el mensaje ejemplar del Ministro, antidemócrata y liberticida, Cristóbal Montoro

    Hay frases que dicen tanto como libros enteros. El otro día el ministro de Hacienda se despachó con una de antología, al atribuir la cadena de ceses y dimisiones en la administración fiscal a que la unidad de grandes contribuyentes de la Agencia Tributaria estaba llena de socialistas.

Es una explicación que dice mucho más que lo que el señor ministro pretendía decir. Muchísimo más. Pasemos por alto el hecho de que la mayoría de los cargos destituidos en las últimas semanas fueron nombrados por el actual Gobierno. Dejemos de lado, también, que el origen del problema es la destitución de una inspectora que al parecer había rechazado un recurso contra una sanción impuesta a una compañía multinacional. Probablemente, se trata de un asunto más complejo de lo que parece. Olvidémonos de las discrepancias de los cesados o dimitidos con la dirección de la agencia.

   Concentrémonos en las palabras del señor ministro. Cristóbal Montoro no podía ser más elocuente. Los ceses, al parecer, estaban justificados porque los cesados eran socialistas. Es una explicación que revela toda su concepción del Estado. Los cesados no tenían categoría de secretario de Estado, ni de subsecretario. Uno era director general, otro subdirector, y los demás ni eso. Son simplemente unos inspectores de Hacienda –es decir, unos funcionarios– que ocupaban puestos de responsabilidad técnica porque se supone que eran competentes para ello. Sin embargo, para el señor ministro no contaban con un requisito imprescindible: la afinidad política. ¡Eran socialistas! Lo dijo como podría haber dicho: “¡Eran protestantes!” O: “¡No iban a misa!”.

La pregunta que nos asalta de inmediato es: ¿qué pasa, no se puede ser inspector de Hacienda y votar a la oposición? ¿Hay que ser ideológicamente afín al partido en el Gobierno? Al parecer, según el señor ministro, sí, al menos para tener un puesto de una mínima responsabilidad. Según el señor ministro, para inspeccionar a los grandes contribuyentes no basta haber pasado por la universidad, haber ganado unas oposiciones al cuerpo de inspectores de Hacienda y haber llegado al puesto por méritos profesionales. Además –o sobre todo–, hay que ser afín a las ideas del Gobierno.

     La cuestión reviste cierta gravedad, porque Montoro no sólo es ministro de Hacienda, sino también de Administraciones Públicas, y como tal es el ministro responsable de la administración del Estado. Esto exige que prestemos especial atención a sus palabras. ¿Es esta de verdad su concepción de la administración? ¿Es cierto que, a su juicio, un inspector de Hacienda que ocupa un puesto de cierta responsabilidad técnica no puede ser simpatizante de la oposición? Y si en vez de inspector de Hacienda es bombero, pongamos por caso, ¿tampoco puede dirigir una unidad? Y para ser director de instituto, ¿también hay que ser afín? ¿Y para ser director de los servicios de meteorología? ¿Y para dirigir el departamento de urología de un hospital público?

Cuesta creer que el ministro quisiera decir lo que dijo. De sus palabras –de las que se ha medio retractado con la boca chica, sin la claridad necesaria– hay que deducir que la respuesta a estas preguntas es que no, que los responsables de estos servicios deben ser afines al partido en el Gobierno. Por lo visto, el ministro cree que la cualidad determinante para ocupar un puesto de peso en la administración –un puesto técnico– no es la capacidad profesional sino la afinidad política. Para entendernos: el señor ministro no cree que deba haber una única jerarquía en la administración, una jerarquía competente, bien preparada y capaz de servir al partido del Gobierno sea cual sea su color político, sino que cree que debe haber dos, una conservadora y otra progresista. Cree que el funcionario que simpatiza con unos está inhabilitado para ocupar puestos de responsabilidad técnica –no política, ojo– con los otros. Habría que preguntarle cuántas personas cree que, en un ministerio, deben cambiar cuando hay elecciones y cambia el partido en el Gobierno. ¿Los secretarios de Estado? ¿El subsecretario? ¿Los directores generales? ¿Los subdirectores, también? ¿Los jefes de unidad? ¿Los ujieres?

    Repito: me cuesta creer que quisiera decir lo que dijo. Con esta concepción, Montoro nos retrotrae a la época de Cánovas y Sagasta, en que cada vez que cambiaba el gobierno cambiaban todos los funcionarios y Madrid se llenaba de cesantes. Nos lleva a una época anterior al estatuto Maura de 1918, que puso fin a ese estado de cosas –descrito magistralmente por Pérez Galdós– y creó una administración profesional e independiente. De paso, por aquello de cree el ladrón que todos son de su condición, Montoro se proyecta –como se dice en la jerga de la psicología– y da a entender que si fuera inspector de Hacienda en un gobierno socialista se dedicaría a zancadillear a sus superiores para que ganaran pronto los suyos. Un mensaje ejemplar, vaya.

14-XII-13, Carles Casajuana, lavanguardia