"Dura lex. Sed lex?", Xavier Antich

Hay realidades de las que es difícil escapar. La querella del fiscal general del Estado contra el presidente de la Generalitat y dos consejeras del Govern me ha pillado con un libro reciente de Giorgio Agamben que nada tenía que ver con todo esto: El misterio del mal. Benedicto XVI y el fin de los tiempos (Adriana Hidalgo). Y, sin embargo, en la segunda página, el filósofo dispara recordando "la distinción entre dos principios esenciales de nuestra tradición ético-política, de la cual nuestras sociedades parecen haber perdido toda conciencia: la legitimidad y la legalidad". Agamben, una de las voces más lúcidas del pensamiento actual, plantea que "la crisis que está atravesando nuestra sociedad es tan profunda y grave porque no sólo cuestiona la legalidad de las instituciones, sino también su legitimidad". Y exactamente eso es lo que aquí en Catalunya está en juego desde el año 2010, aunque de forma muy especial desde las últimas elecciones: el debate, fundamental en las democracias modernas, en torno al conflicto entre los conceptos de legalidad y legitimidad.

Agamben sostiene que la actual deslegitimación de los poderes y de las instituciones no se debe a que se hayan instalado en la ilegalidad, sino, más bien, a que han perdido en gran parte su legitimidad. "Por eso", piensa, "es inútil creer que puede afrontarse la crisis de nuestras sociedades a través de la acción -sin duda necesaria- del poder judicial. Una crisis que golpea la legitimidad no puede resolverse exclusivamente en el plano del derecho. La hipertrofia del derecho, que pretende legislar sobre todo, antes bien conlleva, por medio de un exceso de legalidad formal, la pérdida de toda legalidad sustancial". Agamben, está claro, no se refiere a la situación creada en Catalunya por la negativa del Estado a reconocer una interpretación de la legalidad diferente de la que sostiene, y sin embargo, a la vista de estas citas, es fácil adivinar que no es inoportuno plantear hasta qué punto, efectivamente, el Estado español vive una crisis de legitimidad en Catalunya, con matices diferenciales y específicos, a la deslegitimación que, en otro sentido y con otras derivas, afectan a buena parte de las democracias occidentales.

En este contexto, el diagnóstico de Agamben es demoledor: "Si -como ha ocurrido en las democracias modernas- el principio legitimador de la soberanía popular se reduce al momento electoral y se resuelve en reglas procedimentales jurídicamente prefijadas, la legitimidad corre el riesgo de desaparecer en la legalidad y la máquina política se paraliza".

Se trata de una cuestión básica y elemental de la filosofía del derecho: la legalidad nunca encuentra su legitimidad en la propia ley, de ahí que sea falso sostener que lo que define a la democracia sea el respeto a las leyes (afirmación que es literalmente una barbaridad desde el punto de vista de la filosofía política), sino en la renovación del contrato con la soberanía popular de la cual la legislación debe emanar. Y este contrato no se da de una vez por todas para siempre, de la misma manera que la legalidad tampoco no es una formulación eterna, sino que la legitimidad debe ser continuamente evaluada.

La democracia española se ha desarrollado bajo la presión de un cierto talibanismo constitucional: ese que se niega a admitir la revisión de la legalidad cuando su legitimidad es impugnada. Amparándose en unos criterios de revisión de la legalidad que, en la práctica, blindan la posibilidad misma de modificarla, se ha optado por una interpretación restrictiva de la legalidad que ha sido reiteradamente discutida incluso en términos jurídicos. Por citar sólo dos ejemplos eminentes. El primero: el catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla, el doctor Javier Pérez-Royo, recordaba hace muy poco que "la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la reforma del Estatuto de Autonomía de Catalunya formalmente fue una sentencia, pero materialmente fue un golpe de Estado". Y el segundo: los nueve miembros de la Fiscalía del Tribunal Superior de Justicia de Catalunya rechazaron por unanimidad la querella que el fiscal general del Estado pretendía presentar contra Mas, aunque, por obediencia jerárquica, a pesar de estar en contra por motivos estrictamente jurídicos al considerar que no se había producido delito alguno, van a tener que darle curso.

Ambos ejemplos manifiestan a todas luces que, incluso en el ámbito del debate jurídico, hay voces técnicas autorizadas que defienden una interpretación de la legalidad completamente diferente a la que pretenden el Gobierno y la cúpula fiscal del Estado. Extraña que en un asunto de esta gravedad, como la querella que demanda penas de inhabilitación y cárcel para la máxima autoridad del Estado en Catalunya, se pretenda ignorar la obviedad de las discrepancias hermenéuticas en la interpretación de la legalidad y se adopte un radicalismo penal que, en la práctica, supone un atentado contra la polisemia y la multiplicidad de sentidos posibles de la propia ley. Estamos, aquí, ante un caso de estudio de la Ley (cerrada y clausurada en uno de sus sentidos) contra la Ley (abierta y sujeta a diversas interpretaciones posibles de su sentido).

Pero si la Ley se enfrenta a la propia Ley, hasta desnaturalizarla, ¿no deja entonces de ser Ley y precisamente allí donde más duele, en el fundamento de su legitimidad? Realmente, como ya dijo Aranguren en el año 1992, "me temo que este país lo tiene pendiente casi todo". El dinosaurio, es cierto, todavía estaba allí. Está.

24-XI-14, Xavier Antich, lavanguardia