"Manuel, jódete", Albert Sánchez Piñol

Un año más hemos asistido a la deplorable parafernalia de la Lotería Nacional. Lo que más enerva es la reiteración, calcada año tras año, sin variantes: el estúpido sonsonete de los niños de San Ildefonso; los chubascos de cava malo; las inefables declaraciones de los ganadores, que gracias al premio "taparán agujeros"...

El juego es una de las actividades humanas más absurdas, egoístas, grotescas y condenables. Se especula con que la primera lotería se creó en la antigua China. ¿Saben con qué finalidad? Recaudar fondos para construir la Gran Muralla. En Europa la primera lotería moderna aparece en la Holanda del siglo XV. Y curiosamente con el mismo motivo: financiar las fortificaciones de las ciudades de Flandes. En Italia, en 1449, Milán se inventa un sorteo con una finalidad exclusiva: sufragar la guerra contra Venecia. O sea, el juego como promotor de la guerra. Pero en estas loterías primitivas también había un objetivo secundario: obtener fondos para mantener la sopa boba con que se alimentaba a los pobres. ¿Y quién era el principal comprador de lotería? Los pobres. Es decir, los desfavorecidos de la sociedad se pagaban ellos mismos la sopa boba.

Los economistas parten de la base de que los humanos toman decisiones económicas racionales, y el juego no lo es en absoluto. Es, de hecho, uno de los actos financieros más irracionales: usted invertirá un capital en unos números que tienen una ínfima, ridiculísima probabilidad de ser premiados. Los economistas prefieren analizarlo desde otro ángulo: el juego como un impuesto más. Un impuesto encubierto, insolidario y, sobre todo, regresivo.

Es encubierto porque el Estado usa el juego para obtener ingresos de una manera que parece más amable que los impuestos directos; el Estado genera una emoción artificial, una falsa esperanza, cuando el único objetivo es recaudar y las probabilidades de ganar son mínimas. Es regresivo porque los más pobres juegan más, gastan en loterías y apuestas una parte más elevada de sus ingresos que los más ricos; pero por su parte el grupo de los ricos gasta, en conjunto, más dinero, de forma que las probabilidades de que les toque son más altas. Y es insolidario por una cuestión obvia: la lotería se basa en recaudar una inmensa cantidad de muchos bolsillos, fortuna que deposita en muy pocas manos. Y con un añadido: que como dice la misma propaganda de la lotería, los beneficios se destinan a "finalidades sociales". O sea, estamos como en el siglo XV: ¡los pobres pagándose a ellos mismos la sopa boba!

La antropología lo enfoca desde otro ángulo: el juego como una adaptación al fracaso. Es decir, que la gente juega cuando no tiene esperanza real de conseguir sus objetivos económicos por ningún otro medio. Triste, ¿verdad? Permítanme un apunte histórico: cuando leemos las autobiografías de los personajes más lúcidos que vivieron la Guerra Civil todos dedican un capítulo, al menos una página, a la omnipresencia del juego en la España inmediatamente anterior al 18 de julio. Un país de timbas, casinos y casinitos, tan empobrecido, y embrutecido, que la gente se jugaba la casa, la burra... y la mujer. (No exagero). En realidad la España del 36 era un país más de jugadores que de conspiradores. Una pequeña parte de los españoles luchaba por la revolución o la contrarrevolución. El resto, menos Durruti y Franco, apostaba. Bien pues, lo triste, lo estremecedor, es que casi ochenta años después España es el cuarto Estado del mundo que más gasta en lotería, sólo superado por Panamá, Malasia y Singapur. Más crisis, más juego: según la Sociedad Estatal de Loterías y Apuestas del Estado en el 2012 ingresó por juegos de apuestas la astronómica cifra de 9.252.792.839 euros. El juego no es una esperanza, es una desesperanza.

Todas las concepciones ideológicas combaten el juego: la izquierda porque es insolidario, la derecha porque es inmoral. Por eso sorprende tanto la absoluta dimisión de todos los escrúpulos. Todavía recuerdo que Jordi Pujol, cuando quería crear la lotería catalana, encontró una fuerte oposición de sus socios democristianos. Hoy reímos las gracias de la Grossa. Un premio que, como todos, espolea el egoísmo, empobrece la sociedad y fomenta la salvación individual. ¿No habíamos quedado en que los grandes valores catalanes eran la cultura del esfuerzo, el trabajo bien hecho y la superación colectiva?

Como he dicho, cada año nos toca soportar la deplorable parafernalia del Gordo, qué remedio. Pero es que, encima, con nuestros impuestos se pagan anuncios tan aberrantes como el de este año: Manuel, que siempre ha comprado un billete en el bar, este año no, y va y toca. Pero Antonio, el amo del bar, se lo vende a deshora.

Nunca se habían visto tantos antivalores en dos minutos y medio. El juego representado como un seguro sociológico: compro el billete para no ser excluido del grupo. El juego como chantaje anímico: lo compro porque si toca no se rían de mí. El juego como amenaza: compra o te pasará como a Manu. Y con un grande qué: una vez se ha hecho el sorteo los billetes no vendidos son propiedad del Estado. En consecuencia, Manuel comete un delito gravísimo. Es para flipar: ¡vivimos en un Estado que hace apología de la corrupción en spots televisivos! Y en todo caso: mira Manuel, ¿sabes qué te digo?

Pues que te jodes.

28-XII-14, Albert Sánchez Piñol, lavanguardia