acabó, vete”. Ella se marchó del hotel, llamó a Um Muhamad y cuando se encontraba con ella, el saudí llamó por teléfono, pidió hablar con ella y le repitió tres veces: “Taalek, taalek, taalek” (me divorcio, me divorcio, me divorcio). De esa forma, el matrimonio quedó anulado y la niña de 15 años pasó a ser una mujer divorciada.

Ola escucha con gran atención la descripción de su amiga Ghazal, también originaria de Homs, y comenta: “Claro que yo temo que él me pegue y me maltrate, pero esto es lo que Dios decidió para mí y espero que él sea una buena persona conmigo y no me haga sufrir. Lo hago porque mi familia necesita dinero para sobrevivir. Aunque nadie murió, dispararon a mi padre y casi no sale de la tienda de campaña. Además, yo soy una joven y quiero tener dinero. La decisión es mía, pero mi familia me apoya”.

Con una sinceridad sorprendente, Um Muhamad cuenta a La Vanguardia que hasta hoy ha organizado unos 65 matrimonios junto a Um Mazen, y que hay una docena de mujeres más que hacen lo mismo que ellas. “Uno de los últimos casos es el de una chica siria de 15 años que se casó con un saudí de 70. Una semana después, se divorciaron. La niña se derrumbó física y mentalmente y estuvo varias semanas en el hospital. Sufre graves problemas médicos y de estrés”, comenta Um Muhamad. Tratando de justificarse, la proxeneta cuenta que el ejército de Bashar el Asad disparó contra su marido en los alrededores de Damasco y que este aún se encuentra en un hospital de Ammán, sentado en una silla de ruedas. “Necesito pagar su tratamiento médico y financiar los gastos de dos hijos y dos hijas”, explica.

Le pregunto si casaría a alguna de sus hijas con un hombre 60 años mayor que ella. Contesta sin dudar: “Sí, claro, porque prefiero eso a que se dedique a la prostitución, a que empiece a ir cada noche a los clubs de alterne o a que se dedique a ir por la calle proponiendo relaciones íntimas por veinte dólares. Pero, sobre todo, lo haría porque para todos nosotros este dinero es algo de vida o muerte”.

Ghazal recuerda cómo ocurrió su primer matrimonio. Un empresario saudí que vende gasolina a varias compañías aéreas vino a hacer una donación al campo de Al Zaatari. “Él se detenía sólo en las casas en las que había chicas jóvenes y guapas y las chequeaba una a una. Cuando me vio a mí, propuso pagar a mis padres cinco mil dólares y casarse conmigo. Me arrepiento y me siento culpable por haber aceptado”, confiesa mientras sus enormes ojos azules empiezan a llorar de forma desconsolada. Y añade, antes de correr hacia su habitación: “Yo sé que me voy a volver a casar esta noche, y sé que puedo volver a ser violada y abusada, pero sólo lo hago por el dinero. No está en mis manos”

En el campo de refugiados de Al Zaatari, donde ondea la bandera de los insurgentes sirios y donde un cartel reza “Sé paciente”, de repente suena el teléfono. Son los maridos que vienen a buscar a las chicas, a las que han tasado según su belleza y virginidad. Niñas obligadas a casarse con hombres que podrían ser sus abuelos y que, aunque han sobrevivido físicamente a la guerra civil, no por ello dejan de ser trágicas víctimas de la misma.

13-X-13, H. Cymerman, lavanguardia