los espíritus libres irradian libertad (hasta siempre, Nadine Gordimer)

De Nadine Gordimer se decía que escribía como si jamás hubiera existido la censura. Y para alguien que creció en la Sudáfrica del apartheid, cuyo régimen racista prohibió varios de sus libros (Mundo de extraños, La hija de Burger, El desaparecido mundo burgués...), esa ausencia de miedo y de complejos es la definición de una vida plena. Así fue hasta el último suspiro. La Nobel de la Literatura sudafricana falleció el domingo a los 90 años mientras dormía en su casa de Johannesburgo, acompañada de sus dos hijos y de sus ayudantes (ella les llamaba amigos).

La autora sudafricana escribió hasta prácticamente el final de su vida: cada día se levantaba temprano en su casa de dos plantas en el barrio de Parktown West y escribía durante cuatro horas, en las cuales no cogía el teléfono ni abría la puerta a nadie. Fue una autora fértil, con 15 novelas largas -el año pasado publicó en español su último trabajo, Mejor hoy que mañana (Acantilado)- y varios volúmenes de cuentos cortos, que la convirtieron en una de las grandes figuras de la literatura moderna. Pero fue sobre todo una escritora intencional: en sus libros destapó las profundidades de la tensión racial, el malestar sexual y la opresión política de la Sudáfrica de ayer y hoy.

  La fundación Nelson Mandela, quien fue uno de sus mejores amigos, se despidió de ella con un comunicado corto y sentido: "Hemos perdido a una gran escritora, a una patriota y una voz enérgica por la igualdad y la democracia en el mundo".

Gordimer empezó a hacerse escritora sin saberlo en la biblioteca de su ciudad natal, Springs, donde se habían instalado su padre, un relojero judío lituano y su madre, de raíces inglesas. Aunque empezó a ir a un colegio de monjas sólo para blancos y quería ser bailarina, un problema cardiaco truncó el sueño de la danza. Posteriormente, su madre, protectora y preocupada por la fragilidad de su hija, la sacó de la escuela y tuvo que pasar largas temporadas en casa. El antídoto a la soledad, explicó en una entrevista, era leer durante horas. "Era asidua a la biblioteca local, donde los negros no podían entrar. Si hubiera sido negra, no habría llegado a escritora, porque la única preparación es la escritura", explicó al periodista Xavi Ayén en su libro Rebeldía de Nobel. Creció en un entorno segregado y desde su obra -empezó a escribir con nueve años y a los 26 ya publicaba en The New Yorker- construyó una atalaya desde la que denunciar el sinsentido de un gobierno que obligaba a ser racista por ley. No se consideraba una escritora política -"aunque la política está en mis huesos, mi sangre mi cuerpo", dijo una vez-, pero fue acicate del mal poder.

Gordimer, que se unió al Congreso Nacional Africano cuando aún estaba prohibido, afiló su pluma para denunciar internacionalmente las atrocidades del apartheid. Desde la profundidad íntima de sus personajes, en sus obras trató temas como la opresión, la violencia y la discriminación.

Pero con el fin del régimen racista blanco no acabó su inquietud. "No fue el apartheid lo que me hizo escritora, y no es el fin del apartheid lo que me va a detener", dijo.

En los últimos años, gritó su desilusión desde la escritura por un país libre pero que, según ella, se hundía en la mediocridad y la deshonestidad del gobierno liderado por Jacob Zuma, a quien consideraba un corrupto, machista y ebrio de poder. Pese a sus críticas ante la decadencia y violencia heredadas del apartheid -ella misma sufrió un asalto en su casa hace ocho años-, nunca se exilió. Sentía la necesidad, dijo, de ser testigo de su tiempo y de prestar su voz a los escritores negros silenciados. Fue generosa con sus colegas. Cuando ganó el Nobel de Literatura en el año 1991, dedicó parte del premio de un millón de dólares a promocionar la obra de compañeros escritores poco conocidos.

Su escritura fue una inspiración para, entre muchos otros, el más famoso de sus buenos amigos. Cuando estaba en prisión, Nelson Mandela pidió que le llevaran a su celda bajo mano los libros de Gordimer, a quien había conocido antes de ser condenado. "Leí todas las novelas prohibidas de Nadine Gordimer -escribió Madiba en sus memorias- y aprendí mucho de la sensibilidad de los blancos progresistas". Nada más salir de prisión, el héroe antiapartheid pidió reunirse con la escritora.

Gordimer, que era habitual de las charlas literarias en Johannesburgo -incluso en las que se celebraban en pequeñas librerías de barrio-, no circunscribió su compromiso a las causas que cabían en su literatura. También se implicó en la lucha contra el VIH-Sida en Sudáfrica -el país más afectado con 5'3 millones de infectados- y recientemente se posicionó en contra de una ley que recortaba la libertad de expresión de la prensa sudafricana.

Desde 1998 era embajadora de buena voluntad del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) contra la pobreza.

Hace unos años, envuelta en una de sus habituales carcajadas, el arzobispo sudafricano y premio Nobel de la Paz, Desmond Tutu, capturó la esencia de Gordimer en una de sus bromas. "Es usted tan pequeña que podría guardarla en el bolsillo de mi pantalón. Pero es una gigante en todos los demás aspectos", dijo el religioso.

15-VII-14, X. Aldekoa, lavanguardia

A raíz de la traducción de su última novela Mejor hoy que mañana, escribí en el suplemento Cultura/s de La Vanguardia (30/X/2013) un artículo que titulé El testamento de Gordimer. Si ahora mismo, cuando acabo de recibir la noticia de su muerte a los 90 años, me preguntasen qué libro de los suyos recomendaría, sin la menor vacilación diría que si se desea conocer quién fue la Nobel sudafricana Nadine Gordimer, autora de una dilatada carrera literaria, es inexcusable leer Mejor hoy que mañana.

¿Por qué tengo la certeza de no equivocarme en la elección del libro ni inducir a error a los lectores que siguieran mi consejo? Por la sencilla razón de que el casi medio centenar de páginas que componen esta suprema novela, escrita con la sabiduría que otorga a todo buen narrador vivir desde la conciencia el tramo final de su larga existencia, sintetizan de forma magistral las cualidades de Gordimer como ciudadana de un país que le exigió luchar contra la lacra del apartheid, y como artista apasionada que sin embargo supo administrar lúcidamente el equilibrio entre realidad y ficción, es decir: entre compromiso político y libertad creadora.

En otras palabras, si admirable es observar cómo la postura crítica de Nadine Gordimer no cede tras la caída del régimen segregacionista blanco y sigue hostigando los males tal vez endémicos de la nueva sociedad democrática sudafricana, no lo es menos comprobar en esa última novela que el gran secreto del éxito de la Gordimer narradora es su modo de contar. ¿Y cuál es su modo de contar? Desde los inicios ha sido único: la sencillez de su prosa. La difícil sencillez de una prosa amasada con gran esfuerzo, meticulosamente, de manera que le permitiera expresar de forma inteligible su fervor militante a favor de la igualdad y la justicia, y a la vez construir con impecable rigor de matices los personajes de cualquier bando que encarnan el drama. No se debe olvidar que Nadine Gordimer defendió en todo momento la causa de la población negra vilmente sojuzgada, en oposición a los intereses de la minoría blanca a la que pertenecía. Lo que significa que Gordimer fue hasta el final de sus días -en la Sudáfrica de hoy sus alegatos morales han seguido siendo incómodos para los dirigentes de la nueva sociedad- una mujer valiente y arriesgada, sencilla y combativa como lo es su literatura que, insisto una vez más en ello, queda condensada en su última novela sin duda testamentaria: Mejor hoy que mañana.

Por último, creo también que es la sencillez de su prosa lo que distingue a Gordimer del otro gran escritor sudafricano contemporáneo, aunque dieciséis años más joven. Nobel como ella solo que hace tiempo tomó la decisión de alejarse (físicamente) de su espinoso país: J.M. Coetzee. Cuesta explicarse que precisamente la tensa realidad sudafricana haya producido dos escritores de tanta altura, ajenos a los tópicos nacionales.

Gordimer nunca quiso abandonar su tierra natal bajo el temor de desarraigarse. Un día dijo que su espíritu no podría soportarlo. Por fortuna, se quedó.

15-VII-14, R. Saladrigas, lavanguardia