atención clandestina a las víctimas de la guerra civil

En el hospital de Naharia y en otros centros del norte de Israel hay cientos de pacientes que no tienen nombre y que exigen mantener el anonimato. Son víctimas de la guerra civil siria identificadas con números. “Los Mujabarat –los servicios secretos del presidente Bashar el Asad– intentan identificar en las fotos a los heridos sirios que cruzan la frontera hacia Israel y, si lo consiguen, matan a toda su familia”, explica Ahmed, de 48 años, víctima de una explosión en la que seis personas perdieron la vida en el acto. Él fue el único superviviente.

Todo empieza con una llamada telefónica de un oficial de enlace del ejército israelí, que anuncia al hospital que en unas horas llegará una ambulancia militar con heridos “del otro lado”. Los médicos no saben de dónde vienen ni a dónde volverán si sobreviven al tratamiento; desconocen si los hombres son combatientes o civiles inocentes.

مستشفى نهاريا اجرى 14350 عملية جراحية خلال 2010 في جميع المجالات“Las heridas con que llegan son terribles. No sólo disparos a bocajarro o niñas con tiros en la espalda. A veces hay hombres que fueron atacados con hachas y a los que intentaron decapitar”, explica a La Vanguardia uno de los principales neurocirujanos de Israel, Jean Sustiel. Y añade: “La paradoja es tremenda: a veces puedo estar operando a alguien que luchó contra nosotros ayer, o que luchará mañana. Pero la medicina siempre debe mantenerse al margen, ya que no tiene bandera, religión o nacionalidad”. Cuando preguntamos cómo llegan los heridos, el profesor Sustiel responde que mantener el secreto es la única forma de continuar el flujo de heridos. “Alguien pide al ejército israelí que transporte hacia Israel a los casos más graves, y así ocurre. ¿Quién es? No queremos saberlo. Cuando están aquí, sólo sus familiares más directos conocen el secreto. No se revela a nadie su paradero”.

Los más trágicos son los casos de niños y niñas, a veces de dos y tres años, que llegan solos e inconscientes y que, cuando se despiertan en la unidad de cuidados intensivos, lloran preguntado por su madre. Una niña de dos años, que llegó con metralla en su cuerpo y la cara negra por una bomba lanzada sobre su casa, lloró durante semanas reclamando a su madre, y las enfermeras se turnaban cuando estaba despierta para acariciarla y cantarle. El día que se marchó, descubrieron en la ambulancia militar que la transportaría a la frontera que la enferma ciega que llegó al mismo tiempo a otra unidad del hospital era su tía, que había perdido la vista a raíz de la misma explosión. La tía no sabía que su sobrina estaba viva y mucho menos que también había sido trasladada a Naharia. Finalmente, ambas se reencontraron en la ambulancia y volvieron juntas a Siria.

Naama, la enfermera jefe de pediatría del hospital, ha seguido cada uno de estos casos desde que comenzaron a llegar, el pasado 23 de marzo. “Cuando de repente los niños se despiertan, vemos el miedo en sus ojos. Es un miedo a lo desconocido. Cuando vuelven a Siria, la despedida es siempre muy triste y muy emotiva. Tememos por sus vidas, ya que la sangre sigue corriendo en aquel lado de la frontera. Pero cada vez llegan más niños sirios y no nos dejan tiempo para meditar”.

Entramos en la habitación de Nadia, de 16 años. Un francotirador le había disparado en la espalda. “Sentí que me quedaba paralizada, que no podía moverme. Y tuve miedo. Imploré a la gente que vino a socorrerme, a mamá y a mi hermana que no me dejasen morir”, recuerda. Nadia perdió el conocimiento durante 17 días y, cuando se despertó, estaba ya en este hospital del norte de Israel. La joven sigue su relato estremecedor: “Trajeron a un médico árabe israelí, que me dijo dónde estaba y que todo iba bien. Dejó claro que mi vida ya no estaba en peligro, pero no me contó que me quedaría paralizada. Yo pedí un beso de mi madre y, de repente, ella apareció y me abrazó”.

Veinticuatro horas después de la evacuación de Nadia, su madre, Fatma, fue llevada al hospital por la misma vía para acompañar a su hija y permanece a su lado desde entonces, hace ya dos meses. Con lágrimas en los ojos, Fatma cuenta que ya perdió a un hijo de 18 años y que en ningún momento pensó en que iba a cruzar la frontera hacia Israel. “Yo sé que cuando volvamos a Siria, dentro de un mes, pueden castigarme. Pero estoy dispuesta a ir hasta el fin del mundo para salvar a mi hija”, sentencia.

El director del hospital de Naharia, el doctor Masad Barhum, es un árabe israelí que prometió a Fatma que volverá a su casa con la silla de ruedas más moderna y con todos los medios necesarios para asegurar una vida lo más normal posible para su hija. Fatma mira con aire de incredulidad, pero contesta: “In sha Alah”. En cierto momento, Nadia, muy bella y con una sonrisa entrañable, interrumpe a la madre y exclama: “Cuando yo vuelva a Siria, voy a decirles a todos que Israel no es lo que piensan”.

Ahmed, que en su pueblo trabaja como carpintero, añade que seguramente su familia piensa que está muerto, pero que no se atreve a contarles la verdad para que no hagan preguntas sobre su paradero, evitando así ponerles en peligro. A raíz de la explosión que sufrió, los médicos tuvieron que amputarle parte del brazo derecho, pero lograron salvarle las piernas. Probablemente podrá volver a casa en unas tres semanas. “Tendré que buscar a mi familia y para ellos será como si hubiese vuelto de la muerte. Pero antes de irme tengo una última petición para los médicos: que me permitan ver de cerca el mar por primera vez en mi vida. Conseguí verlo desde el balcón del hospital y parece precioso”.

28-X-13, H. Cymerman, lavanguardia