"Perspectivas actuales del liberalismo", Juan Pina (I)

Juan Pina (*), conferencia pronunciada en Castellón el 17 de octubre de 2003.

Estoy especialmente agradecido por esta nueva oportunidad de cumplir una parte de mi condena como liberal. Creo que en nuestro país, los liberales estamos permanentemente condenados a aclarar conceptos, a explicar una y otra vez qué es el liberalismo y, sobre todo, qué no es. Es una condena derivada de la extraordinaria confusión que existe entre nosotros sobre el liberalismo. El país que inventó la palabra “liberal” como término político, durante las Cortes de Cádiz, es paradójicamente uno de los países donde menos claro está el concepto de liberalismo. Los liberales españoles nos pasamos la vida tratando de arrojar luz sobre el liberalismo, con mejor o peor fortuna, y ésa es una de las tareas que me propongo esta tarde. El liberalismo se enfrenta a constantes conflictos verbales derivados del caos semántico sobre los significados de la palabra “liberal”, pero ésta no puede convertirse en sinónimo ni de conservador ni de socialdemócrata.

Así pues, comenzaré tratando de aclarar a qué llamamos hoy en día liberalismo, pero debo advertir que toda mi intervención, como es natural, está pensada desde mi particular visión del liberalismo, y que puede haber otras igual de legítimas. Después desarrollaré las perspectivas actuales de esta corriente de pensamiento, tanto en el ámbito estratégico como en el de las propuestas.

 

Visión del liberalismo

El liberalismo, como todo el mundo sabe, no es una ideología. Las ideologías son sistemas cerrados con una plasmación práctica que apenas varía. El liberalismo es una amplia corriente de pensamiento político y económico, cuyos fundamentos filosóficos más lejanos pueden hallarse en el racionalismo de Aristóteles, y cuyo desarrollo práctico se dio en Europa a partir del siglo XVII, en el clima propicio posterior a la Reforma y en plena emersión de los valores derivados del capitalismo incipiente, alcanzando su periodo clásico en los siglos XVIII y XIX. Pensadores como John Locke, David Ricardo, Adam Smith, Frédéric Bastiat, Henry David Thoreau, o entre nosotros Gaspar Melchor de Jovellanos, fueron algunos de sus mayores exponentes. El Siglo de las Luces, las revoluciones francesa y —sobre todo— estadounidense, el auge de la democracia parlamentaria inspirada en Westminster, la universalidad del sufragio, las sucesivas declaraciones de derechos individuales y su plasmación legislativa en los textos constitucionales de medio mundo, la consagración de las libertades civiles y económicas, fueron a la vez producto del liberalismo y combustible para su desarrollo. A lo largo del siglo XX, el liberalismo se vio relegado y exiliado a la periferia del mundo de las ideas, pero desde allí realizó aportaciones tan importantes como las de Hayek, Von Mises, Friedman, Murray Rothbard o Ayn Rand. En la actualidad, si tuviera que citar a tres autores vivos que representan la vanguardia del liberalismo, me quedaría con el quebequés Pierre Lemieux, el francés Jean-François Revel y el hispanoperuano Mario Vargas Llosa.

Pero hoy, ¿A qué podemos llamar liberalismo? ¿Quiénes somos los liberales? Existe entre los liberales una controversia de décadas sobre qué contenidos precisos del liberalismo le son esenciales y le diferencian de las otras familias ideológicas.

El uso de los términos “liberal” y “conservador” en los Estados Unidos está completamente trastocado y es antagónico al significado que se les da en el resto del mundo (en el país norteamericano, “liberal” parece significar “socialdemócrata” y “conservador” es más o menos “liberal”). La exportación de esa confusión semántica, principalmente a través de los escritos de autores hispanohablantes en los Estados Unidos o simples malas traducciones, complica más aún las cosas. Por último, la autodenominación como liberales de partidos y personas que nada tienen que ver con el liberalismo da las últimas pinceladas al cuadro de nuestro revoltijo identitario (excomunistas ultranacionalistas como Zhirinovski en Rusia, personajes como Jesús Gil en España, socialistas en Colombia o neofascistas como Haider en Austria comparten la osadía de decirse liberales).

Creo que cualquier politólogo del mundo coincidirá en una definición muy simple: liberal es aquél que considera la libertad individual de las personas como el valor supremo, incluso por encima de otros tan importantes como el orden o la equidad. A partir de ahí, como en toda corriente de pensamiento, existen liberales de diversas tendencias y es injusto pero frecuente que unos se acusen a otros de usurpar la etiqueta liberal y de ser en realidad conservadores o socialdemócratas. Hay liberales radicales, liberales progresistas, liberales libertarios, liberales conservadores... Y en los Estados Unidos se ha acuñado incluso la etiqueta “liberal clásico” para referirse al liberalismo tal como se entiende en el resto del mundo, aunque más parezca una marca de Coca Cola.

Hay demasiada gente que intenta adueñarse de la palabra “liberal”. Unos de ellos detestan a los partidos liberales europeos y latinoamericanos por haber hecho, a su juicio, demasiadas concesiones al intervencionismo, y consideran que los liberales son en realidad los discípulos de Margaret Thatcher. Obviamente están poniendo el acento en la política económica (realmente liberal) de aquella primera ministra, pero olvidan el resto de sus posicionamientos políticos, que la alejaban a años luz del liberalismo. Otros, por el contrario, insisten en que el liberalismo es una fuerza “de centro” o hasta “de centroizquierda” que constituye la antítesis misma de todo lo conservador, y se basan para ello en la Historia latinoamericana y europea del siglo XIX, cuando las dos fuerzas principales e irreconciliables eran liberales y conservadores. Estos liberales desconfían del liberalismo puramente económico y no le conceden el apellido liberal a los más firmes adalides del libre mercado (como la escuela económica austriaca), a quienes tachan de conservadores, poniendo en cambio el acento en el liberalismo político y sus conquistas cívicas.

Ambos grupos son, al menos parcialmente, liberales. Ambos parten de un entendimiento común de la libertad, y ambos cometen un error muy grave: considerar posible la disección del liberalismo para quedarse con partes de su filosofía y desechar o relativizar otras. He conocido a personas que son perfectamente liberales durante una conversación de economía, pero en el momento en que pronuncian una sola frase sobre las minorías étnicas o las orientaciones sexuales, o sobre los derechos civiles y la profundización de la representación democrática, resultan ser tan conservadores que podrían formar parte de cualquier junta cívico-militar latinoamericana de los años setenta. He conocido a personas cuyo liberalismo alcanza cotas de excelencia mientras conversan sobre la democracia, las elecciones libres, el Estado de Derecho y los Derechos Humanos y civiles, pero que después se muestran satisfechos con unos niveles para mí espantosos de presión fiscal e intervención del Estado en la economía.

Para mí, el liberalismo es indivisible. O se es liberal en todo o, en realidad, se es otra cosa. Se puede ser un conservador anclado en el más rancio tradicionalismo moralista y en una profunda vocación de control social, y tener sin embargo una visión liberal en dos o tres áreas. O se puede ser un perfecto socialdemócrata dispuesto a reformar el Estado-providencia en vez de acabar de una vez con él, y tener sin embargo una perspectiva muy liberal en algunas materias. Pero, en mi opinión, ninguno de los dos será un liberal en el pleno sentido de la palabra.

Debido al caos semántico imperante, cuando uno se llama liberal, a renglón seguido debe explicar qué quiere decir. Yo creo aproximarme mucho a la definición antes brindada cuando afirmo que soy liberal y que eso significa que para mí la prioridad esencial es la libertad tanto política como económica de los individuos, a (casi) cualquier precio, porque sin ella no somos nada, casi ni siquiera humanos. Y ese liberalismo implica necesariamente posiciones muy “de derechas” en unos temas, muy “de izquierdas” en otros y completamente diferentes de todo lo demás en algunos aspectos. Por donde se nos verá muy poco es por la zona gris del consenso estratégico, del centrismo calculado, de la equidistancia entre otros. Si tenemos que pasar por la izquierda a los izquierdistas en un tema concreto, o parecer más “de derechas” que los conservadores en otro asunto, lo haremos sin dudar. Si ese tipo de liberalismo necesita adjetivarse, tal vez el calificativo de “libertario” sería el más adecuado, al recalcar (redundante pero al parecer necesariamente) que su prioridad es la libertad... pero toda la libertad. Y la libertad ni es de izquierdas ni es de derechas.

Creo que al economista y pensador austriaco Friedrich August von Hayek le debemos sin duda muchas cosas, pero tal vez la más importante sea su desmantelamiento de ese concepto maniqueo de izquierdas y derechas en política, y su sustitución por el de colectivismo e individualismo. Mucho ganaría el debate público sobre la política y la economía si se dejase de contemplar cada idea, decisión, candidato o partido a la luz de su teórico posicionamiento en esa escala irreal y caprichosa que desmontó Hayek. Hoy día, ¿en qué se diferencia la izquierda de la derecha? ¿No encontramos frecuentemente posturas políticas antagónicas dentro de la izquierda y dentro de la derecha, y multitud de posiciones que son idénticas en ambas? Como mínimo, sería esclarecedor situar las ideas en un plano y no en una escala lineal. El plano tiene un eje horizontal de izquierda a derecha según la escala convencional, pero tiene también un eje vertical en cuyo extremo superior se encuentra el mayor grado de individualismo y de respeto por la acción directa de cada persona, mientras en el extremo inferior se da el mayor intervencionismo colectivista. El resultado es como una revelación: encontramos en la parte baja de este “mapa” ideológico, recorriendo toda su longitud, a las ideologías que más han dañado al ser humano, desde el fascismo y el nazismo hasta el comunismo. Un poco más arriba, pero todavía muy por debajo de la media, se encuentran intervencionistas “duros” como la Falange española o el peronismo (auténtico) argentino. Hacia la zona media de la tabla, todo el recorrido de izquierda a derecha está ocupado por los intervencionistas democráticos (los que justifican su invasión del ámbito personal de decisiones en el mito de la legitimación popular), es decir, ciertos grupos de “nueva izquierda”, los socialdemócratas, algunos ecologistas, los “centristas”, los democristianos y los conservadores. Pero a partir de ahí, si seguimos subiendo en el mapa y aproximándonos por tanto a las cotas de mayor aprecio a la libertad individual de cada ser humano y, por ende, a la menor injerencia del poder en la vida de la gente, sólo encontramos a los diversos tipos de liberales y, más arriba aún, a los libertarios y los llamados “anarcocapitalistas”.

La conclusión principal que uno extrae de esta representación política en el plano es que queda desnuda la escasa relevancia del eje horizontal, y el vertical adquiere de golpe una enorme trascendencia. El eje vertical, es decir, la escala individualismo-colectivismo (que también podría denominarse libertad-represión o persona-masa) es actualmente la escala más correcta para determinar la posición de un proyecto de ley, de un político o de una decisión. Y una de las consecuencias principales de esta nueva forma de expresión espacial de las ideas políticas es que aniquila el ataque frecuente a los liberales respecto a nuestro supuesto “oportunismo” al estar “en la derecha para unas cosas y en la izquierda para otras”: pasa a ser evidente que estamos, para todas las cosas, inequívocamente del lado superior, del lado del individuo y de su libertad personal, y que eso, naturalmente, nos lleva a tomar posiciones en economía que a la “izquierda” le parecen de “derechas” y posiciones en cuanto a los Derechos Humanos y civiles y las libertades públicas que causan el efecto contrario. Otra de estas consecuencias es que también pasa a ser evidente que la extrema derecha y la extrema izquierda son en realidad muy similares, y que los intervencionistas democráticos también son muy parecidos entre sí, llámense socialistas o conservadores, democristianos o socialdemócratas: todos apuestan por un Estado paternalista facultado para meter la mano en los bolsillos de sus “hijos” los ciudadanos y sacar de ahí los fondos que, con su demostrada incapacidad, insiste en seguir “redistribuyendo”. Es un Estado, además, que se cree en la obligación de imponer a la sociedad una determinada moral, ya sea el mito altruísta laico de los socialdemócratas o la moral religiosa de los conservadores. Sólo en la parte superior del “mapa” encontramos un refugio para el ser humano individual, para la persona entendida como fin en sí misma y no como hormiga de un hormiguero que la supera y aliena. Sólo en la profunda asunción de la libertad como norte y guía de la política y de la economía, con todas sus consecuencias, está el camino que nos aleja irreversiblemente del colectivismo “duro” de izquierdas y derechas (Stalin, Hitler, Franco, Castro) y del colectivismo “blando” de izquierdas y derechas (Blair, Aznar, Chirac, Schroeder)... el camino hacia la emancipación de las personas mediante el ejercicio pleno de su soberanía.

 


Perspectivas estratégicas actuales

Desde finales del siglo XIX hasta finales del siglo XX (concretamente hasta la caída de los regímenes socialistas de Europa), el liberalismo ha vivido una paréntesis difícil, una larga travesía del desierto de la que ahora empieza a recuperarse gracias al éxito de algunas de sus posiciones en economía (aunque aplicadas por otros) y gracias al auge imparable de la soberanía personal, favorecida por la revolución digital. El auge del marxismo como interpretación de la realidad debilitó la cosmovisión liberal y hundió electoralmente a los liberales. De hecho hundió incluso la credibilidad de las democracias liberales en los años veinte y treinta, favoreciendo el surgimiento de alternativas autoritarias y totalitarias de todo signo. Las sociedades occidentales desarrolladas, con algunas excepciones, cayeron en un profundo bipartidismo que, al término de la Segunda Guerra Mundial y hasta bien entrados los años ochenta, reflejó en realidad el reparto del mercado de las ideas entre dos grandes corrientes: los herederos del marxismo, reconvertidos en partidos de corte socialdemócrata; y los herederos del pensamiento conservador, tradicionalista y generalmente de raíces confesionales, nucleados en torno a partidos democristianos. El espacio de los liberales osciló durante décadas desde la nula presencia en los parlamentos hasta una importancia moderada, llegando en algunos casos a ser partidos-bisagra o socios menores de las coaliciones de gobierno. Rara vez pasamos del 15-20 % de los votos y rara vez tuvimos jefes de gobierno liberales.

En Occidente los liberales solemos estar posicionados en el centro del debate político, ya que en general nos hemos contentado con el triste papel de ser los adalides del statu quo. Por ello muchos partidos liberales (o llamados liberales) apenas tienen el apoyo de una reducida parte del electorado: se les percibe como partidos satisfechos, en general, con la realidad y poco dispuestos a producir cambios importantes. Ocupan un espacio político que coincide con la zona de intersección de dos grandes maquinarias comunicacionales, la conservadora y la socialista.

Por ello su voz queda silenciada o muy atenuada, y por ello la gente no les vota. Para votar a un partido más pequeño y débil que dice lo mismo que el grande y poderoso, mejor votan directamente al grande y poderoso. Alemania es el ejemplo clásico y permanente de este problema, pese a la habilidad de los liberales para sobrevivir elección tras elección, y a veces hasta con resultados aceptables. Como táctica puntual, esa confluencia con uno de los grandes (o con ambos) en un espacio de intersección puede ser comprensible, pero como estrategia a largo plazo es un suicidio o, cuando menos, una autocondena a la anemia eterna de votos.

En parte por ese tipo de estrategias y en parte por las auténticas confluencias de nuestra filosofía con las de las otras fuerzas políticas, los partidos liberales rara vez logran desembarazarse de la etiqueta de oportunistas que hoy pactan con la derecha y mañana con la izquierda, sin pestañear. Desde hace décadas, a los partidos liberales parece faltarles la capacidad de decir cosas nuevas, cosas radicalmente diferentes de las que dicen los socialistas y los conservadores. Es como si estuviéramos calculadamente en medio de las dos grandes corrientes políticas colectivistas, en vez de estar donde debemos: claramente frente a ambas. Me parece claro que ha llegado la hora de ir abandonando el centrismo táctico y recuperar el puro liberalismo filosófico, nos sitúe donde nos sitúe.

Los partidos liberales no se atreven a dar un puñetazo en la mesa que ya va siendo bastante necesario para agitar un poco la anquilosada democracia occidental. Tras reclamar la atención con ese simbólico puñetazo, habría que hablar de lo que nadie habla y poner sobre la mesa ideas y propuestas radicales que nadie más defiende. Así, en Europa los partidos liberales deberían cuestionar abiertamente el Estado del bienestar (que hoy ya se ha convertido en el bienestar del Estado).

Los liberales que se dedican a la política de partidos deberían ser conscientes de que el sistema político en su conjunto está alcanzando importantes niveles de agotamiento que se traducen en el hastío de una buena porción del electorado. Por eso los líderes populistas que aportan mensajes directos y soluciones simplistas van ganando terreno, así como los grupos marginales extremistas en algunos países. Ello implica la necesidad de que los partidos liberales aporten ideas realmente novedosas para ser percibidos, claramente, como una alternativa al conjunto, al sistema, como una fuerza política verdaderamente distinta y opuesta a las demás. Si algunas de esas propuestas coinciden en algo, puntualmente, con la visión de la derecha o de la izquierda, no pasa nada. Muchas otras propuestas serán evidentemente distintas a ambas. Sólo así se podrá capitalizar el descontento y canalizar dentro del sistema democrático voluntades que de otra forma terminarán rechazando la propia democracia.

Por un lado, los liberales somos conscientes de haber perdido la batalla electoral en casi todas partes. Los escasos partidos mayoritarios que se denominan liberales, como el japonés o el australiano, no son ni siquiera miembros de la Internacional Liberal sino de la conservadora, y no son liberales ni de lejos; o sí son miembros de la Internacional Liberal, como el canadiense, pero en realidad son más socialdemócratas que otra cosa. El liberalismo políticamente organizado ha venido experimentando un dramático retroceso, que es inversamente proporcional al auge de muchas ideas y propuestas liberales y a la impresionante ebullición de la vanguardia liberal en ámbitos como el académico y el mediático. Esto tiene una explicación sencilla. Los partidos liberales se han quedado en una tibia posición de eterno centro político, compartido con una derecha y una izquierda cada vez más parecidas entre sí, que nos arrebatan constantemente nuestro espacio. Además seguimos reclamando conquistas ya conquistadas, convirtiendo a los ya conversos y permitiendo que muchas de nuestras ideas, aisladas y fuera de contexto, terminen por ser banderas de nuestros adversarios.

Mientras tanto, muchos políticos liberales, quizá demasiados, se han contagiado del colectivismo y del intervencionismo de los otros partidos. Personalmente, muchas veces me indigna oír a políticos sedicentes liberales formular propuestas populistas claramente propias de los partidos socialistas o conservadores con los que compiten.

El liberalismo se nos ha quedado viejo, en muchos países, porque nos hemos acomodado al statu quo y nos hemos quedado en luchas superadas, en batallas ya ganadas. Es urgente actualizar el liberalismo en el fondo y en las formas. Y no vendría mal recuperar un poco de la rebeldía que caracterizó nuestros orígenes.

En casi todos los países, los partidos liberales se han anquilosado, se han esclerotizado, se han acomodado. No representan instintos de cambio profundo (cambios en el sistema) sino burdas posiciones intermedias. Hemos renunciado a una defensa profunda y sin tregua de nuestras posiciones máximas. Nos hemos convertido en meros complementos de mayorías lideradas por la democracia cristiana o por la socialdemocracia, perdiendo nuestra identidad y buscando tanto el consenso con los demás, que hemos terminado por no reconocernos en el espejo de nuestra propia esencia filosófica.

Esto se debe a muchas debilidades humanas por parte de políticos liberales más ansiosos de ser ministros que de promulgar leyes y medidas liberales. Pero se debe también a un mal de fondo mucho más grave: miles de liberales se dan por satisfechos con el statu quo social, económico y político. No hemos actualizado el liberalismo. No hemos sidos capaces de repensar nuestros programas desde la pureza de nuestros valores y principios, y el liberalismo se nos está marchitando.

El liberalismo auténtico no es un punto de llegada sino de partida. No es un listado de objetivos elementales sino un proceso interminable, una progresión ilimitada: el avance de la libertad humana. Ese proceso conlleva la adaptación a la realidad política de cada momento. En cada tiempo hay conquistas liberales que hacer, batallas que librar, luchas que no podemos eludir para llevarnos bien con nuestros adversarios, o estaremos prostituyendo nuestro ideario y negando nuestra razón de ser. Ojalá consigamos que el 70 % de la población nos deteste, si a cambio el 30 % nos adora y nos lleva al poder. Ya está bien de consensos excesivos y pactos claudicantes. No más alianzas para tener un ministerio o dos. Hay que ir a por todas, presentando nuestras ideas en pureza, y que la gente decida si las apoya.

A los políticos liberales de hoy les falta, sobre todo, un poco de rebeldía. El liberalismo debe hacerse menos “soft” y más “hard”, un poco menos dialogante y mucho más reivindicativo. Y en muchos casos, debe hacerse rebelde. Sí, el adjetivo “rebelde” le va muy bien al verdadero liberalismo, sobre todo en sistemas político-económicos burocratizados y estancados. Ya es hora de que los liberales recuperemos la pasión por nuestras ideas y actuemos con fuerza, con ilusión, con ganas y con esas gotas de rebeldía que nunca debimos perder.

Por lo tanto, no tienen mucho futuro los partidos liberales que siguen definiendo cada comunicado de prensa y cada comparecencia parlamentaria en función de los posicionamientos de los demás partidos, o en virtud de las encuestas. Los partidos liberales están desaprovechando las armas que les brinda su propia filosofía liberal. Nada más tienen que llevar su liberalismo hasta cotas más altas, hasta niveles más puros, sin concesiones al statu quo de los últimos cincuenta años, y entonces aparecerán por sí solas decenas de propuestas e ideas-fuerza novedosas con las que liderar el debate político de sus países. Nada más les hace falta un poco más de valentía y un poco menos de sometimiento intelectual a sus adversarios, y ya va siendo hora. Sin ese sometimiento intelectual, sin ese miedo a destacar, sin ese terror a alejarse del consenso generalizado, los partidos liberales verían nítidamente que su mayor opción de éxito es coincidente con su mayor caballo de batalla filosófico: el ataque frontal al hiperestado.