"Los modernos del 1914", Francesc-Marc Álvaro

La historia de las últimas décadas va a favor de los que no tienen miedo de ser responsables de sus vidas. Por eso, este año, me interesa más hablar de ciertos hechos de 1914 que del tricentenario -muy bien divulgado- de la trágica caída de Barcelona en 1714 a manos de las tropas borbónicas.

Hace cien años, el catalanismo demostró por primera vez que podía gobernar. Lo hizo gracias a la creación de la Mancomunitat de Catalunya, que reunía a las cuatro diputaciones bajo un mismo organismo coordinador que tenía, en principio, un carácter administrativo. Un decreto del Gobierno conservador de Dato permitía crear mancomunidades en toda España, pero la iniciativa sólo se materializó en nuestro país. El primer presidente de la Mancomunitat, Enric Prat de la Riba, superó las limitaciones competenciales y financieras de aquella estructura y, con una audacia insólita, ejerció como líder del primer gobierno moderno, regenerador y europeo en el conjunto de aquel Estado. Es bien sabido que la obra de la Mancomunitat hizo en territorio catalán lo que nunca había hecho ningún Gobierno: crear el embrión de un Estado moderno, basado en la eficacia, la racionalidad, la apertura al mundo, la educación y la justicia social. Prat de la Riba, que antes de gobernante había sido ideólogo, activista y periodista, demostró que los modernos de 1914 en España eran los nacionalistas catalanes. Los únicos modernos con incidencia. Este es un hito importantísimo que debería ser conmemorado como es debido.

La Mancomunitat fue un éxito en medio de un desierto de inoperancia y caciquismo, que convirtió al movimiento catalanista en una fuerza transformadora, más allá de las poesías, las manifestaciones, los cánticos y las banderas. Prat de la Riba -que había sido encarcelado en 1902 por el poder español por un delito de opinión- era un conservador a la europea, que utilizaba las herramientas de la administración para hacer una revolución tranquila y que -lejos de los partidismos- supo incorporar a su equipo a catalanistas de todos los perfiles ideológicos, siempre y cuando fueran personas con prestigio y capacidad; uno de ellos fue Pompeu Fabra, el gran ordenador de la lengua catalana.

Prat, que murió en 1917, actuó con el pragmatismo tenaz de los idealistas: crear un autogobierno que sirviera al bienestar de la gente y que, al mismo tiempo, representara la posibilidad de una España otra, alejada de la reacción, el oscurantismo y los privilegios. Después, bajo la presidencia de Puig i Cadafalch, la Mancomunitat siguió haciendo buen trabajo, más carreteras, escuelas, hospitales y bibliotecas, hasta que la dictadura de Primo de Rivera certificó que las élites de Madrid querían que España fuera llevada como un cuartel. Los modernos de 1914 tuvieron que volver a la resistencia, a la espera de nuevos tiempos, que no llegaron hasta 1931. Entonces, la hegemonía de la Lliga fue sustituida por la de ERC, el catalanismo cambiaba de instrumento pero todavía creía -incluso Macià tuvo que renunciar al separatismo- que podía hacer una España diferente, donde Catalunya fuera reconocida, y donde todos los españoles disfrutaran de un nuevo pacto basado en las libertades. Según el profesor Cacho Viu, "el catalanismo, lejos de desaparecer, cambia de manos; señal, dicho sea de paso, de que no era un pleito ficticio ni una causa que concerniese tan sólo, ni aún primordialmente, a los sectores más acomodados de la burguesía". Los propagandistas del unionismo más nervioso y primario, los que repiten como loros que todo lo que pasa hoy en Catalunya es pura ficción sin base real, deberían tomar nota.

La experiencia de la Mancomunitat enseña una cosa importante a los nacionalistas catalanes, de derechas y de izquierdas: sin acceso al poder no hay ejercicio de la libertad. La Generalitat republicana no sirve, por razones dramáticas bien conocidas, para ilustrar este principio de manera convincente. Será Pujol, a partir de 1980 en un contexto muy diferente, quien comprenderá el sentido profundo de lo que hizo Prat de la Riba y, por este motivo, reclama las competencias en policía y en prisiones y, cuando hace falta, fuerza los límites de la legalidad para impulsar las emisiones de TV3 o para desarrollar una política exterior. Pero ni el presidente Prat de la Riba ni el presidente Pujol se planteaban una Catalunya independiente, todo lo que hacían para los catalanes lo hacían también para alcanzar una España mejor, una apuesta no entendida en Madrid. Los modernos catalanes del 2014, en cambio, han llegado a otra conclusión: no vale la pena intentar cambiar a quien no quiere ser cambiado. Este es el nuevo pragmatismo de ahora, el de los herederos políticos del assenyat Prat de la Riba.

2-I-14, Francesc-Marc Álvaro, lavanguardia