"La (im)posible independencia", Manuel Castells

Y de repente, cuando ya se daba por muerto y enterrado, el sueño (para unos) o pesadilla (para otros) de la independencia de Catalunya toma forma, con actores, fechas, procedimientos y hoja de ruta. En un tema tan pasional y en un momento tan delicado me permitirán una cierta distancia analítica. Porque estimo que mi contribución al debate público es recordar algunos hechos y proponer algunas reflexiones más que añadir otra opinión.

El independentismo catalán es un movimiento social, no una confabulación política. Eso es lo que no entienden en Madrid. Nace de la sociedad y de los sentimientos de alrededor de la mitad de la población (según momentos). Es mayoritario entre los jóvenes y está arraigado a lo largo de la geografía catalana, sobre todo en la Catalunya profunda, y en la historia de un pueblo que tuvo un proyecto distinto del español en diversos periodos aunque la memoria histórica sea menos nítida que lo que señalan los mitos nacionalistas. El independentismo creció y se consolidó como identidad de resistencia por la opresión del Estado español, particularmente durante el franquismo que intentó erradicar la nación catalana por la violencia. Y aunque la Constitución del 1978 propuso un compromiso condicionado por los poderes fácticos, los problemas siguieron latentes.

Pero fue la serie de agravios comparativos de la última década la que disparó el movimiento social al cual se engancharon distintas fuerzas políticas con obvio oportunismo. Fue la irresponsabilidad socialista de proponer un Estatut y luego retractarse y fue sobre todo el designio carpetovetónico recentralizador del PP y de los barones regionales, fueran andaluces o madrileños, lo que desató la indignación de la sociedad civil que se expresó en la calle por cientos de miles, primero en defensa de un Estatut que nació muerto y luego como afirmación ilusionada y multicolor de una utopía inde­pendentista a la que se atribuían todas las virtudes, incluso la de resolver la crisis económica.

A todo ello se opuso el fundamen­talismo constitucional (porque la sacrosanta Constitución no se toca excepto a petición de Merkel) y acabó por convencer a algunos políticos nacionalistas (en particular Artur Mas) que en ese amplio movimiento social podrían regenerar una legitimidad que la corrupción de sus partidos, semejante a la española, había dañado. A partir de ahí, el movimiento tuvo eco en las instituciones catalanas, pero no en las españolas, suscitando las condiciones para una ruptura institucional. Porque los movimientos no negocian, afirman un proyecto. Mientras que los políticos maniobran en el espacio institucional. Todo se bloquea cuando topan con ­poderes superiores. Así se produjo el viraje del nacionalismo moderado a dejar la moderación y apo­yarse en la sociedad para ir hasta la ruptura si era necesario. Las dificul­tades del proceso y los intereses de ­cada aparato político debilitaron el proyecto y el apoyo a la inde­pendencia cayó del 51% al 44%.

Hasta que se produjo la fusión entre movimiento y política en un proyecto rupturista, al que inmediatamente responde el Estado español con amenazas, como siempre, y del que se desmarcan vieja y nueva izquierda que ven en su horizonte el gobernar España y no quieren arriesgarse a soliviantar la opinión. Derecho a decidir, sí. Pero el PSOE niega independencia, mientras se pospone el tema en la nueva izquierda. Aún así, el proyecto nacionalista se lanza hacia una declaración unilateral de independencia mediante una mayoría absoluta en el Parlament. Pueden tenerla aunque justita. Sobre 135 escaños, las fiables estimaciones de Jaime Miquel predicen 59 escaños a la lista unitaria independentista y 10 a la CUP, sumando 69. La lista de izquierda tendría 23 y Ciutadans 21, con socialistas y populares residuales. Cierto que la Diada y la campaña podrían incrementar el apoyo electoral, pero también a la lista de izquierda que aún no ha iniciado su recorrido. ¿Bastaría esa mayoría para declarar la independencia y empezar a construir las "estructuras de Estado" hacia una independencia en 18 meses, cuando no corresponden a la mayoría de ciudadanos? Nacionalistas consultados piensan que sí, porque cuentan con un incremento del apoyo popular conforme el Estado español despliegue su represión, llegando a la aplicación del artículo 155, reforzado por la nueva ley de Seguridad Nacional, y a la intervención de la autonomía aunque nadie sabe cómo se hace. Y es que el sujeto político de este proceso es un movimiento social que sólo reconoce sus propias reglas y las practica.

¿Cómo impedir el uso exclusivo del catalán en miles de escuelas? ¿Cómo obligar a cientos de municipios a ­obedecer al delegado del Gobierno? ¿Cómo se interviene la recaudación de la Agencia tributaria catalana que ya existe? ¿Cómo se cierran las embajadas de Cata­lunya? ¿Se encarcela a los líderes políticos? ¿Se militariza a los Mossos?

Cuanta más intervención, más afrenta para la gente y más eco en Europa. En esa lógica el independentismo florecería en la confrontación. Y aquí viene la gran cuestión: al PP le interesa fundamentalmente esa confrontación en estos momentos. Porque sabe que tiene perdidas las elecciones y que ser el garante de la unidad de España frente al desafío catalán es el argumento mas potente para volver a gobernar, incluso con un gobierno de unión nacional con el PSOE. De modo que la independencia va en serio y la confrontación también.

Ese es el horizonte inmediato. Y recuerden que el miedo al desorden ­suele ser contrarrestado por la in­­­dig­nación y la esperanza que surgen del movimiento social. Lo que parece razonable de repente para muchos se torna insoportable. La complejidad en este caso es la existencia de otro mo­vimiento paralelo de cambio social ­distinto del independentismo, como ya se vio en el 15-M. Pero cuando la gente está en la calle, los movimientos se encuentran.

25-VII-15, Manuel Castells, lavanguardia