"La estupidez humana", Carles Casajuana

A lo largo del tiempo, el hombre ha hecho las tonterías más inverosímiles. No hace falta retroceder mucho en la historia para verlo. Durante veinte años, desde 1935 hasta mediados de los cincuenta del siglo pasado, la lobotomía –es decir, la sección quirúrgica de un lóbulo del cerebro– fue uno de los instrumentos de la medicina convencional para tratar algunos desórdenes mentales. Sólo en Estados unidos se practicaron más de veinte mil. El inventor, el portugués Egas Moniz, recibió el Nobel de Medicina en 1949 “por descubrir el valor terapéutico de la lobotomía en ciertas psicosis”. Durante casi cincuenta años, hasta que la academia sueca premió a Saramago, Egas Moniz fue el único Nobel portugués de la historia (un galardonado que supongo que a muchos miembros de la academia les gustaría poder suprimir de la lista).

¿Cuántos de los tratamientos que la medicina prescribe hoy no serán considerados igual de disparatados dentro de cincuenta años? Otra barbaridad, tal vez más trágica. Entre enero de 1951 y julio de 1962, el ejército norteamericano hizo más de cien pruebas nucleares en el Nevada Test Site, a escasa distancia de la ciudad de Mercury y a cien kilómetros de Las Vegas. Más de veinte de las bombas atómicas que probaron eran más potentes que la de Hiroshima. Hay fotografías de soldados sentados mirando tranquilamente el champiñón creado por una explosión nuclear. Quien tenga curiosidad las puede ver en la entrada correspondiente a Nevada National Security Site de la Wikipedia. También encontrará una octavilla del ejército avisando a la población civil de las pruebas y asegurando que, según las autoridades sanitarias, no suponen ningún peligro para la salud de las personas mientras permanezcan fuera del campo. Como es lógico, durante los años siguientes los casos de cáncer se multiplicaron exponencialmente en todo el Estado.

Otro ejemplo de estupidez, también trágico, pero de otra manera. En 1940, el austriaco Albert Elder von Filek hizo creer a Franco que gracias a una mezcla de plantas y de ingredientes secretos podía transformar el agua del río Jarama en un combustible superior a la gasolina. Von Filek decía que las grandes compañías petrolíferas y otras potencias le habían ofrecido fortunas por la fórmula, pero que él prefería cederla a España a causa de su admiración personal por el Caudillo. Para rematar, el chófer de Franco, que estaba en combinación con Von Filek, aseguraba al Generalísimo que el coche que conducía ya utilizaba aquel combustible. Franco se lo tragó y el Gobierno anunció que España sería pronto autosuficiente en energía y se convertiría en un país exportador de petróleo. La cosa no dejaría de tener gracia si no fuera porque en aquel momento miles de españoles pasaban un hambre atroz. Al infortunio de vivir en una dictadura, sometidos a una autoridad que decidía lo que le apetecía sin responder ante nadie, se añadía la estulticia del dictador, que a juzgar por su criterio en política energética no debía de acertar demasiado en sus decisiones.

No sé si existe una buena historia de la estupidez humana, un trabajo bien documentado, serio, que describa las tonterías que los hombres hemos ido haciendo a lo largo de los siglos. Si no existe, alguien lo debería escribir, para que se pueda enseñar en las escuelas. De paso, los adultos también podríamos echarle un vistazo. El conocimiento de los errores del pasado nos haría desconfiar del presente y nos ayudaría a relativizar las cosas. Veríamos que la diferencia entre la inteligencia y la estupidez es que la inteligencia tiene límites. Si anteayer mismo, como quien dice, creíamos cosas que hoy nos dan risa o nos horrorizan, ¿cuántas de las que hoy creemos resultarán ser, dentro de diez, veinte o cincuenta años, estupideces o barbaridades como estas? Si los gobernantes de antaño se revelaron en ocasiones tan ingenuos o tan ignorantes, ¿por qué nos tenemos que sorprender por las muestras de ignorancia o de ingenuidad de los actuales?

El estudio de un libro de este tipo nos ayudaría a ver, por ejemplo, que aunque cueste creerlo el ministro Wert no es el peor ministro de Educación de la historia, o al menos no lo es de una forma indiscutible. Hace cuarenta años tuvimos uno que, como mínimo, estaba a la misma altura. Se llamaba Julio Rodríguez y un día se le ocurrió que era mejor que el curso universitario diera comienzo en enero y tuvo a los estudiantes –entre los cuales me contaba yo, feliz de mí– en casa durante un trimestre. El general Franco lo nombró por error, confundiéndolo con otro Rodríguez que le había producido muy buena impresión en un acto universitario.

Leyendo este libro veríamos que el hombre de Neardental, pese al progreso de la civilización, no ha desaparecido nunca y recordaríamos con humildad las palabras de Albert Einstein: “Sólo hay dos cosas infinitas, el universo y la estupidez humana, y del universo no estoy muy seguro”.

20-XII-13, Carles Casajuana, lavanguardia